Un gusano en la Gran Manzana: Dylan, Cash y los gatos más «cool» de Nashville

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«Cuesta imaginar un espacio común en que las diversas tribus celebren por igual el arte de Joaquín Sabina, Los Planetas, Vicente Amigo, Víctor Manuel, Javier Corcobado, Negu Gorriak, Tequila y La Bien Querida»

 

El próximo marzo abre una magna exposición en Nashville sobre el maridaje del rock y el country. ¿Imaginan algo semejante en España, con sonidos locales? Ya, es broma.

 

 

Una sección de JULIO VALDEÓN BLANCO.

 

 

—Lunes, octubre 13
Toda profesión cultiva mitos. Una edad de oro en la que la diligencia fue el medio de transporte y nosotros los conductores de Claire Trevor por Monument Valley. Lo pienso al recibir el link de un disco que voy a reseñar. Imagino como sería abrir la puerta al cartero, encerrarte con la mercancía, romper el cartonaje, rasgar el plástico, aspirar el perfume del disco recién cocinado. No digamos ya si era un vinilo. Ocupaban demasiado, dicen los partidarios del link. ¿Seguro? Platos, cojines, alfombras, menaje de cocina, eso sí, y nadie ha inventado el milagroso link que, suprimiéndo la cacharrería, deje libre más espacio para estanterías, empalizadas donde almaceno lo único que hace de mi casa una trinchera. Me sorprende, en fin, lo mucho que molestaba acumular discos y libros. Será que el personal ni respiraba, braceando en mitad de unas colecciones que presumo mastodónticas. Qué suerte.

—Martes, octubre 14
Cómo me gustaría regresar a Nashville. Hasta el 31 de diciembre, en el Country Music Hall of Fame, puedes visitar la exposición «The Bakersfield Sound: Buck Owens, Merle Haggard and California Country». A partir del 27 de marzo de 2015, «Dylan & Cash and the Nashville Cats», una feliz reflexión sobre la mezcla del rock con el country y cómo cuajó a partir de que Dylan siguiera el consejo de su productor, Bob Johnson, y trasladara las sesiones de grabación de «Blonde on blonde» a Nashville. Bob llegó acompañado por Johnson, Robbie Robertson y Al Kooper. Allí se les unieron ases como Charley McCoy, Kenneth Buttrey, Jerry Kennedy o Hargus «Pig» Robbins. El paradigma de lo hipster, cuando la palabra tenía sentido, dio forma al disco que quizá mejor atrapa el sonido que ardía en la gramola dylanita gracias a los sesioneros de la ciudad más repudiada por los modernos. Poco después Johnny Cash lanzaba su influyente programa de la televisión para la ABC, «The Johnny Cash Show», por el que desfilaron el propio Dylan y también Louis Armstrong, Neil Young, que además grabaría allí «Harvest», Ray Charles, Eric Clapton, Joni Mitchel, los Byrds, Simon & Garfunkel, Joan Baez, etc. Para Cash no había problema en combinar a emperadores del country como George Jones con James Taylor, Leon Russell o Linda Ronstadt. Los músicos acostumbran a ser menos sectarios de lo que imaginan una vez que enchufan los instrumentos. Si la música fluye con brío los prejuicios se van al guano. Otro tanto sucedió, multiplicado, con el soul, auténtico ejercicio colaborativo entre negros y blancos que anticipaba el triunfo de los derechos civiles. En el caso del blues, el rhythm and blues y el jazz resulta imposible contar su prodigiosa historia sin glosar la participación de los judíos de sellos como Chess y Atlantic, que compartían con sus artistas la conciencia de ser una minoría incómoda y marginada. Respecto al soul, y al rock and roll primigenio, aquellos adolescentes blancos, pura «white trash», compartían muchas más claves culturales con sus vecinos y socios afroamericanos que con los sofisticados anglos de la Ivy League.

Hay que procurar no quejarse siempre, pero esta celebración del maridaje entre los revolucionarios del rock y los superdotados instrumentistas del country provoca melancolía si pienso en España. Primero, porque nuestros ideas preconcebidas, nuestra sobredosis de hiel, la debilidad que sentimos por hacer escarnio del vecino, la inmadurez radical que esto demuestra, dificulta imaginar un espacio común en que las diversas tribus celebren por igual el arte de Joaquín Sabina, Los Planetas, Vicente Amigo, Víctor Manuel, Javier Corcobado, Negu Gorriak, Tequila y La Bien Querida. Aparte, no imagino de donde saldrían los recursos para crear un museo, persuadidos de que la cultura, la música, es historia y también fuente de ingresos, que la gente pagaría por ver las guitarras de Ricard Puigdomènech y Sabino Méndez, el manuscrito original de ‘Habanera del primer amor’, ‘Yo no soy esa’, ‘Qué nos va a pasar’, ‘Su culo es miel’ o ’19 días y 500 noches’. Dudo, en fin, que el gentío viajara para contemplar una exposición sobre el «rock venenoso», la figura de Mario Pacheco, qué demonios fue Hispavox y por qué importa, el fulgor y caída de Bambino o Silvio, la épica historia de Miguel Ríos, la Granada de Lagartija Nick y Morente y Lapido, la implosión del rock radical vasco, las portadas de Óscar Mariné o Javier Aramburu, la alucinante trayectoria de alguien tan fundamental como Gonzalo García Pelayo, qué sé yo, mil historias, mil hazañas, que no merecen perderse en el marasmo de un país adicto al flagelo. Ustedes y yo iríamos, pero desengáñense, somos raros. Aparte, ¿pagar por una entrada? Quite, quite, con lo barato que es el fútbol.

Anterior entrega de Un gusano en la Gran Manzana: Viejos tiburones y jóvenes hipsters.

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