LA ESPUMA DE LOS DÍAS
«Héroes bendecidos por un amor y una misericordia infinitos, que nunca dejarán de acompañarnos con sus canciones inmortales»
Poco más de sesenta años después de la crisis de los misiles cubanos, que muchos solo conocen por la estupenda película de Roger Donaldson, Trece días, algunos se empeñan en que vuelva a instalarse en el mundo el miedo a una guerra total que desencadene las peores pesadillas. Mientras, aún hay un puñado de benditos músicos que nos regalan conmovedoras piezas de resistencia. Luis Lapuente se detiene hoy en ellos.
Una columna de LUIS LAPUENTE.
«No hay lugares no sagrados; solo hay lugares sagrados y lugares profanados», dijo el escritor y activista Wendell Berry (Kentucky, 1934), un profesor que renunció a su cátedra universitaria de Filología Inglesa para instalarse en una granja a orillas del río Kentucky, donde cultiva la tierra y sigue escribiendo ensayos, poemarios y novelas que defienden su visión radialmente contracultural de la sociedad, firmemente anclada en lo mejor del ideario de los puritanos que impulsaron la creación de los Estados Unidos, en el convencimiento de que los auténticos cambios solo se producen desde dentro del ser humano, consciente del regalo inmerecido que es su propia vida dentro de este mundo: «Pero ni siquiera la protesta pública más elaborada es suficiente. (…) Los cambios que hacen falta son cambios fundamentales en nuestro modo de vida».
En 1988, Wendell Berry publicó su cuarta novela, titulada Remembering, y ahora Van Morrison, que fue educado también en la fe de los puritanos en su Belfast natal, vuelve a darle un carácter sagrado a las calles de su infancia en su nuevo álbum, Remembering now, un disco lleno de canciones poderosas que recalan en su legado más espiritual y exploran su vertiente más apegada al jazz y el viejo soul, como en la gloriosa “Stompin’ ground”, donde revisita la atmósfera casi desvanecida de las calles de su viejo barrio. «Mira de dónde vengo», canta Morrison: «Vengo del distrito Strandtown de Belfast y del repique de las seis campanas de la Iglesia de Irlanda». Por cierto, en ese distrito creció a principios del siglo XX el escritor C.S. Lewis, otro devoto del credo puritano, profesor de Oxford y autor, entre otras muchas obras, de las Crónicas de Narnia.
Antes, Morrison transitó otras calles, también ancladas en su infancia: «En la suave brisa del atardecer, / junto al susurro de los árboles, / encontraré mi santuario en el Señor», cantaba Van Morrison en “Full force gale”, gema mayúscula del álbum Into the music (Warner, 1979), una hermosa confesión de confianza y dependencia en ese camino al que nos guía la fuerza del espíritu, porque «el viento sopla donde quiere. Se oye su sonido, pero no se sabe de dónde viene ni adónde va. Así sucede con todo el que ha nacido del Espíritu».
Harpo habla
Hace noventa años, a punto de sumirse en la pesadilla del nazismo, el mundo fue por unos días un lugar mejor y más habitable, cuando Sam Wood estrenó la mejor película de los Hermanos Marx (con permiso de Sopa de ganso). En Una noche en la ópera, el genio de Groucho, Chico y Harpo brilló a un nivel estratosférico en escenas que hoy son legendarias, y no solo en la historia del cine. Uno de los responsables directos de aquella obra maestra del humor inteligente, cáustico y absurdo fue el gran Harpo Marx. Se llamaba Arthur, aunque al nacer sus padres le pusieron Adolph, como al innombrable führer, pero Harpo Marx era de natural amable, inteligente, bondadoso y mordaz. Amó a los animales, convirtió la bocina en un instrumento artístico y fue un genio del mimo y del cine mudo cuando los grandes actores, sobre todo sus hermanos Chico y Groucho, no paraban de hablar y hablar y hablar.
Fue también un virtuoso del arpa y el piano, y publicó tres álbumes deslumbrantes: Harp by Harpo (1952), Harpo (1957) y, el mejor de todos, Harpo at work! (1958), donde se degustan jugosas versiones de clásicos del jazz (“In a sentimental mood”, “The man I love”, “Solitude”) y el original y chispeante “Harpo’s boogie”. El próximo 23 de noviembre se cumplirán ciento treinta y siete años de su nacimiento, una cifra que ni es redonda ni falta que hace. A estas alturas del siglo XXI, se impone volver a leer su autobiografía Harpo speaks!, traducida al español y publicada en 2001 por Seix Barral (hay una edición más antigua de la Editorial Montesinos) con el título ¡Harpo habla!, un delicioso volumen repleto de anécdotas y reflexiones delirantes, donde cuenta, por ejemplo, cómo abandonó el colegio con apenas 8 años de edad: «Mi escolaridad formal terminó a la mitad de mi segundo fracaso en el segundo curso, momento en el que dejé la escuela del modo más directo posible. Me tiraron por la ventana”. Sin ninguna duda, Harpo fue raro, bizarro y hermoso.
