Un gusano en la Gran Manzana: De Marty Stuart al camello de Prince

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«Pocos artistas merecen más el calificativo de genio, pero de tanto escucharlo Prince se decidió por corroborar la idea, medio romántica medio tópica, que tenemos del particular»

 

Entre científicos que adoran a Dylan, Marty Stuart mal comprendido y Prince vestido de Blancanieves y pidiendo que un asistente consiga un camello (de los de cuatro patas) transcurre esta entrega del «gusano en la Gran Manzana».

 

 

Una sección de JULIO VALDEÓN BLANCO.

 

 

—Viernes 26.
Lo de siempre. Uno no puede obviar a Bob Dylan ni una semana; especialmente cuando lee en el «Washington Post» que un grupo de científicos del Karolinska Institute lleva diecisiete años usando citas del de Duluth en sus trabajos. Un ejemplo: «Tangled up in blue: Molecular cardiology in the postmolecular era». El que más citas haya acumulado cuando se jubilen ganará una cena.

—Sábado 27.
Marty Stuart publica nuevo disco. A lo largo de su carrera Marty ha acumulado tantos méritos, y tocado con tantos gigantes, que ha terminado por personificar el género. Marty no toca country. «Es» el country. Como llevo meses peleándome con un nuevo libro y empiezo a sufrir el síndrome Fran Lebowitz, copio aquí un brevísimo adelanto de lo que allí dedico a Stuart. A ver si al verlo publicado me animo y remato de una santa vez: «Casado en segundas nupcias con Connie Smith (la primera fue Cindy, hija de Johnny Cash) a la que conoció en 1988 durante la grabación del disco que marcó el regreso de su actual señora, producido y coescrito por él, ejerce más y más en la intransigencia hacia el sonido abrillantado con sacarina, endulzado con merengue. Stuart, en definitiva, garantiza country no zarzuelero (…) que merece defenderse incluso contra la opinión prejuiciosa de tus amistades más subnormales, incapaces de reconocer la embriagadora melancolía de un género que creen, los muy idiotas, secuestrado por espectros de Biblia al hombro y fusil en bandolera, como si los Flying Burrito Brothers, Gram Parsons, Emmylou Harris o mis Stones favoritos no hubieran demostrado hace décadas que el country nutre las venas del rock and roll y trae la herencia de los inmigrantes europeos, los juegos especulares del vals vienés, los cantos hillbillies de los Apalaches, para incorporarlos al núcleo fundacional del rock tras copular a medianoche con el r&b y el blues».

—Domingo 28.
Vuelve Prince. Yo con Prince tengo un contencioso mal sanado desde que pasó a ser El Artista Antes Conocido Como Prince y uno no sabía bien cómo pedir en la tienda su último disco, que además no había llegado porque El Artista Antes Conocido Como Prince peleaba con tal audacia contra la esclavitud del sistema, el mercadeo capitalista, la intrínseca maldad de las disqueras y bla bla ba que había resuelto no publicar sus discos, o hacerlo de incógnito, o regalarlos con un periódico inglés un domingo bisiesto. Pocos artistas merecen más el calificativo de genio, pero de tanto escucharlo Prince se decidió por corroborar la idea, medio romántica medio tópica, que tenemos del particular, o sea, que un genio ha de ser un tío que de madrugada, en Minneapolis y vestido como la bruja de Blancanieves, masculla un texto de Joseph Smith, alabado sea, y a continuación llama por teléfono a su asistente para exigirle un camello. O un dromedario. No me lo invento: se lo contó a Kevin Smith el citado asistente, no sé si como advertencia o metáfora, parábola o ejemplo de lo mal que algunos digieren la adoración unánime. Yo ya sé que cuenta el arte, no el artista, pero cuando pincho uno de sus nuevos discos me cuesta ignorar semejante despliegue de genio.

—Lunes 29
Durante los últimos años hemos chupado tanta lágrima que a nadie le importará que el «New York Times» explique que otro estudio de grabación será demolido. Ocurre sin embargo que el sitio en cuestión es el RCA Studio A, en Nashville. Planeta sagrado del country, sus maderas nobles incubaron decenas de discos fabulosos. A su primo, el RCA Studio B, lo salvaron de la especulación por el siempre eficaz procedimiento de momificarlo. O sea, pasó a ser un museo. A los adolescentes que hoy lo visitan un guía les explica que hubo un tiempo muy muy lejano en el que unos señores muy pero que muy raros vivían de la música y alquilaban ese carísimo espacio porque, sí, podían permitírselo y además, imagina, les importaba la calidad del sonido, la acústica, la reverberación de las voces, el rango dinámico, la profundidad de los bajos, en fin, cositas bastante marcianas. Los chavales, claro, escuchan al guía sin dar crédito y hasta le preguntan si pueden hacerse un «selfie» con él, convencidos de hallarse ante un psicótico. Su pasmo crece cuando pasa a contar que aquellos fulanos tocaban country, cuando está clarísimo que la bisabuela esa a la que llaman Loretta Lynn no tiene nada que ver con Taylor Swift, que eso sí es country, y no Marty Stuart, y del bueno. Más tarde anotan en el Facebook: «Que dice el pavo que unos fulanos se reunían aquí y luego vendían unos plásticos negros que había que girar cada poco. Los muy zumbados presumían de ganar pasta por tocar la guitarra eléctrica. ¿Vinilos? ¿RCA? ¿Studio B? Yo creo que era un manicomio. Antes de irse nombraron guía al último de los celadores».

Anterior entrega de Un gusano en la Gran Manzana: Leonard Cohen, una vida en fotogramas.

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