Strikes back, de Héctor Lavoe

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DISCOS

«Es un disco de despedida en el que el cantante está comenzando su decrepitud, pero también en su máximo esplendor»

 

Héctor Lavoe
Strikes back
FANIA, 2025

 

Texto: CÉSAR PRIETO.

 

¡Cómo tengo aún presente a Héctor Lavoe! ¡Cómo me ha acompañado siempre El Cantante, que así se lo llamaba por antonomasia! Por ello, no puedo más que celebrar que este su último disco en vida se haya reeditado con un gramaje correcto y una buena edición. Vayamos a él, situémonos en 1986 y repasemos la historia.

Hacia mediados de los años ochenta la salsa —que tanto poder había tenido la década anterior—, y su sello emblemático, Fania, estaban de capa caída. Eran épocas en que el merengue de Juan Luis Guerra y la salsa romántica —que no eran más que boleros orquestados con más ímpetu— arrasaban. De aquellas, Héctor Lavoe estaba enfermo y deprimido, casi siempre en la nebulosa de las drogas y lleno de deudas. Tenía comprometidos, por contrato, dos discos a Fania, que no le quería dar la carta de libertad.

Pero en ese 1986 ocurrió algo: en marzo, fue invitado a actuar en el Carnaval de Panamá y los conciertos fueron inconmensurables. Así que, exaltado, llamó a Willie Colón, para que le produjera lo que, al cabo, se convertiría en la única nominación a los Grammy de la carrera de Lavoe. De hecho, se grabaron dieciséis canciones, las suficientes para llenar los dos discos que le quedaban por entregar; así que, para Strikes back, únicamente se escogieron ocho.

Dos de esas ocho son celebraciones gozosas de su infancia, de su ciudad. La primera, “Ponce”, es un enorme canto de amor subjetivo en el que aparecen los escenarios que hacen de sus calles territorio sentimental. Escenarios monumentales —su parque de bomberos—, barrios –el suyo de Machuelito, pero muchos más—, músicos —Pappo Luca— y personajes peculiares de la geografía humana de sus calles, cita al Chivo Pepe o a Uvita, se alían para destacar sobre un fuego de fuegos artificiales sonoros, trompetas sin fin y pianos incansables.

La segunda es “En el fiandó”, donde el recuerdo se hace concreto en la tienda de su padre, Luis Pérez, aunque también sirve para recorrer el barrio y su gente, que se lleva de fiado habichuelas o arroz y que, cuando paga, aún le quedan unas pesetas —la moneda que cita es esa— «para el vacilón». Las seis canciones restantes guardan un aire de melancolía casi agónico, profundamente existencial en su alma y su corazón, así que también con un aire autobiográfico.

La que abre el disco, “Loco”, es más bien una defensa frente a las críticas de todos los que lo juzgan sin conocerlo. La banda entra a piñón, con arreglos impecables de piano y viento. Al minuto y medio comienza el tumbao. Leyendo entre líneas, es un disco de despedida en el que el cantante está comenzando su decrepitud, pero también en su máximo esplendor. En esos meses, su adicción a las drogas y una serie de sucesos trágicos —el que más, la muerte accidental de su hijo— acrecentaron las habladurías y prácticamente lo desquiciaron, y lo hicieron intentar un suicidio en el verano de 1988.

Los asuntos del corazón copan, como decimos, parte del disco. Sucede en la bomba puertorriqueña “Cómo no voy a llorar”, donde su soledad y desdicha, a pesar de estar casado felizmente, convierten el tema en una purga de su corazón. Es una soberbia canción, llena de detalles especiales a cada segundo. Un inicio casi dub hace entrar a los instrumentos y al coro antes que a Héctor, lo que convierte a todo el tema en un elegante tumbao.

Son facturas de amor mal pagadas, como en “Ella mintió”, hecha de dramatismo, más cercana a la canción ligera sentimental y un tanto alejada de la salsa, a pesar de seguir siendo poderosa. Ahora, la impúdica “Taxi” es la culminación de ese dramatismo, la despedida definitiva del amor. En los primeros treinta segundos, Lavoe llama a un taxi y, al subirse, le pide que le lleve «al número 13 de la calle Tristeza, esquina Agonía». Se trata de alguien desahuciado anímicamente que se confiesa entre llantos y reflexiva serenidad en uno de los boleros más tristes que se han grabado nunca.

También esta alma, aunque su fondo instrumental sube el ritmo, tiene “Escarchas”. Su inicio mezcla percusiones africanas con vientos épicos, para iniciar un bolero que adopta forma de salsa en el que una pareja se debate entre las metáforas petrarquistas de fuego y hielo, que sostiene una instrumentación soberbia. No fue un disco excesivamente valorado, en general, aunque “Plato de segunda mesa” fue muy solicitada en las radios de la época. La composición es de Tito Curet Alonso, que ya le había compuesto alguna maravilla como “Periódico de ayer”. Es la más ligera, claro. Ni tiene la hondura en la voz de otras canciones, ni la ligereza de barriada que esponja las canciones más costumbristas.

Este es el disco. Héctor Lavoe está en franca decadencia, pero aún sabe insuflarle a sus canciones toda la potencia que la salsa erótica no tenía y sabe entregar su alma por completo. Tan consumido está, que no pudo terminar de grabar el resto de las canciones. Tras su muerte se publicaron con la voz de su paisano Van Lester, con un registro muy similar. Poco antes, en lo que fue su última entrevista, su estado no puede ser más lastimoso, hasta el punto de causar dolor a quien lo vea. Yo solo he podido enfrentarme a ella dos minutos.

Anterior crítica de disco: Tonky, de Lonnie Holley.

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