«Un viaje coherente a lo largo de treinta y cinco años de música inédita que, por decisión del propio Springsteen –y por algo sería–, había permanecido oculta»
Bruce Springsteen aprovechó la pandemia para poner en orden material nunca publicado, tal vez porque nunca hubo una razón para ello. De este conjunto, ahora editado en una caja prohibitiva para el aficionado medio, es el material acústico, el más sobrio y reflexivo, el que cobra más sentido e interés en esta innecesaria versión alternativa de su carrera. Javier Márquez Sánchez lo analiza.
Texto: JAVIER MÁRQUEZ SÁNCHEZ.
En la primavera de 2020, encerrado por culpa de una pandemia que puso el mundo en pausa, Bruce Springsteen se refugió en su estudio de Nueva Jersey. Con el mundo detenido, lo que tenía ante sí era un archivo descomunal: cintas, carpetas y grabaciones antiguas que se habían ido acumulando a lo largo de más de treinta años. Algunas estaban mezcladas, otras casi terminadas. Había canciones que había compartido con amigos íntimos, temas que había dejado en un cajón “para otro momento”. Ese momento, al parecer, ha llegado. El 27 de junio se publica Tracks II: The lost albums, una caja monumental compuesta por siete discos completos —más de ochenta canciones, de las cuales 74 son inéditas— que reconstruye, dicen, la historia paralela de Springsteen. Una historia que no habíamos escuchado hasta ahora, y que, de alguna forma, completa huecos, pausas y cambios de rumbo de su carrera.
Cada uno de los siete discos incluidos fue concebido como un álbum en sí mismo, con su propio tono, estilo y narrativa interna. Al contrario que el Tracks original, Tracks II no suena como un cajón de sastre: supone un viaje coherente a lo largo de treinta y cinco años de música inédita que, por decisión del propio Springsteen –y por algo sería–, había permanecido oculta. Desde 1983 hasta 2018, estos discos fueron gestándose en la sombra mientras el público recibía otra versión del mismo artista: la más oficial, la más pública; la definitiva. Por el contrario, en estos discos escuchamos a un Bruce más íntimo, a un artista que duda, que prueba caminos sin saber si conducirían a alguna parte; que graba discos enteros y luego decide que no son lo que buscaba (a falta de la perspectiva de la jubilación).
Todo comienza con LA garage sessions ’83, registrado en la transición entre la oscuridad desnuda de Nebraska y la explosión comercial de Born in the U.S.A. Aquí escuchamos a un Bruce entre dos mundos, grabando en un garaje de Los Ángeles con una crudeza que remite a sus cintas caseras más íntimas. Las canciones, algunas conocidas en versiones piratas, como “Johnny bye bye” o “Shut out the light”, suenan ahora con una mezcla de desamparo y electricidad contenida. No hay aquí la exuberancia del álbum que le llevaría a llenar estadios; más bien hay un ejercicio de autoescucha. Es como si Bruce necesitara saber quién era antes de dar el siguiente salto.
El segundo disco, Streets of Philadelphia sessions, nace a mediados de los 90, en el contexto del inesperado éxito de su tema homónimo para la película de Jonathan Demme. Lejos de limitarse a una canción, aquellas sesiones dieron lugar a un puñado de grabaciones insólitas: loops de batería, sintetizadores, bases electrónicas. Una especie de laboratorio sonoro donde se hibridarán folk y electrónica y se juega con las texturas digitales. Desde luego este no era el Bruce que el público esperaba en 1994… no digamos treinta años después.
«Como si el propio Springsteen supiera que el arte no siempre necesita explicación, solo tiempo. Y ahora, por fin, ese tiempo ha llegado»
La cosa mejora con Faithless, un disco instrumental realmente hermoso que supone la banda sonora de una película que nunca existió, una especie de wéstern espiritual que mezcla paisajes sonoros, guitarras desérticas y melodías casi espectrales; un terreno en el que siempre ha sabido defenderse bien. Asistimos a Bruce como compositor cinematográfico, dibujando atmósferas sin palabras (Ya llegaría Outlaw Pete). Escucharlo es como atravesar un paisaje vacío al amanecer, con el corazón lleno de preguntas.
Sigue el buen sabor de boca con Somewhere north of Nashville, que nos devuelve al terreno de lo narrativo en clave de country, pedal steel incluida junto a guitarras limpias y una contención emocional que recuerda a los discos más sobrios de Johnny Cash o Emmylou Harris. Springsteen se deja impregnar por las raíces rurales americanas sin necesidad de impostar acento ni vestuario; es la época del soberbio Devils and dust (2005). Son canciones que suenan a carretera secundaria, a moteles de paso, a conversaciones a media voz. Un Bruce menos urbano, pero igualmente universal.
Inyo prolonga esa mirada hacia la frontera. El título hace referencia a una región desértica de California, y las canciones se mueven entre el folk fronterizo, el rock crepuscular y las historias mínimas de hombres solitarios. Hay algo de Cormac McCarthy en estas letras, y algo de Ry Cooder en el sonido. Es un disco seco, polvoriento, lleno de silencios. Podría quedar para su biografía como uno de los más literarios de toda su carrera junto a The river.
La cosa cambia con Twilight hours, el más sofisticado y orquestal del conjunto. Fue grabado en paralelo a Western stars y comparte con aquel su estética de crooner maduro, con arreglos de cuerda, melodías nostálgicas y una clara influencia del cine clásico americano. La voz de Bruce flota entre violines como si estuviera narrando su propia despedida, aunque sin dramatismo. Es un álbum elegante, introspectivo, casi jazzístico por momentos, con canciones como “Sunday love” que podrían haber sonado en un viejo tocadiscos de los años cincuenta. Desconcierta tanto concierto.
Y para cerrar, Perfect world, el disco más cercano al Springsteen clásico, con toda la potencia de la E Street Band y ese sonido de estadio que electriza al oyente. Aquí no hay dudas ni titubeos: Bruce se abraza al rock directo, al estribillo coreable, a los riffs contagiosos. Canciones como “Rain in the river” recuerdan por qué su música ha sido capaz de sobrevivir a todas las modas. Es como si el último disco de la caja hiciera las paces con todos los anteriores, cerrando el círculo. Pero no deja de ser un descarte. Es decir, es, sin serlo.
El trabajo de producción de esta “discografía alternativa” ha corrido a cargo de Ron Aniello, con ingeniería de Rob Lebret y supervisión de su eterno cómplice Jon Landau. La caja estará disponible en formatos de siete cedés o nueve vinilos, y vendrá acompañada de un libro de más de cien páginas con fotos inéditas, notas del crítico Erik Flannigan y una introducción personal del propio Springsteen. Además, se publicará una versión condensada, Lost and found, que recoge veinte de las canciones más destacadas.
Si Tracks (1998) nos mostró el lado oculto de sus grandes discos, Tracks II revela la existencia de discos completos que nunca fueron. Tal vez por una buena razón. Quizá, porque se trataban de meras pruebas, de búsqueda de caminos, de experimentaciones. Pero las cábalas económicas amilanan a cualquier asomo de rubor. Pero, eso sí, el artista afronta el proyecto con una honestidad brutal, sin necesidad de justificar por qué quedaron fuera. Como si el propio Springsteen supiera que el arte no siempre necesita explicación, solo tiempo. Y ahora, por fin, ese tiempo ha llegado.