Rockola, Libros. 20 de junio de 2008

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Rockola, Libros. 20 de junio de 2008Dylan sobre Dylan. 31 entrevistas memorables
Jonathan Cott (Ed.)

GLOBAL RHYTHM

Es probable que tras la aparición del primer volumen de las memorias escritas por el propio Bob Dylan y la numerosísima bibliografía ya disponible del bardo de Duluth, muchos piensen que poco, o más bien nada, pueda decirse, a estas alturas de la historia, de uno de los artistas en vida más importantes de la segunda mitad del pasado siglo XX. Es probable que esto que afirmamos sea verdad aunque siempre puede resultar un ejercicio saludable para todos aquellos interesados en el personaje que piensen que aún se puede sacar brillo a muchas de las aristas que componen su compleja y controvertida personalidad. Cosa que nos puede permitir –cada uno a nuestra propia manera, claro– la magnífica recopilación de entrevistas que el periodista Jonathan Cott, uno de los fundadores de la –antaño– mítica revista Rolling Stone, ha tenido la paciencia de realizar y poner a nuestra disposición.
    Tras bucear en los varios de centenares de interviús disponibles, Cott ha tratado –y quizás conseguido– de presentar a modo de resumen cronológico de la larguísima trayectoria de Dylan, los que quizás deben considerarse, de entre todos ellos, los más interesantes o, si me apuran, los más reveladores. La gracia primordial de este ejercicio ha sido comprobar cómo Bob, ya desde el principio y hasta prácticamente hoy mismo (la primera de las 31 entrevistas para prensa escrita o hablada recogidas, data de 1962 y la última fue realizada hace cuatro días, concretamente en 2004), ha mantenido siempre una actitud parecida frente a los medios. Una especie de mezcla de orgullo y arrogancia, teñidos de cierto misterio y una distancia buscada frente al interlocutor, que le ha ido de perlas al artista para marcar territorio y nunca meterse en camisas de once varas si a su criterio no era menester ni había absoluta necesidad para ello.
    Pese a que los editores del libro destacan en el “abstract” de contraportada y en el material publicitario, por su singularidad, algunas de las entrevistas seleccionadas –por ejemplo la de Nat Hentoff para Playboy del 66 o el mano a mano de 1987 en Esquire con el actor, director de cine y escritor Sam Shepard–, me atrevo a sugerir dos lecturas diferenciadas de este copioso volumen. Por un lado, una lineal empezando por la primera entrevista realizada y continuando de forma cronológica con todas ellas hasta llegar a las últimas concretadas ya en este siglo XXI. En teoría, con este método, se podría trazar una evolución más o menos veraz de su vida y de su obra con la ventaja que supone poder sacar conclusiones desde un punto de vista global. Por otro lado, puede realizarse otro trabajo lector al estilo “cata”, yendo de un lado al otro del libro sin ton ni son y atendiendo únicamente a los contenidos propios de cada entrevista y extrapolándolos del contexto general para darles un valor mucho más estacional y –si se quiere– perecedero. En este caso, aunque algunas de las respuestas pueden ser entendidas, ahora mismo, como bastante obsoletas, pues se citan obviamente situaciones y personajes propios de momentos muy concretos de la historia, es interesante comprobar cómo Dylan afrontaba con cierto desdén, demasiado a menudo, muchas cuestiones de las que se le planteaban.
    Quizás porque el artista siempre ha tejido a su alrededor como una especie de coraza protectora que le ha permitido mantener a raya a todo lo que se movía a su alrededor, la práctica totalidad de las entrevistas se mueven en un segmento alto de aparente intelectualidad. Aunque de forma continua se comprueban momentos de altísima lucidez, adobados en ocasiones de cierta sorna y mordacidad, se tiene la sensación de que la inmensa mayoría de los reporteros que lograron entrevistarle se pusieron frente a él con cierto temor. El resultado es, al menos en lo que aquí se ha seleccionado, un puñado de conversaciones excesivamente serias y poco amenas, demasiado a menudo. Ese temor del periodista hacia el artista o resquemor de este último frente a su entrevistador, propiciaron las más de las veces, no conseguir ir más allá de las capas superficiales del “personaje público”. Casi nunca se percibe empatía entre ambos interlocutores y también destaca esa sensación para el lector actual de que era entonces y sigue siendo casi imposible, aún ahora, entrar en honduras demasiado personales con él. El humor que subyace en bastantes pasajes de su autobiografía y también en algunos documentos fílmicos de los que ahora también se dispone, confirman que ese personaje llamado Dylan que el propio Robert Zimmerman se encargó de crear, no era en esencia el que nos presentaban los medios. Reconoce que a partir de un cierto momento –mediados de los 60– empezó a tener un pánico evidente hacia algunas de las consecuencias de su creciente popularidad y esa manía de muchos de tratar de convertirle en un estandarte juvenil y social que en ningún caso él deseaba para sí. Cuando empezó a alejarse de ciertos presupuestos políticos o estéticos, poniendo quizás en juego su futuro artístico, no cabe duda que se hizo a sí mismo una apuesta a cara o cruz que evidentemente –lo hemos podido comprobar con la perspectiva inexorable que da el tiempo– ganó con creces; eso sí, para contrariedad de sus, también, numerosísimos detractores.
    No cabe duda, sin embargo, que esa fachada ayudó, por las razones que fuere, a agrandar esa imagen pública suya de seriedad y parte de su leyenda, pero quizás algunas dosis más de –digamos– humanidad y mostrarse más ante la gente como era en realidad, le hubiesen granjeado réditos históricos quizás mejores o al menos diferentes a los que obtuvo, ¿o no? En cualquiera de los casos, ahí está su obra para deleite de todos. Un bagaje musical que incuestionablemente lo sitúa, junto a los dos o tres nombres más, que todos tenemos en la cabeza, claves y necesarios para entender el devenir histórico de la música contemporánea.
JAVIER DE CASTRO.

