Un gusano en la Gran Manzana: exilio y enfermedades de Joni Mitchell

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«Reina de un palacio entre abetos, linces y abejas, la dama que compartió micrófono y jergón con los cantautores del Roxy publica unas memorias de las que resulta imposible salir indemne

 

La publicación de las crudas memorias de Joni Mitchell, lleva a Julio Valdeón a recuperar a quien fuera diosa del folk estadounidense, hoy cargada de resentimiento y mala leche.

 

 

Una sección de JULIO VALDEÓN BLANCO.

 

 

Fue un cometa celeste y quemó el cielo como una supernova. Joni Mitchell (Fort McLeod, 1943), rubia, flaca, con perfil de efigie, reinó en el cañón de Topanga con su voz de cristal y su exótico maridaje entre el folk y el jazz. Había llegado a California perseguida por la nieve. A diferencia de Leonard Cohen, que se despelotó en las islas griegas hasta que derritió el hielo que cubría sus huesos, ella buscaba el reducto vip de los jipis millonarios, una Sodoma y Gomorra multicolor donde todos follaban con todos y en la que nacieron discos hermosos, penúltimo jardín del Edén antes de que Manson y Altamont talasen la matriz del sueño. Ella sigue impertérrita en el imaginario colectivo como la ninfa fea y guapa, sexual y brillante, hecha de tiempo y nieve, eternamente radiante aunque ahora gaste una altiva mala leche cuando observa los derroteros musicales de las últimas décadas.

Recluida con setenta años en la Columbia Británica, reina de un palacio entre abetos, linces y abejas, la dama que compartió micrófono y jergón con los cantautores del Roxy publica unas memorias, fruto de sus conversaciones con su amiga Malka Maron, de las que resulta imposible salir indemne. Nada dibuja mejor nuestros terrores que el recuento pormenorizado que de los suyos haga un semejante, coleccionista de fantasmas por más que pertenezca al Olimpo y creyéramos que los de su casta viven dichosos. Enferma de polio con ocho años Mitchell aprendió a tocar el banjo gracias a un manual para niños de Peter Seeger. Modeló su vocación tardía en los cafés de Ontario, bajo el manto de auroras boreales que cantaba su amigo Neil Young. Resuelta a triunfar siguió el consejo del poeta y en invierno viajó hacia el sur. Los setenta los consumió en compañía del propio Young y de Graham Nash, Jackson Browne y James Taylor. Excesos de drogas y alcoholes, cuerpos y más cuerpos, pero por endiosados y golfos que fueran aquellos artistas al menos creían en el mito de Prometeo, que roba el fuego de los dioses para entregarlo a los hombres, mientras que los actuales bastante tienen con hacerse fotos en el dichoso teléfono. Del ego infinito, panteísta y pagano, hemos pasado al yo adolescente, narciso, pedestre, lleno de espejos y masturbaciones, que caracteriza la era Twitter. Lo que más desconcierta de esos mozalbetes es su afán de notoriedad chorra. Mucho hemos perdido si los poetas solo aspiran a publicitar noviazgos y los rockeros viven rodeados por ejércitos de publicistas.

Pobre Mitchell, acosada por accesos de emoción incontenible, que llora delante de un árbol y teme la oscuridad. Sueña con los maniacos que rondaban su casa en el desierto. Vive segura de padecer una enfermedad que mimetiza el efecto de unos parásitos escondidos bajo la piel: para aliviarse dormía en el suelo, desnuda, azotada por sus bichos imaginarios. Mitchell, sí, obsesionada con la niña que tuvo y que dio en adopción en el 65, cuando malvivía en comunas de pintores que se alimentaban con leche en polvo y galletas. A la niña la conoció en 2001, pero ya era muy tarde. Las neurosis familiares son un negocio demasiado complejo como para improvisarlas a edades tardías. Tampoco le ha ido mejor con la industria, a la que acusa de fomentar el desfile de nenas descerebradas que a falta de mejor talento dedican sus tardes a «frotarse la entrepierna» y «enseñar las tetas».  Nos queda, no es poco, su música; redescubrir a una cantautora mística, glacial. Su voz, mármol blanco, agoniza lastrada por el humo del tabaco, igual de rota que la de un Dylan al que acusa de jeta y del que, intuyo, envidia su capacidad de reinvención, su proteica capacidad para seducir, mientras ella ejerce de exiliada y consagra sus angustiados días a pintar óleos y hablar con los pájaros.

Anterior entrega de Un gusano en la Gran Manzana: Las cintas del sótano.

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