Un gusano en la Gran Manzana: Entradas a diez mil dólares

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“La industria es un reducto que apuesta por el pelotazo de las reediciones imposibles, las filigranas barrocas y los conciertos a los que solo asisten banqueros, ejecutivos, abogados…”

 

A raíz de la reventa de entradas para ver la gira de despedida de Grateful Dead, Julio Valdeón Blanco reflexiona esta semana sobre el “desfile” que se produce en los conciertos cuyas entradas alcanzan una reventa astronómica y el comercio que se genera a su alrededor.

 

 

Una sección de JULIO VALDEÓN BLANCO.

 

 

–1 de marzo

Hablábamos el otro día de Grateful Dead y otras vacas sagradas de los sesenta. Leo que las entradas para su despedida cotizan a 10.000 dólares en la reventa. ¿El precio de la nostalgia? Más bien la constatación de que el destino del rock era convertirse en pasto de coleccionistas y turistas pudientes que compran a precio de esmeralda colombiana o ático marbellí el selfie con el que beneficiaran su colección de autorretratos digitales.  No hay otra. La industria es un reducto que apuesta por el pelotazo de las reediciones imposibles, las filigranas barrocas y los conciertos a los que ya solo asisten banqueros, ejecutivos, abogados y otros extraños seres a los que distingues desde el gallinero. Tú con tus prismáticos y ellos en las primeras filas.

Me viene a la memoria uno de los últimos conciertos a los que he asistido, en el Upper West Side. Entre fanáticos del artista y peregrinos extasiados abundaban también las modelos monísimas, aupadas a tacones automáticos y con cara de espantoso, mortal aburrimiento; los tipos con pinta de haber trapicheado esa misma tarde con la deuda soberana de un país del Tercer Mundo mientras compraban los bonos de otro al que pretendían eviscerar en el matadero de Wall Street; los fulanos que cada dos canciones, especialmente las baladas, sentían la urgencia de levantarse rumbo al bar como si aquello fuera una repetición de “Días sin huella” y ellos los fanáticos propietarios de un hígado en proceso de demolición acelerada.

Qué difícil abstraerse de semejante desfile y no caer en el odio de clase, en plan por qué demonios este personal, al que le importa una higa lo que suceda en el escenario, la interpretación del cantante, los caprichos del guitarrista, el orden del repertorio, puede permitírselo y servidor tiene que elegir entre perderse la mayoría de los conciertos o cimentar una bonita trayectoria como resuelto atracador de bancos. Bah. Mejor concentrarse en la música y felicidades a los afortunados que despidan a los Dead. Por más que en el 95 palmase su principal dinamo, Jerry Garcia. Aunque el espectáculo, morboso, lujoso y tramposo, tenga mucho de nostalgia recalcitrante y misa pintoresca, de mentira a mayor gloria de un pasado que ya sólo entiende de gusanos.

 

–2 de marzo

Un apunte que olvidé ayer: la reventa está ligada por vía intravenosa a las carroñeras políticas de unos intermediarios que copan el mercado y colocan en cuestión de segundos muchas de las entradas en sus propias webs paralelas, donde el negocio, solo al alcance de las más reputadas tarjetas black madrileñas, cotiza feroz. Mucho introducir unos caracteres para detectar ordenadores o androides o leches; mucho hacer pucheros cuando Bruce Springsteen saca una carta poniéndote a caldo. A la hora de la verdad, las diez en punto, o sea, al salir a la venta las entradas, arranca la maquinaria de unos monopolios adictos a rebañar el sumidero de los beneficios posibles y después también, por sport, los inconfesables. Cuando comprendes que, supongamos, asistir a un recital de los Rolling Stones te costaría igual que comprar de nuevo toda su discográfica, que ya posees en cuatro o cinco ediciones, es el momento de decidir si canjearás tus últimos restos de dignidad y tus ahorros por la supuesta magia de un espectáculo exprimido hasta el coma inexorable. Naturalmente te lanzas a degüello y ya veremos más adelante qué hacemos con el bendito alquiler y cómo le explicas al casero que Keith sólo hay uno.

 

–4 de marzo

Dicen por España que no sé quién, enarbolando no sé qué cataplasma, nos representará en Eurovisión. Que si la canción de Eurovisión, más que mala, es vomitiva. Que la cantante da pena. Que los arreglos, asco. Algunos periódicos incluso le dedican artículos en plan sesudo. Con mucha indignación y mucho dato. Como si Eurovisión no fuera un comedero de patos cuya estética raya a la misma altura que la del vestuario de los patinadores sobre hielo o las tertulias de los comentaristas de un reality show tras la ingesta de una fabada. El único pecado de Eurovisión, empero, igual que el de esos programas de televisión que confundían la vocación de rockero o cantautor con la de ameno vocalista de orquesta de casino o plaza mayor, es el de quienes la utilizan para, pudiendo hablar de algo nutritivo en los medios –privilegiados propietarios de un espacio– matan el tiempo escribiendo obviedades. Yo mismo, vaya. Lo sé y me disculpo.

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