Solistas que brillan más que sus grupos: Bon Iver

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“Da la impresión de que en aquella cabaña no nació un elepé, nació un nuevo artista”

 

En 2006, Justin Vernon supo que no quería seguir con su grupo, DeYarmond Edison. Se marchó a una cabaña y se encerró para darle forma a su nueva música. En ese aislamiento gestó su alter ego, Bon Iver. Fernando Ballesteros nos cuenta su historia.

 

Texto: FERNANDO BALLESTEROS.

 

El de Bon Iver (Justin Vernon) es un caso paradigmático de artista en solitario. Su historia, tantas veces ya contada, es la de un hombre roto que decide acabar con su pasado para buscar un nuevo camino. En el capítulo de rupturas siempre se habla de la que vivió con su novia y con su salud, pero cuando Justin Vernon decidió pasar una temporada solo, apartado del mundo, en una cabaña y alimentándose como buenamente podía, había otro final que le atormentaba: el de su banda.

Aquel invierno solitario tuvo su punto de partida en el verano de 2006, cuando su grupo, DeYarmond Edison, se vino abajo de forma definitiva. Practicaban un folk rock bastante más convencional de lo que Vernon nos reservaba para el futuro. Desde su fundación en 2002 habían editado un par de discos, y además de compañeros eran amigos. Pero había un problema: Justin se sentía insatisfecho con lo que estaban haciendo, aunque tampoco pudiera explicar los motivos. Sus colegas sí estaban convencidos de la senda que transitaban, así que él decidió marcharse. El resto de DeYarmond Edison, Joe Westerlund y Brad y Phil Cook, siguieron rebautizados como Megafaun.

 

Nueva identidad

Las razones de esa insatisfacción que no podía explicar anidaban en su interior, en un enorme talento que necesitaba expresarse por otros cauces. Dentro de Vernon había otro artista que estaba creciendo y que tenía que salir con urgencia. Y vaya si lo hizo. El proceso fueron esos tres meses aislado en la cabaña de su padre, en la que, entre otras cosas, comenzó a cantar en falsete. El hallazgo de una nueva voz se une al de nueve canciones, las que conforman “For Emma forever ago”. Aquella obra monumental no estaba inspirada por una Emma en concreto, aunque lo la hemos imaginado muchas veces escuchando el álbum. Se trataba más bien de una creación de Justin en la que tenían cabida sus años de fracasos sentimentales. Ninguna se llamaba Emma, pero todas juntas terminaron teniendo ese nombre.

Pasaremos por encima del enorme éxito de Bon Iver y de cómo su nombre comenzó a estar en boca de todos para detenernos en la sospecha que albergaban algunos: que aquello iba a tener una muy difícil continuidad. Al fin y al cabo, se trataba de un disco creado en unas circustancias muy especiales por un artista al que no se le había visto alcanzar esa altura. Y era un álbum de ruptura, un tipo de trabajo que siempre han contado con un atractivo extra difícil de explicar.

Pero Bon Iver iba a desterrar los rumores. Da la impresión de que en aquella cabaña no nació un elepé, nació un nuevo artista. Había llegado por la puerta grande y lo había hecho para quedarse. Antes de que lo comprobáramos con nuevos discos, colaboró con músicos que parecían venir de otro universo, como Kayne West, y fue versionado por Peter Gabriel. Era el más admirado por sus compañeros de profesión, el artista del momento y su segundo disco uno de los más esperados de la temporada.

Así las cosas, “Bon Iver, Bon Iver” era el difícil segundo disco elevado al cuadrado. Pero Justin resolvió la papeleta con nota, revelándose como un creador en continua expansión que pasa de la cabaña y la acústica a las capas de sonido, la electrónica, la elaboración meticulosa y vuelta a empezar, para mostrarle al mundo de lo que es capaz. Su voz, la que encontró en sus tres meses de búsqueda, está ahí, pero hay una mayor elaboración y un campo de juego muy ampliado. Diez canciones, diez lugares y un trabajo ni mejor ni peor: distinto.

 

Crisis y nuevos proyectos

Aunque el disco respondió a las expectativas, Justin cayó en una profunda depresión. Su sueño se había hecho realidad y ahora copaba toda su existencia con proyectos paralelos como Volcano Choir y The Shouting Matches, colaboraciones con compañeros de renombre e incluso la creación de su propio festival. Pero su proyecto, el que le había salvado y le había otorgado toda esa notoriedad, ya no le gustaba. Se sentía vacío. Tuvo que superar una crisis de ansiedad y momentos muy complicados, pero de aquella tormenta emergió su tercer disco.

Más críptico que nunca, “22, A million” se abre con la frase “It might be over soon” (“Puede que termine pronto”), palabras que se repitió a sí mismo en los momentos más delicados. Los números que encabezan las canciones tienen su significado. El disco es un viaje en el que nos metemos en su mundo cargado de símbolos, y aunque cuando ha terminado no estoy muy seguro de haberlos interpretado, sí tengo claro que lo he disfrutado.

A la espera de un nuevo capítulo, cuesta pensar que todo esto comenzara con la disolución de un grupo de amigos que hacían folk rock. Por cierto, no olviden dedicarle un rato a los discos de Megafaun.

 

Anterior entrega de Solistas que brillaron más que sus grupos: Mark Lanegan.

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