La primera vez que vi tu cara
Casi todos recuerdan la versión de Roberta Flack, pero fue el cantautor británico Ewan MacColl quien escribió “The first time I ever saw your fase”, en 1957, para su esposa Peggy Seeger, hermana de Mike y de Pete Seeger, la última superviviente de una legendaria saga de practicantes devotos del folk comprometido, que nació en nueva York cinco meses antes del estreno de Una noche en la ópera. Embarcada en su última gira («tengo las manos deformadas por la artrosis, el hombro hecho polvo y un dolor de espalda casi constante, ya no estoy para más giras»), Peggy acaba de cumplir 90 años el pasado 17 de junio, y publica el que anuncia que será su último álbum, titulado Telealogy (Red Grape, 2025). En él interpreta una conmovedora versión de la canción que le dedicó MacColl y confiesa que le gustaría conocer a Paul Simon y ser amigo suyo en una canción deliciosa (“I want to meet Paul Simon”), llena de guiños a sus letras, un hermoso homenaje al legado del autor de “The sounds of silence”: «Tengo cincuenta maneras de encontrarme con Paul Simon, llevaré el vino. Tengo perejil, salvia y romero, pero me estoy quedando sin tomillo (…) Julio y yo nos dirigimos al Mardi Gras. Cecilia viene con nosotros, espero que no se olvide. Vamos a conocer a Paul Simon, aunque él no lo sabe todavía…».
Fue Paul Simon, precisamente, quien cantó, sin sospecharlo, acerca de estos tiempos de tinieblas en una de sus canciones más lúcidas y transparentes, “Peace like a river”, de su segundo álbum en solitario: «Recuerdo que la desinformación nos perseguía como una plaga (…) No sé por qué, pero estoy cansado de llorar». “Peace like a river” no es solo una canción; es un refugio en tiempos oscuros, un susurro al oído para que no nos dejemos atrapar por ninguno de los pensamientos únicos que nos acosan y buscan manipularnos desde las redes y los medios de comunicación. Aunque el mundo sea cada vez más imperfecto, el anhelo de paz, como el río, sigue fluyendo, inquebrantable, porque nunca hay que dejar de resistir.
Amor y misericordia
El próximo 27 de junio también se cumplen cien años del nacimiento de otro gigante de la música popular estadounidense, el gran Doc Pomus, nacido Jerome Solon Felder en el seno de una familia de emigrantes ingleses de origen judío, afincada en Brooklyn. Pomus fue uno de los grandes letristas y compositores que trabajaron en el Brill Building neoyorquino, uno que se sintió desde el principio de su carrera especialmente cómodo en el territorio de la música popular afroamericana. Compuso, casi siempre en comandita con Mort Shuman (1938-1991), para todos los grandes, desde Ray Charles y Big Joe Turner, hasta el Dr. John, Irma Thomas, B.B. King, Elvis Presley y, por supuesto, los Drifters. A los 6 años enfermó de poliomielitis y necesitó muletas para caminar el resto de su vida. En 1965, tuvo un accidente que le dejó postrado en silla de ruedas, mientras su esposa le abandonaba y su amigo y colaborador Mort Shuman se marchaba a vivir a París. Tuvo que afrontar tiempos difíciles, malvivió de las apuestas y el juego, pero nunca dejó de componer, y al fin fue reivindicado por amigos y admiradores como Lou Reed. Pomus murió el 14 de marzo de 1991, por un cáncer de pulmón, y Lou Reed le dedicó palabras sentidas de afecto y reconocimiento en las canciones y el libreto de su álbum Magic and loss (Sire, 1992).
Tiempo atrás, una noche Doc Pomus encontró una invitación de boda en una sombrerera y, entonces, recordó el día de su propia boda, cuando su hermano Raoul bailaba con su esposa mientras él observaba la escena, sentado en su silla de ruedas. Aquella tarde, su colega Mort Shuman le había enseñado una melodía de aires latinos para que le añadiera una letra que sonara como un poema traducido al inglés, algo en la línea de Pablo Neruda. Inspirado por sus recuerdos personales, Pomus pasó la noche en vela escribiendo la letra en el reverso de la invitación de boda. En la segunda estrofa, deslizó lo que parecía un atisbo de celos y vulnerabilidad: «Si te pregunta si estás sola, si puede llevarte a casa, debes decirle que no». Con los primeros rayos de sol, Doc Pomus terminó su composición escribiendo las palabras que se convertirían en el título de la canción: “Save the last dance for me”. Reserva el último baile para mí.
La hija de Doc Pomus le regaló años después a Lou Reed la invitación de boda donde su padre había escrito de su puño y letra el texto de esa canción que los Drifters elevaron al pináculo del rhythm and blues.
En 1995, el sello Rhino publicó el álbum Till the night is gone: A tribute to Doc Pomus, con hermosas recreaciones de algunos clásicos del compositor, desde “Lonely Avenue” (Los Lobos), “Viva Las Vegas” (Shawn Colvin) y “Boogie woogie country girl” (Bob Dylan) hasta “Turn me loose” (Dion), “Save the last dance for me” (Aaron Neville), “This magic moment” (Lou Reed) y un delicioso “Sweets for my sweet” interpretado por Brian Wilson, otro de esos benditos músicos raros, bizarros y hermosos, héroes bendecidos por un amor y una misericordia infinitos, que nunca dejarán de acompañarnos con sus canciones inmortales. Lo escribió José Ángel González Balsa en su libro Bendita locura (Milenio, 2001), y aquí lo subrayamos: «Brian Wilson es un héroe por mantener su inocencia cuando tanta gente, durante tantos años, ha pretendido robársela».
Seamos raros, bizarros, hermosos, y no dejemos que nos arranquen la inocencia.
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