Traveling Wilburys

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Traveling Wilburys
De todos los supergrupos que han sido en la historia del rock, ninguno tan divertido, insospechado y falto de pretensiones como los fabulosos Traveling Wilburys, quinteto convertido en cuarteto a la fuerza en su segundo y último trabajo, que ahora cobra actualidad de nuevo gracias al esfuerzo editorial del sello Rhino, que acaba de publicar en un bonito estuche digital los dos buscadísimos álbumes originales de la banda de los hermanos Wilbury, añadiendo cuatro piezas raras y un DVD con material documental inédito.

 

TEXTO: LUIS LAPUENTE.

 

Como casi todos los proyectos que acaban mereciendo la pena, los Traveling Wilburys nacieron casi por casualidad a principios del mes de abril de 1988, cuando George Harrison buscaba un garito disponible donde registrar un bonus track que editar como single para consumo del mercado europeo, en paralelo a su álbum Cloud Nine. Aconsejado por su amigo y productor Jeff Lynne (ex líder de la incomprendida Electric Light Orchestra), George recaló en Malibu, en el pequeño estudio de grabación de su viejo amigo Bob Dylan. Ya que estaban entre colegas, ambos (Harrison y Lynne) reclutaron por el camino al guitarrista Tom Petty, uno de esos pequeños grandes dioses del pop cuyo nombre en la firma de un disco siempre es garantía de buen gusto y elegancia melódica. A ellos se añadió a última hora el gran Roy Orbison, una genuina gloria de la era del rock’n’roll, de nuevo en la onda gracias a la inclusión de algunas canciones suyas en películas de éxito (“In dreams”, en Blue velvet; “Pretty woman” en el film homónimo). Este último fichaje resultó bastante sencillo debido a que por aquel entonces Orbison andaba dando los últimos retoques a su nuevo disco, el extraordinario Mystery girl, producido, lo adivinaste, por el todoterreno Jeff Lynne.

Metidos ya en faena, George, Bob, Jeff, Tom y Roy registraron una hermosa composición del ex Beatle, titulada “Handle with care”, con el concurso añadido del guitarrista Mike Campbell y el baterista Ian Wallace, pero su destino fue bien distinto del inicialmente previsto: en lugar de aparecer como el nuevo single de George Harrison, se postuló como el primer tema del álbum de debut de los Traveling Wilburys, el fabuloso divertimento de Bob Dylan (Lucky Wilbury), Tom Petty (Charlie T. Junior Wilbury), Jeff Lynne (Otis Wilbury), Roy Orbison (Lefty Wilbury) y, claro, George Harrison (Nelson Wilbury). El resto del LP tomó forma meses después en el estudio californiano de Dave Stewart, producido por Harrison y Lynne, y con participación estelar de músicos tan reconocidos como Jim Keltner (batería), Ray Cooper (percusión) y Jim Horn (saxo).

 

El quinteto de la muerte

Traveling Wilburys volume 1, que así se tituló el álbum, fue uno de los discos más democráticos de la historia del pop, vehículo especialmente grato para el lucimiento, sin grandes exhibiciones, ni falta que hacía, de sus cinco protagonistas. Dylan, que pugnaba por escapar de un pequeño bache creativo y comercial, marcado por dos de sus trabajos menos apreciados (Down in the groove y Dylan & The Dead), se sintió particularmente libre y jovial en composiciones quizás menores pero extrañamente adhesivas (“Dirty world”, “Congratulations” y “Tweeter and the monkey man”), y además se permitió disfrutar de uno de sus pasatiempos más queridos, el de prestar su voz y su talento a grabaciones ajenas, esta vez en idéntico plano de semianonimato. Roy Orbison fue, sin duda, una de las estrellas de la grabación, estremecedor en las baladas amorosas (“Not alone anymore”, qué barbaridad) y majestuoso en los cortes que embelleció aquí y allá con su garganta herida de dolor. En cuanto a Harrison, Lynne y Petty, hicieron lo que siempre se esperó de ellos: aportar el discreto encanto de sus voces educadas en el pop de colores brillantes, la magia de sus guitarras cristalinas y el fervor de sus composiciones siempre a un paso de cualquier canon. De aquella legendaria reunión surgió, claro, un disco inmaculado, uno de esos cancioneros que el tiempo convierte inevitablemente en clásicos.

Bendecidos por un merecido éxito comercial, los Wilburys se las prometían muy felices (y nosotros aún más) cuando, el 6 de diciembre de ese mismo año (1988), llegó la terrible noticia de la muerte de Roy Orbison. La coda final  a aquella primera grabación fue, un año después, el single “Nobody’s child”, registrado en las sesiones de 1988, pero cedido a una organización benéfica en la que colaboraban las esposas de George y de Ringo Starr, que ayudaba a los niños abandonados en orfanatos de la Rumanía recién liberada de la dictadura de Ceaucescu. A renglón seguido, y una vez desechada la incorporación de Del Shannon (también trágicamente desaparecido después de haber grabado con ellos una versión, inédita en discos oficiales, del clásico “Runaway”), los cuatro supervivientes de la aventura se reunieron en los estudios californianos de Bel Air para grabar el irregular Traveling Wilburys Volume 3 (broma numérica que obviaba un hipotético segundo volumen pirata nunca publicado), un trabajo ya decididamente menor en el que los muchachos decidieron cambiar sus identidades por las de Spike Wilbury (Harrison), Clayton Wilbury (Lynne), Muddy Wilbury (Petty) y Boo Wilbury (Dylan), y en el que, Dylan aparte (“She’s my baby”, “Inside out”), poco hay que cortar a menos que uno (como el abajo firmante) se confiese fan irredento de estos cuatro benditos gamberros.

