“The Beatles: Eight days a week”, de Ron Howard

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CINE

 

 

“Está construida con tal empuje visual que no importa volverla a contemplar a quienes ya la conozcan, y menos en pantalla grande, y dejará deslumbrados a quienes la vean por primera vez”

 

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“The Beatles: Eight days a week”
Ron Howard, 2016

 

Texto: XAVIER VALIÑO.

 

John Lennon lo asegura en la voz en off de una de esas citas que pueden pasar desapercibidas en el apabullante montaje, pero que bien se puede interpretar como la esencia oculta del filme: The Beatles tuvieron que crecer muy deprisa, como una planta de invernadero, en lugar de medrar a un ritmo más normal como lo haría esa misma planta en un entorno salvaje, no forzado. “Eight days a week”, la película que solo durante esta semana se puede ver en algunas pantallas españolas, viene a ratificar perfectamente esa metáfora.

¿Otra película de The Beatles? ¿Casi 55 años después de su primer disco? ¿Qué tiene de novedoso? Pues más bien poco, ciertamente. Es más de lo ya sabido, pero no por reiterado menos interesante. Planteado en el boceto previo como un año en la vida de la banda en la carretera, acabó extendiéndose hasta contemplar cuatro años de sus giras, un repaso vertiginoso por parte de los 166 conciertos que dieron en 90 ciudades de 15 países entre 1962 y 1966. Y no solo eso: esta historia no se podía limitar a narrar sus conciertos de aquellos meses sin hablar de su mánager Brian Epstein, su trabajo en el estudio con George Martin o sus películas “Qué noche la de aquel día” y “Help!”, ya que, de otro modo, quedaría coja.

Como documental de su explosión y conquista del mundo, especialmente sobre los escenarios (donde estaba el dinero que con los discos no llegaba del mismo modo), la cinta deslumbra al recoger imágenes y audios en parte inéditos, filmaciones coloreadas o momentos sobrecogedores como cuando en un estadio de Manchester todo el público entona ‘She loves you’ al unísono antes de que el cuarteto salga al escenario (curioso que en ese momento aparezcan en las imágenes exclusivamente hombres, cuando en casi todas las otras actuaciones lo que se ve una y otra vez son chicas histéricas).

También sorprende al revelar que el equipo de técnicos de soporte en sus giras estaba integrado únicamente por dos personas (uno de ellos tenía la orden de desconectar la electricidad si alguno se electrocutaba en un concierto pasado por agua) o que carecían de monitores en el escenario, con lo que Ringo tenía que seguir el movimiento de los traseros de sus compañeros para saber qué debía tocar.

Narrada con un estilo apto para todos los públicos y un lenguaje clásico, su director convence en el montaje, la selección del material elegido y las entrevistas con Paul McCartney y Ringo Starr, así como declaraciones de archivo de John Lennon y George Harrison que sirven de hilo conductor, además de otros invitados entre los que destacan dos: Elvis Costello, siempre certero en sus valoraciones, y una activista de color que sirve al realizador para mantener, quizás un tanto exageradamente, que su actuación en el estadio Gator Bowl de Jacksonville (Florida), en la que el público blanco y afroamericano asistió por primera vez a un concierto juntos y revueltos, sirvió para poner fin a la segregación en los Estados Unidos.

Como película respaldada por los Beatles vivos y los herederos de los dos desaparecidos, no hay nada que enturbie su imagen: aparece solo una referencia a la marihuana en su estancia en las Bahamas y solo otra al sexo, en este caso por parte de Lennon al afirmar que todos buscaban sacar algo de ellos, incluso las trabajadoras de los hoteles en los que se alojaban, aunque lo hace para aclarar que no perseguían exactamente relaciones de una noche. Sorprende también que en una historia versada en sus recitales sean tan escasas sus referencias a su estancia en Hamburgo, donde se curtieron a base de sesiones de ocho horas diarias, o a su residencia en The Cavern de Liverpool.

La historia de sobra conocida vuelve a incidir en episodios como las declaraciones de John Lennon de que eran más famosos que Jesús o la escapada a la carrera de Filipinas después del desagravio a la mujer del Presidente Marcos, pero está construida con tal empuje visual que no importa volverla a contemplar a quienes ya la conozcan, y menos en pantalla grande, y que dejará deslumbrados a quienes la vean por primera vez, si es que es posible que exista alguien en esa situación.

Su proyección se completa con treinta minutos de su actuación en el estadio Shea de Nueva York el 15 de agosto de 1965, con una calidad de imagen y sonido perfecta tras su restauración. Es todo un lujo asistir de nuevo a esa demostración de confianza y pasión juvenil, contrastada por dos breves planos de Brian Epstein desde un lateral del escenario plenamente satisfecho del trabajo bien hecho y de ver a sus protegidos convertidos en los amos del mundo del espectáculo. Todo eso solo podía suceder en aquella década en la que The Beatles apareció en el momento justo, cargados, eso sí, de un arsenal de melodías atemporales que siguen moviendo a las masas hoy en día y que serán recordadas durante siglos.

 

 

 

Anterior crítica de cine: “Bridget Jones’ baby”, de Sharon Maguire.

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