Placeres culpables: “No fences”, de Garth Brooks

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“El disco contiene una buena colección de canciones para borrachos de bar, algo a lo que no le veo nada malo teniendo en cuenta que los Ramones construyeron parte de su leyenda a base de guitarrazos de pub rock y a todo el mundo le pareció estupendo. ‘Beer run’ o ‘American Honkey-Tonk Bar Association’ retratan muy bien el espíritu lúdico de Brooks”

 

Colóquense los sombreros de cowboy y ajústense las botas camperas. Esta semana, Óscar García Blesa nos traslada al Ohio de 1989, donde descubrió a la estrella del country Garth Brooks, un auténtico fenómeno del género que ha vendido más de 150 millones de discos en todo el mundo.

 

 

Una sección de ÓSCAR GARCÍA BLESA.

 

 

Garth Brooks
“No fences”
PEARL/SONY, 1990

 

 

“Hay un grupo o cantante de éxito en el rock cada cinco minutos, pero en la música country, si haces una canción de éxito la gente te querrá para siempre”. Kenny Rogers .

Una de las cosas que más me ha gustado desde siempre cuando leo críticas y reseñas de rock es la oportunidad que te brindan para imaginar cómo podría sonar una canción antes de escucharla. Durante un rato, y solo leyendo unas pocas palabras, tu cabeza empieza a relacionar adjetivos y referencias que te preparan para abordar la música de manera guiada. Me pasa con casi todo lo que leo, incluyendo las revistas snobs que se inventan géneros y que me hacen reír muchísimo. Lo divertido lógicamente viene después, cuando una vez escuchado el disco uno extrae sus propias conclusiones y hace con esa música lo que le da la gana, amarla, odiarla, abandonarla… Yo llegué hasta Garth Brooks leyendo un pasquiín de vacas, maquinaria de grano y motores para tractores. Muchos de mis compañeros de escuela en Ohio leían revistas de temática granjera, iban a clase con sombreros de cowboy y gorras de rejilla con logos de gasolineras, un disfraz realista a medio camino entre una película de John Wayne y los paisajes rurales de Steinbeck, unos atuendos de otro planeta que he de reconocer que me encantaban. La América profunda es muy profunda, no cabe duda, pero un lugar también fascinante.

Garth Brooks en 1989 no era gran cosa. Bueno, era una promesa con una gigantesca (América es gigantesca, ya saben) pléyade de seguidores y también detractores que veían en él la pócima definitiva capaz de reinventar el cada vez más anticuado y repetitivo género country, lo cual le otorgaba un enorme valor y también una tremenda exposición. Mis conocimientos sobre el género, qué quieren que les diga: a pesar de que disfruto mucho con las dosis exactas de cantautor cowboy en según qué momentos, no soy ni de cerca un especialista. Y en 1989 mucho menos. Pero me divierte mucho, no puedo evitarlo. Las botas camperas, los sombreros tejanos, los discursos de derrota y desamor cursis y poéticos a medio camino entre el folk, el blues y el rock and roll tan propios del género country tienen un no sé qué que lo hace irresistible. Añadiéndole el componente pop, Brooks lo hizo además accesible a los menos integristas permitiendo que millones de advenedizos como yo disfrutaran de manera ligera con el género sin necesidad de calzar espuelas.

El caso es que la vecina de mi casa, que se llamaba Wanda y tenía una hija monísima que montaba todo el rato un caballo enano, me invitó a la gran feria del ganado local, sin duda el acontecimiento más importante del año en el pueblo de Sunbury, una diminuta localidad con menos de 5.000 habitantes al norte de Columbus, un lugar perdido entre grandes carreteras en dirección a la ciudad de Cleveland. La gran feria del ganado (no tenía nombre, solo se referían a ella como The Big Fair) se hacía en un lugar insólito. Si, allí las cosas las hacen donde les da la gana y su feria de vacas y cerdos se hacía en un circuito de coches, uno de esos con forma de elipse con los autos dando vueltas a toda pastilla y los animales (los de cuernos y los de sombrero) en el centro, comiendo paja o costillas en salsa barbacoa como si no hubiera un mañana. El Speedway de Columbus no era el circuito de Indianapolis pero daba bastante el pego.

La hija de Wanda, la del caballo enano, participaba en una exhibición ecuestre de primera. Allí no había ni rastro de caballos andaluces haciendo figuras con las manos, ¡qué va! En esa América se llevaba el chaleco de cuero y atar con lazo vaquillas del tamaño de un bisonte. Los muchachos del pueblo disparaban contra latas de gasolina colocadas sobre grandes bloques de heno en unas casetas preparadas para el tiro (con revólveres de verdad, nada de escopetas de feria, ¡esto es América!) mientras los mayores bebían cerveza con sus sombreros y botas relucientes durante las sesiones de muestra y tasado de las bestias. Al fondo, en un escenario coqueto y también bastante hortera y luchando contra el volumen atronador de tractores y coches, una banda de country amenizaba el cotarro.