Más oscuro que el más profundo mar. En busca de Nick Drake
Trevor Dann

METROPOLITAN

Es bien sabido de todos que la historia de la música rock está jalonada por bastantes personajes cuyas carreras truncadas antes de tiempo los ha convertido en auténticos héroes de leyenda. Los nombres más tópicos que ilustran esta realidad están en la mente de todos nosotros –Brian Jones, Jimi Hendrix, Janis Joplin, Jim Morrison, Tim Hardin, Gram Parsons o Tim Buckley, es decir los clásicos de siempre, o los más recientes Kurt Cobain, Ian Curtis o el propio Jeff Buckley y muchos más que me dejo en el tintero– aunque no siempre el reconocimiento a su aportación artística real y la aureola mítica les ha llegado en el momento más oportuno. La biografía que hoy nos ocupa se la debemos al británico Trevor Dann, un veterano periodista que, curiosamente, ha decidido dedicar esta su primera monografía a un artista como Nick Drake, tan minoritario entonces como pujante en la actualidad y que, en estos últimos años, está alcanzando un impacto popular inverosímil para un artista ya desaparecido hace casi treinta y cinco años y que, por desgracia, pasó por su tiempo con más pena que gloria con los tres álbumes que llegó a grabar antes de suicidarse.
    La historia de Drake es realmente espectacular en este aspecto y gracias a la calidad –no siempre comprendida– de su obra musical, ha ido ganando adeptos de tal forma que si hoy cualquiera de nosotros pone su nombre en el buscador Google podrá comprobar cómo sus entradas han pasando de las 550.000 del año 2004 a las más de 1.000.000 de ahora mismo, superando en este sentido a la mayoría de los héroes caídos, citados al principio de estas líneas. Incluso es relevante el ejemplo de la reedición de sus discos y varias recopilaciones póstumas de su obra que en tiempos recientes han logrado vender muchas más copias que en vida de su autor e, incluso, clasificarse en listas.
    El caso es que el presente libro, el primero que aparece en español sobre este “chico bien” absoluta rara avis del negocio discográfico británico entre finales de los 60 y mediados de los 70, colmará bastante las expectativas aclaratorias de todos aquellos que siempre lo habíamos admirado pero que contábamos con poca o casi nula información sobre su vida y los pormenores que envolvieron su efímero devenir artístico. Una primera aportación al respecto la tuvimos en las referencias que sobre su relación profesional con él, mantuvo el productor Joe Boyd y que éste incluyó en su apasionante autobiografía Blancas bicicletas, editada aquí hace unos cuantos meses por la barcelonesa Global Rhythm. Parece, no obstante, que la visión de cómo se desarrolló dicha relación entre el músico y su “descubridor” y productor, no coincide del todo a tenor de lo que ha afirmado Boyd y lo que esta nueva biografía desvela. Nótese que en este En busca de Nick Drake, su autor ha contrastado muchos testimonios de personas cercanas al conflictivo artista –tanto amigos y músicos que colaboraron con él, como sus propios familiares– y su conclusión es que, pese a que tanto en Whitchseason (su oficina de management) como Island Records (su sello discográfico) aun reconociendo su gran talento y, en teoría, un enorme potencial artístico –obviamente, si no, no lo habrían fichado– no pusieron, respectivamente, ni en el desarrollo de su carrera en vivo ni en la promoción de sus discos, toda la carne posible en el asador, al margen de que el propio artista tampoco estuviese mucho por la labor y colaborase al tema lo debido.
    Quizás el carácter introspectivo y muy huidizo de Nick, en progresivo aislamiento de la gente de su círculo más íntimo a causa de su forma de ser, su esquizofrenia galopante y un uso creciente de drogas o, incluso, la constatación entre su entorno profesional de que no iba a ser un gran negocio para nadie, fueron algunas –no las únicas– causas para que en 1974, decidiese quitarse de en medio cuando aún no había cumplido los 26 años. Todo ello, pese a su extraordinaria calidad y complejidad como compositor y gran maestría como instrumentista de guitarra que le granjeó, aunque de forma algo incomprendida en ocasiones, una enorme admiración entre algunos artistas reseñables, como John Marthyn, Linda Thompson o Françoise Hardy, que le fueron contemporáneos.
    En el camino dejó únicamente un puñado de actuaciones –poquísimas, porque también demostró una cierta fobia y absoluta indisposición para cantar ante al público–, ningún registro videográfico en acción y los tres trabajos discográficos acuñados en su cortísima trayectoria; a saber, Five leaves left (1969), Bryter later (1970) y Pink moon (1971), un postrer álbum que entregó justo antes de abandonar Londres y retornar a casa de sus padres en el campo para recluirse lejos de todo hasta su malograda, aunque voluntaria, desaparición.
JAVIER DE CASTRO