“The waiting room”, de Tindersticks

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DISCOS

“Texturas de un romanticismo extremo, nocturnas, con recitados en la que una voz grave despliega cantos de evocación plástica, muy cinematográficas”

 

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Tindersticks
“The waiting room”
CITY SLANG/LUCKY DOG

 

 

Texto: CÉSAR PRIETO.

 

 

La carrera de Tindersticks ha llegado a un punto de estabilidad suprema. Tanto la voz de Stuart Staples, como los arreglos, como el grupo se han acogido a unos parámetros muy estrictos de armonías y sonidos y de ellos no suelen salir. Y llevan ya, con este, diez discos. Para los devotos cada uno de ellos es una bendición del cielo, los ajenos a sus criterios estéticos pues abarcaran la horquilla que va de la curiosidad a la indiferencia.

¿Y cuál es este sonido que al parecer se ha asentado, para gozo de sus afines? Pues texturas de un romanticismo extremo, nocturnas, con recitados en la que una voz grave despliega cantos de evocación plástica; muy cinematográficas –no en vano son artífices de varias bandas sonoras–, y a las que le sientan bien las voces femeninas. Vamos, como un Nick Cave al que se le hubiera quitado todo el salvajismo. Buena prueba de ello es ‘The waiting room’, como también es prueba de que esos estribillos que aportaban luminosidad en otros discos, adictivos en su melancolía, aquí se hacen de rogar y su ausencia deja el conjunto con un aire mucho más sacro, como una especie de gregoriano profano.

De este calibre son ‘Help yourself’ –con unos fondos más cercanos al jazz o al soul sofisticado de los setenta– o ‘How he entered’, de piano desgarrador. ¿Qué hace especial al grupo, dirán ustedes? Pues los detalles, un oído atento y preocupado advertirá que tras este desespero afectado hay soluciones sonoras que son las que dan originalidad a las canciones, las que las hacen especiales. Esa armónica y esa percusión, por ejemplo, de ‘Follow me’, con una nostalgia de western terminal al que el piano aporta delicadeza son precisiones que hacen ir a la canción un poco más allá de sus propósitos; al igual que la línea de bajo como un tren cruzando el ocaso, las iluminaciones a lo lejos de las guitarras y los vientos que ocupan todo al final en ‘Second chance man’.

También se atreven con el exotismo de las percusiones tribales en ‘We are dreamers!’, donde el crescendo de la voz de Jehnny Beth –de Savages– se enreda entre la tormenta de los tambores, o respetan la labor del crooner al uso en ‘Like only lovers can’, con una especial demora y una inasible elegancia en los punteos de guitarra, como un Bacharach renacido. En todo caso, si hemos de destacar alguna es ‘Were we once lovers?’, inesperada rareza muy cercana a una pista de baile sofisticada y decrépita a la vez, con colchón electrónico, indiferencia en la voz y un Hammond que matiza cada fraseo. Vamos, lo más cercano a Roxy Music que se pueden permitir. En todo caso, un nuevo disco para la colección de los que apreciamos estas ensoñaciones sentimentales y una nueva oportunidad para que se dejen envolver los que aún no hayan entrado en ellas.

 

 

Anterior crítica de discos: “Sistema”, de Joan Colomo.

 

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