No, Garth Brooks no se asomó por allí, aunque hubiera estado genial. La banda interpretaba sin descanso éxitos de Merle Haggard y Johnny Cash, temas de Guns n’ Roses y Poison en clave hillbilly y sobre todo versiones bastante aceptables de Dwight Yoakam, artista de Kentucky pero vecino de Columbus desde niño y una especie de ídolo local como lo es Joaquín Sabina para los madrileños a pesar de ser de Jaén, no sé si me entienden. Pero aquella pequeña banda de versiones honky tonk y western swing tocó hasta tres veces por insistencia popular ‘The dance’, el éxito del primer disco de Brooks, mi primer contacto con su música siendo cronológicamente exactos. Un año más tarde más o menos encargué en la tienda de discos Toni Martin una copia de su álbum “No fences”, disco que durante un buen rato se convirtió en banda sonora de mi post adolescencia para pasmo de mis amigos.

Con veinte años escuchaba a Thin Lizzy y a la Creedence, y tuve durante un cuarto de hora un apego verdadero por los sonidos urbanos domésticos de Burning o Leño. La canción ‘Domino’ de Van Morrison me ponía de muy buen humor (lo sigue haciendo) y la segunda parte del ‘School’ de Supertramp en la versión en directo de Paris me hacía hacer cosas muy idiotas con las manos tocando un teclado imaginario y (a veces) corretear por mi habitación en plan rock star. Había atravesado razonablemente bien mi etapa melenuda con los riffs de AC/DC y lo pasaba estupendamente haciendo playback con el ‘Kayleigh’ de Marillion y ‘Rock you like a hurricane’ de Scorpions. Durante aquellos años llevaba una gorra roja de pana con el logo de la universidad de Ohio y cada vez que escuchaba el éxito del “No fences” de Brooks ‘Friends in low place’ en clave Honky Tonk me acordaba de la muchacha de pelo rizado que montaba sobre un caballo enano. Un verano perdí mi gorra de Ohio en una playa de Málaga, y coincidencia o no, mi disco de Garth Brooks también desapareció con aquella ola.

Brooks es una figura esencial para entender la música country. Claro que están Cash y Haggard, y Nelson, Seeger y Hank Williams y otros muchos nombres fundamentales, pero no puede faltar entre ellos, por mucho que le pese a los yihadistas del country. Brooks se convirtió en el verdadero motor de la popularización global del género luchando contra los puristas (hay esnobs en todas las familias, no se vayan a pensar que es una cualidad exclusiva del gafapastismo). Su mezcla de country, honky tonk, folk-rock, grandes baladas y la dosis suficiente de pop mainstream le convirtieron en perfecto embajador del sonido cowboy sin excluir a los que renegaban del vaquero clásico. Y mucho más importante (especialmente para su cuenta corriente claro): relanzó el country a las listas de éxitos, compitiendo en discos de platino con Prince, Michael Jackson y U2, algo que Johnny Cash o Willie Nelson no pudieron siquiera imaginar.

“No fences” ha vendido más de 13 millones de discos, una barbaridad para cualquier artista sea del género que sea. Después de su desembarco en las listas de éxito muchos otros artistas country gozaron también de enorme popularidad en las listas de pop y de ventas. Las barreras que los defensores del sonido tradicional habían protegido como coto exclusivo cayeron para siempre, y todo gracias a un tipo de Oklahoma que cantaba baladas con un micrófono inalámbrico como el de Madonna y los domingos tomaba Martini seco con Mick Jagger o Bono.

Brooks viajó de Oklahoma a Nashville muy joven buscando un contrato discográfico, algo que consiguió en 1988. Travis Tritt, Alan Jackson y Randy Travis dominaban el country meloso pero en tan solo un año Brooks se los merendaría a todos. Después de un debut titulado con su nombre, No Fences incluía hasta 4 sencillos números uno: ‘Friends In low places’, ‘Unanswered prayers’, ‘Two of a kind’, ‘Workin’ on a full house’ y ‘The thunder rolls’, todos ellos indudablemente temas considerados country pero con las primeras semillas de su aproximación pop bien plantadas.

‘Friends in low places’ incluye un estribillo perfecto para berrear en un bar cargadito de Budweiser y mover ligeramente los pies y ‘Two of a kind’ tuvo tal exposición que incluso alguien de Cuenca o Albacete que jamás hubiese escuchado una sola canción country sería capaz de reconocerla.

El disco contiene una buena colección de canciones para borrachos de bar, algo a lo que particularmente no le veo nada malo teniendo en cuenta que los Ramones construyeron parte de su leyenda a base de guitarrazos de pub rock y a todo el mundo le pareció algo estupendo. Títulos antiguos como ‘Beer run’ o ‘American Honkey-Tonk Bar Association’ retratan muy bien el espíritu lúdico de Brooks. Pero ojo que no todo aquí es fiesta de garrafa: ‘Wild Horses’ es una estupenda combinación de balada y medio tiempo y una de las favoritas del disco, ‘Mr. Blue’ funciona como instrumento honky pop; ‘New way to fly’ suena a Kenny Rogers, ‘Same old story’ es rock adulto bastante bien hecho y ‘Unanswered prayers’, a pesar del tono sentimentalón de pop cristiano, tiene una estupenda melodía.

