Lugares sin mapa, de Alastair Bonnet

Autor:

LIBROS

«Las reflexiones sobre los lugares sin lugar comentan, de forma atractiva, quiénes somos»

 

Alastair Bonnet
Lugares sin mapa
BLACKIE BOOKS, 2019

 

Texto: CÉSAR PRIETO.

 

Cada uno escoge sus focos de atracción, variados, interesantes para él sin que pretenda expandirlos al resto de la humanidad. Entre los míos están la geografía y lo que Bertrand Russell llamó «los conocimientos inútiles»; es decir, aquellas informaciones que no poseen un fin práctico —no sirven para hacer—, pero rellenan esa curiosidad innata al ser humano, ese sentirse complacido en un mundo en el que lo que tenemos nos llega casi de manera azarosa. Si juntas ambas aficiones, Lugares sin mapa es, para el que esto les comenta, un libro fascinante.

No hay nada que nos dé más la impresión —la impresión, digo— de ser algo estable que la geografía: los montes, los ríos, las ciudades, las fronteras incluso, parecen haber estado ahí por siempre y fijarse en su estabilidad. Y sin embargo, es lo más volátil que existe: hay «no lugares», islas que aparecen y desaparecen, ciudades cambiantes a cada momento, fronteras que no se sabe ni por dónde pasan. Pero, cuidado, todo este mundo no ha salido de la pluma de un estudioso de lo sobrenatural, Alastair Bonnet es profesor de Geografía Social en Newcastle, desde donde da a la luz no solo obras académicas, sino también curiosas y divulgativas.

En esta, nos encontraremos con casi 40 exposiciones sobre espacios extraños, aunque algunos sean los más cotidianos. Como las rotondas que dividen tráfico y autopistas, donde algunos guerrilleros intentan crear huertos, atípicos en un no-lugar. Islas más ortodoxas son Las Minquiers, las más meridionales del Reino Unido, 220 km2 en bajamar, que son reclamados también por Francia. O las pequeñas islas ultramarinas de Estados Unidos.

Más curiosos son los enclaves, los lingüísticos sobre todo, y entre ellos pone la lupa en el “ladino”, una lengua románica, pequeñas poblaciones sin contacto, que parecen gotas salpicadas entre Italia y Suiza. O los que son tan evanescentes como el único país inexistente: la Orden de Malta, que solo posee unas oficinas y unos cuantos hospitales, pero es miembro de la ONU y cuenta con embajadores, o tan festivos como la calle del autor en Newcastle, que se declaró independiente del Reino Unido tras el referéndum del Brexit.

Las utopías son el objeto de otro capítulo, que se centra en un nuevo concepto vital: gentes de espíritu nómada que, con la deslocalización del trabajo e internet, y con caravanas o tiendas de campaña, creen que lo mejor es no fijarse en un lugar. También utópicos son Christiania, el experimento de organización libertaria más antiguo y exitoso, justo en el centro de Copenhague, y el hábito establecido en ciertos lugares y novedoso en otros de recoger bayas y vegetales urbanos para la alimentación diaria.

También hay lugares fantasmagóricos: la estación más grande del mundo —en Tokio— le lleva por su angustiante claustrofobia a comentar un mediometraje español que vio en su adolescencia y todavía recuerda: La cabina. También son fantasmagóricos la ciudad basura de El Cairo y las calles trampas que se colocan en los mapas para detectar los plagios.

Mucha información, muchas curiosidades en las que el paisaje da una visión del hombre, no todas las informaciones son tan inútiles como aparentan al principio: las reflexiones sobre los lugares sin lugar comentan, de forma atractiva, quiénes somos.

Anterior crítica de libros: Mujeres con nombre de canción, de Juan Carlos León.

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