Ruinas futuras, de Wild Honey

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DISCOS

«Que los escasos segundos de unas anotaciones sonoras hayan dado lugar a un álbum tan bello es magia de la más pura»

 

Wild Honey
Ruinas futuras
LOVEMONK, 2021

 

Texto: CÉSAR PRIETO.

 

Es curioso cómo se gestó el nuevo disco de Wild Honey, un disco que no eran más que notas perdidas. Después de Torres blancas, de 2017, y del homenaje a 2001, Una odisea del espacio, al año siguiente, Guillermo Farré —el factótum— fue padre, por partida doble, y consiguió un trabajo de oficina. Un día, debido a ese destino que no quiso dejar que se borrasen, se encontró con unas notas de voz en su teléfono que ni siquiera se acordaba de haber grabado. Eran esbozos de canciones, apenas melodías, que en algún momento habían pasado como una brisa por su cabeza. Con la ayuda de Remate como productor, las convirtió en las canciones de Ruinas futuras. Que apenas los escasos segundos de unas anotaciones sonoras hayan dado lugar a un álbum tan bello es magia de la más pura.

La situación de pandemia influye en el disco, no tanto en los aspectos instrumentales como, sobre todo, en las letras. Se habla de videoconferencias, es el aspecto palpable; pero también lo es que corre por ellas un espíritu de huida, de no lugares, de márgenes de asfalto, de viajar. El prólogo a esta temática lo representa “Ruinas futuras”, que sigue los derroteros de un pop barroco, onírico y lleno de cuerdas en lo musical. Si cabe, más que los anteriores, es un elepé íntimo y melancólico, una faceta que se le da muy bien al pop en castellano, pero que nunca sale a la luz. Hubo allá por los 2000 —e incluso tuvo nombre, tristipop— un pequeño avistamiento de grupos que trabajaban con melodías naturales y muy acústicas y con temática sencilla. El disco tiene tanto de ellos, Mirafiori o Clyde —en “Mi prima Adriana” es patente—, como de algunos grandes, tal que el Aute de los setenta.

Las canciones de Ruinas futuras son aparentemente sencillas, pero late en ellas un prodigio de arreglos y sugerencias. El aspecto plástico sostiene muchos de los fondos. “Me dijeron que ya no vives aquí” es enormemente gráfica en sus arreglos, con algo de esa elegancia de los sesenta. Son, además, impresiones que te van calando poco a poco, de una belleza total cuando entras en ellas. Las cuerdas de “Dinosaurios y supermercados” dirigen una precisión emocional impecable, auténtico pop de cámara.

Esto hace que la nostalgia que impregna el disco sea una nostalgia llena de luminosidad. La ola de calor de un pasado revivido hace despuntar imágenes que son recuerdos, breves escenas apenas apuntadas en versos que, en muchas ocasiones, son verdadera poesía, sugerente, enigmática, imantada.

Casi da miedo tocarlo; es un disco tan hermoso como un cristal que se pueda deshacer en pedazos con solo escucharlo, como una joya que nunca nos ponemos para que no nos la roben las miradas ajenas.

Anterior crítica de discos: Seremos, de Ismael Serrano.

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