Descatalogados desde hace demasiado tiempo ambos discos, éste parece un buen momento para degustar de nuevo el maravilloso pop sin pretensiones de los Traveling Wilburys, gracias al hermoso artefacto puesto en circulación por Rhino, con todas las bendiciones de las viudas de Harrison (Olivia) y Orbison (Barbara).

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CINCO DELICATESSEN
DE LOS TRAVELING WILBURYS EN SOLITARIO,
POR LUIS LAPUENTE


ROY ORBISON
Mystery girl (Virgin, 1989)
A black and white night live (Virgin, 1989)

La reaparición discográfica de Roy Orbison al más puro estilo de los años dorados en Monument, en dos álbumes acabados con esmero, sembrados de piezas mayúsculas (“You got it” está a la altura de todos sus clásicos) y con colaboraciones de postín. El primero lo producen Jeff Lynne y Tom Petty, que también componen con Orbison y  Elvis Costello (éste, “The comedians”), pero lo mejor es un descenso a la lírica de amor atormentado de sus años dorados, en el tema “She’s a mistery to me”, interpretado al alimón con Bono y The Edge, de U2. El segundo, en directo, es sencillamente soberbio, quizás el mejor trabajo de su carrera.

 

BOB DYLAN
Blonde on blonde
(Columbia, 1966)

Uno podría elegir cualquiera de sus grandes trabajos de (temprana) madurez, los que van de Bringing it all back home a Blood on the tracks, pero es imposible resistirse a la profundidad lírica y la intensidad musical de esta absoluta obra maestra, sembrada de canciones memorables (“Just like a woman”, “I want you”, “Absolutely sweet Mary”, Visions of Johanna” y la maravillosa “Sad-eyed lady of the lowlands”, por citar sólo un puñado), en las que Dylan desvela de una vez las claves del amor y sus misterios y despliega toda su rabia a golpes de electricidad onírica (“Stuck inside of mobile with the Memphis blues again”, “Leopard-skin pill-box hat”). Obligatorio, se mire por donde se mire.

 

GEORGE HARRISON
Cloud nine
(Dark Horse, 1987)

Claro que es imposible olvidarse del titánico All things must pass, rutilante debut del ex Beatle más discreto, con un aluvión de canciones memorables (desde la archifamosa “My sweet Lord” hasta las extraordinarias “What is life”, “Isn’t it a pity” o el clásico de Dylan “If not for you”), pero este álbum de la Era Wilbury quizás menos reconocido parece un buen comienzo para aquellos que empiecen a amar la música cristalina, por momentos barroca y bondadosa de George Harrison, en uno de sus grandes momentos de inspiración pop, con piezas instantáneas como “Cloud nine”, “Got my mind set on you”, “Devil’s radio” y, sobre todo, la evocadora “When we was Fab”. Produce el caballero Jeff Lynne.

 

ELECTRIC LIGHT ORCHESTRA
Eldorado
(Jet, 1974)

Más un disco concebido a imagen y semejanza de Jeff Lynne que un trabajo añadido al catálogo del que fue su grupo más mimado, la Electric Light Orchestra. Ya liberado del aliento febril del gran Roy Wood (que abandonó la banda tras el primer álbum), Lynne se las apañó para ir moldeando el sonido del grupo según los cánones definidos por los Beatles de Magical mistery tour y Sgt. Pepper’s lonely hearts club band. El pop barroco, abigarrado y orquestal de aquellos discos legendarios tuvo continuación lógica en esta hermosa suite enriquecida musicalmente por una pequeña orquesta de 30 músicos, cuyo mayor hallazgo comercial y melódico fue el tema “Can’t get out of my head”.

 

TOM PETTY
Damn the torpedoes
(MCA, 1979)

Cuando grabó este álbum al frente de sus irresistibles Heartbreakers, Tom Petty ya era una figura reconocida dentro del pop anglosajón, rara especie de devoto del pop de guitarras en los años del after punk, glorioso superviviente desde entonces de una manera de entender la música popular que bebe en la inspiración melódica de Brian Wilson, el desparpajo vital de Ray Davies, la elegancia country-pop de The Byrds y la contundencia instrumental de The Rolling Stones. Virtudes atesoradas en el que probablemente sea su trabajo más sólido, un clásico mayúsculo marcado por el encanto de canciones impagables como “American girl”, “Here comes my girl” o “Listen to her heart”.

 

Más información del grupo en las páginas:
www.thewilburys.com
www.travelingwilburys.com

 

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