The Cure, una de tantas historias

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“Robert acertó de pleno en una etapa de madurez bien representada en ‘Bloodflowers’ y ‘4:13 dream’, dignas de reivindicar. La sensación de que la existencia se nos escapa entre los dedos como arena es constante en cualquiera de sus periodos, lo que cambia es la forma en que se percibe o el tiempo que tarda esa arena en escurrirse del todo”

 

Con motivo de la próxima gira europea de The Cure, que ofrecerán tres conciertos en España, Juanjo Ordás se adentra en la discografía de la banda de Robert Smith y repasa los puntos fuertes (y débiles) de su carrera.

 

 

Texto: JUANJO ORDÁS.

 

 

Escribir algo sobre The Cure, vaya reto. Todas las obviedades sobre ellos ya se han escrito: que si sus dos facetas a media cara entre el rock en espiral y el pop gótico, que si el videoclip de ‘Lullabye’ marcó una época, que si han estado a punto de separarse millones de veces. ¿Qué otra opción hay? ¿Escribir sobre mi disco favorito de The Cure? ¿En serio, algo tan obvio? ¿Quién quiere eso?

Pienso en The Cure y lo primero que me viene a la mente son los conciertos maratonianos que se marcan en los últimos años. Echas un ojo a sus setlist y ves treinta y pico canciones. Demasiado. Lo poco gusta y lo mucho cansa. No me veo capaz de aguantar un show de tantas horas. Pero es anunciarse sus fechas españolas del año que viene y ya estoy listo para comprar las entradas y meterme entre pecho y espalda las horas que Robert Smith estime necesarias. No es cuestión de fanatismo, sino de aceptar que las cosas son como son. Si quieres The Cure, prepárate para no hacer más planes esa noche. Y si así es como Smith presenta a la banda hoy día, pues que así sea. Quiero escuchar ese repertorio, incluso puede que el show esté lo suficientemente bien armado como para que se produzca el hechizo y el sueño sea suave y se deje soñar. ¿No son canciones como ‘From the edge of the deep green sea’ y ‘High’ ensoñación pura? La doble mirada de The Cure, un ojo la pesadilla, otro la placidez romántica, uno el pop, otro el rock laberíntico. Recuerdo perderme en mi adolescencia en la espiral de ‘Hundred years’, saber de dónde partía y acabar en orillas extrañas, también pensar que la noche era distinta una vez sonaba en mi habitación ‘A night like this’. Esa reconfortante tristeza de Robert Smith, esa alegre melancolía que hacía que la ya de por sí misteriosa adolescencia lo fuera aún más.

Mi primer disco de The Cure fue el doble en vivo “Show”. Hasta entonces, mis nociones sobre The Cure eran las justas. Enfrentado al rock duro, las aristas de la música pop eran innecesarias en mi locura adolescente, aunque pronto fueron una salida necesaria para poder crecer cultural e intelectualmente. Abollado el cerebro por la electricidad en bruto, se hizo imperativo un escape artístico. A “Show” enseguida le siguió “Paris”, otro disco en directo, esta vez sencillo y que complementaba al otro. El primero era prácticamente un grandes éxitos, el segundo una cucharada de mantequilla negra, densa, que se pegaba al paladar y a la garganta, pero en cuya asfixia se encontraba esa faceta sofocante tan importante en The Cure. Y tan adictiva. “Paris”, con su tan romántico título, era un revés definitivamente oscuro. ¿Cómo negarse a volver a escuchar una y otra vez ‘Play for today’? Era épica. Tanto que cuando en su día escuché su versión de estudio del álbum “Seventeen seconds” me decepcionó. ¡Tan encogida con lo que daba de sí frente al público francés!

Fueron The Cure quienes me enseñaron que el bajista era una pieza clave en cualquier banda que se precie. Quedé tan hechizado por el trabajo de Simon Gallup en “Show” y “Paris” que nunca he vuelto a tomarme en serio a un grupo que no tenga bajista. Hablamos del instrumento sexy, sin bajo no hay rock and roll. Y Simon Gallup era la columna vertebral gracias a la cual el esqueleto bailaba. No solo estaba presente por volumen, sino que en muchas ocasiones sus líneas melódicas eran tan importantes –o más– que cualquier cosa que tocaran las guitarras. Haciendo memoria, me retrotraigo al momento en que me di cuenta de que lo que más emociona de una canción tan enorme como ‘Lovesong’ es el bajo, pero desde el minuto uno.

 

 

Partiendo de esos dos discos, el descubrimiento del resto de la discografía de The Cure fue progresivo y descolocado. No seguí ningún orden, ni falta que hacía. Bienvenido fue el recopilatorio “Staring at the sea”, resultó una locura escuchar una versión tan afterpunk y underground de la banda. Qué dinámicos, qué de recursos manejaban ya desde el principio. La cabeza del entonces trío tenía que hervir día y noche con ideas. Y ese carisma ensimismado de Robert, cantando casi más hacia dentro que hacia fuera. Pero esa era la única manera de cantar sobre la alienación personal, la soledad y la pérdida del norte. Esas letras te llegaban muy dentro, tenían una fuerza dramática que la voz de Robert succionaba cual animal moribundo. Recordemos en adaptación libre pero acertada versos hermanos como “Siempre es igual, estoy corriendo hacia la nada” (‘A forest’) y “Siempre es igual, estás tratando de parecerte a alguien” (‘Jumping someone else’s train’). Con los años, la desorientación dejaba paso al desasosiego sentimental e incluso existencial (‘Let’s go to bed’), pero poco a poco llegó una estabilidad que Robert supo incorporar a su mundo de tinieblas.

 

 

Hubo que hacer ajustes que salieron mejor, caso del exitoso “Wish” (su disco más comercial que dista un tanto de dar una idea exacta de lo que el grupo representa) y peor, caso del maltratado aunque reivindicable “Wild moon swings”, un disco desarticulado pero con buenos momentos. Ahí estaban Smith y sus amigos moviéndose entre secciones de viento bien presentes en el sencillo ‘The 13th’, que casi parecía fabricado para espantar góticos. La única manera de disfrutar del escaldado “Wild moon swings” era entender que Robert Smith estaba tratando de mantener a flote el proyecto tras el éxito brutal de “Wish”, y que haciendo equilibrios las cosas no tienen porqué salir del derecho. ¿Pero no son excitantes los caminos retorcidos? Había que estar preparado para aceptar que poner bocabajo el laberinto, tras atravesarlo durante años, podía proveer de canciones interesantes. Sencillamente, ‘Strange atraction’ y ‘Mint car’ son dos de los mejores sencillos pop del grupo.

Pero cuando Robert acertó de pleno fue en años sucesivos, en una etapa de madurez bien representada en “Bloodflowers” y “4:13 dream”, también dignas de reivindicar. La sensación de que la existencia se nos escapa entre los dedos como arena es constante, en cualquiera de sus periodos, lo que cambia es la forma en que se percibe o el tiempo que tarda esa arena en escurrirse del todo. Sin duda, gran parte del legado de The Cure se encuentra en esos “Bloodflowers” y “4:13 dream” en los que la soledad sigue ahí, pero la compañía no molesta, siendo incluso necesaria.

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