Punto de partida: Alfredo González y Silvio Rodríguez y Luis Eduardo Aute

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«Si algún día emborroné con los dedos el mástil de una guitarra y las teclas de un piano fue por este disco. Y por aquella rubia, claro»

El año pasado publicó «Dobleces» un estupendo álbum doble que incluimos en los mejores de 2012 y ahora, mientras prepara el siguiente, Alfredo González está tocando los teclados en la banda de su amigo Fabián. Entre concierto y concierto, le pedimos que nos cuente qué disco le cambió la vida.

 

Silvio Rodríguez y Luis Eduardo Aute
“Mano a mano”
BMG ARIOLA, 1993

 

 

En mi casa no sonaba demasiada música pero sí había muchos libros. Aunque el piano llegó antes que la literatura –empecé las clases con seis años–, no tuve claro que quería escribir canciones hasta los dieciocho. Lo mío eran los versos, la verdad. Me pasé el instituto siendo el muchacho rarito que leía libros de poesía y revistas de fútbol y lo mismo quería impresionar a Paula, la de 3º B, con un regate que con un amago de haiku decididamente hortera. Del fútbol mejor no hablamos, digamos que no fructificó; por no ser sangrante con uno mismo… Pero la literatura pasó a ser parte implicada en el desarrollo del resto de mi vida; y, especialmente a partir de la edad adulta, la literatura de los discos.

Como todo en la vida, fue una mujer la que me encaminó hasta el “Mano a mano” de Silvio Rodríguez y Luis Eduardo Aute. Yo ya coleccionaba carpetas con las letras de Víctor Manuel –primero lo del pueblo de al lado, claro– y empezaba a estudiar las de Serrat o Pedro Guerra, pero aquella chica rubia y espigada que tenía el control de mis piernas abrió la caja de Pandora: “¿conoces a Silvio Rodríguez?”. Yo, la verdad, ni idea. Había escuchado el “Alevosía” de Aute y relacionaba al de Filipinas con el cubano, pero nada más. Su gesto de indiferencia hacia mi ignorancia y mi vergüenza hicieron el resto.

Durante un viaje a Madrid –cuando Madrid era el sueño de cualquiera– compré la cinta en Madrid Rock (¡ay!) y la escuché hasta gastarme los tímpanos. Esta y unas cuantas de música tradicional asturiana –otro de mis puntos de partida– fueron la banda sonora de todo aquel primero de carrera del 99 que me cambió la vida. Cómo se podía decir tanto con tan poco: ‘Anda’, ‘Las cuatro y diez’, ‘Monólogo’, ‘Ojalá’… El “grandes éxitos” de mi vida concentrado en un doble cedé. Aquellas canciones no solo fueron el acicate de mis futuras canciones, fueron el pistoletazo de salida de mi conciencia política –“ahora que no quedan muros / todos somos tan iguales / tanto tienes, tanto vales / viva la revolución” cantaba Aute en ‘La belleza’–. En muchas de ellas apenas había una guitarra y una voz y, sin embargo, estaba todo. ¿Quién no ha buscado una y mil interpretaciones a la frase “Ojalá que el deseo se vaya tras de ti a tu viejo gobierno de difuntos y flores”?

Pasaba las tardes encontrando el significado de cada una de aquellas letras, intentando sacar cada acorde de guitarra, imitando cada giro de voz (De Aute llegué incluso a hacer un trabajo de facultad estudiando sus letras). Después de aquel “Mano a mano” vinieron muchos más discos –empezando por toda la discografía de estos dos–, llegaron Dylan y Waits, los Beatles y la Velvet, los Stones y Fito Páez, Pablo Moro y Fabián… Pero si algún día emborroné con los dedos el mástil de una guitarra y las teclas de un piano fue por este disco. Y por aquella rubia, claro…

Anterior entrega de Punto de partida: Punto de partida: Luis Prado (Señor Mostaza) y The Beatles.

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