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Para lograr despertar la atención de millones de americanos (se calcula que ha vendido más de 150 millones de discos a lo largo de su carrera) se necesitan buenos álbumes, y “No fences” lo es. El hecho de que además los más fieles seguidores del country escuchen y conozcan tu música lo suficiente como para odiarte es la prueba definitiva de que has alcanzado el éxito. El disco ha envejecido bien, es disfrutable en cualquier momento y tiene la gran virtud de no excluir al oyente por mucho que desconozca las raíces del cowboy de salón. No es fácil escuchar a Brooks en la radio (ni siquiera está en los servicios de streaming), así qué yo lo hago pinchando una escucha perfectamente resumida en CD de su grandes éxitos: “The hits”. Ahí está casi todo lo bueno de “No fences” y otro buen puñado de canciones valiosísimas de música americana de primera. No acercarse a la música de Brooks por puro ejercicio de estilo de élite es tan bobo como despreciar determinadas canciones por el hecho de sonar en emisoras comerciales, una oportunidad perdida para comprender los orígenes del country pop y su transición desde el granero de pueblo al escenario de estadio.

La música country está tan íntimamente ligada a la cultura norteamericana que no resulta extraño el escrutinio permanente que sufrieron las canciones de Brooks durante los primeros años de su carrera. La música debía sonar ruda y primitiva y contar historias salvajes tal y como lo hacían las canciones de Hank Williams. Ciertamente Brooks no era rudo, ni siquiera un poco primitivo y francamente sus canciones eran todo menos salvajes, ni falta que le hacía. Por lo general sus críticos solo veían a un muchacho de Oklahoma cantando canciones pop vestido con un disfraz de campesino, alguien que hizo que el country se convirtiera en cosa de flojos y tíos ñoños que cantaban idioteces sobre ir a pescar, hacer barbacoas o citar a Jesucristo a la más mínima oportunidad.

La categoría de icono country no es exagerada cuando hablamos de Brooks. El tipo puso de moda el género en 1990 y abrió la puerta a nuevos talentos bastante aceptables como Tim McGraw y cosas algo menos relevantes como Keith Urban. No cabe duda de que paseó sus cancioncillas fuera del clasicismo y espíritu original que Cash o Nelson reivindicaron durante los años 60 y 70. Lo curioso es que las canciones de Brooks recuperaban el brillo de los trajes y corbatas de nudo de la década de los 50, pero ahora con una producción decente y un equipo de marketing capaz de vender sal en el desierto. Muchos le acusan exactamente de todo lo contrario (utilizar los estereotipos del country clásico para enmascarar canciones pop intrascendentes), aunque siempre con la boca pequeña. Es verdad que dio brillo y llenó de estribillos cada uno de sus discos aprovechándose del factor emocional del country en América. No es exactamente lo mismo, pero sirve como ejemplo: en España el flamenco es algo instaurado y respetado. Todos sabemos lo que es y representa a pesar de que muy pocos lo conozcan de verdad. Imaginen que mañana alguien que hace una música similar a la de Enrique Morente empieza a sonar en los 40 principales, lidera las listas de éxitos y llena estadios por toda España. Se trata de un ejemplo imposible, pero puede ilustrar bien la hazaña de Brooks en USA.

Cuando vuelvo a la chica del caballo enano (ojalá recordara su nombre) no puedo dejar de pensar en las canciones de Garth Boroks. En aquella feria de ganado en un circuito de velocidad disparé balas de verdad con un revolver que pesaba una barbaridad. Mi amigo Joe Rammelsberg (un animal de casi dos metros que se había construido un granero de dos pisos usando tan solo las manos y un martillo en menos de una semana) llevaba una especie de auriculares que amortiguaban el increíble estruendo de los disparos mientras el resto de muchachos paseaban por las casetas con sus pistolas como si tal cosa. “Oscar, te toca, ahora te toca a ti”, decían, y yo apretaba el gatillo sintiendo toda la fuerza del retroceso de la pistola desde la punta de los dedos hasta algún musculo desconocido justo detrás de los hombros. “No fences” es música country verdaderamente americana, igual que disparar balas, seguramente se trata de una comparación simple como lo es un western de sobremesa, pero ¿quién quiere sofisticación cuando baila música honky tonk?

Si, Garth Brooks está mucho más cerca de Chris Martin o George Michael que de Johnny Cash, y es esa precisamente la razón por la que sus canciones funcionan. Y es verdad que de no haber sido por él muchos de sus fans serían hoy seguidores de Madonna o Eminem, vete tú a saber. Si de pasarlo bien se trata, ofrece dosis sobradas de diversión y temática más o menos insustancial ideal para recoger la cocina o doblar ropa (yo lo hago). Más de uno debería leer detenidamente algunas canciones de Pink Floyd o Radiohead para discernir el verdadero significado de la palabra insustancial y darse cuenta de que en determinados momentos hablar de comer hamburguesas o escribir canciones sobre camiones con grandes ruedas no tiene absolutamente nada de malo.

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