Los otros, de Ignacio Carral

Autor:

LIBROS

«Un valiente trabajo de orfebrería periodística que abre en canal la sociedad»

 

Ignacio Carral
Los otros
LA UÑA ROTA, 2021

 

Texto: CÉSAR PRIETO.

 

Los han visto, a diario, en su ciudad. Al bajar de su casa, en las puertas de supermercados, en bancos de los parques o rellanos –aun a media mañana–, tapados con cartones y con envases de vino barato. Hasta en la puerta de un comedor social a las diez de la mañana, esperando. Pero son una imagen solipsista, la confirmación de la teoría de George Berkeley, cuando desaparecen de nuestra vista, simplemente no existen. ¿Dónde están cuando nuestro campo visual no los percibe? ¿Dónde se esconden? ¿Cómo es su vida?

El periodismo los contempla, pero son solo datos técnicos o sociológicos, tantos por ciento, la actuación de la administración en olas de frío o de calor…, pero uno entiende que el periodismo ha de ir más allá, que se dé una verdadera investigación de aquello que nuestra mente no ve. Los periodistas se han vuelto técnicos de la comunicación y lo único que les hace entrar en la noticia son, desgraciadamente, los momentos de guerra o la infiltración en grupos extremistas, no la vida diaria.

Tenemos este periodismo. Las kellys –camareras de piso, o sea limpiadoras de los hoteles– aparecen por televisión, se nos dan datos de sus tipos de contrato, de su sueldo, pero ninguna periodista entra ahí dentro, con ellas. Sin embargo, sí que hubo una época gloriosa en que al periodismo le importaban poco las cuestiones numéricas y muchos las personales. Coincidió con los años veinte y treinta del siglo pasado. Fueron capaces. Josefina Carabias trabajó ocho días en el Hotel Palace para ver cómo era su situación. Magda Donato se recluyó en un manicomio y en una cárcel de mujeres. Todo ello nos hace ver que el nuevo periodismo no lo inventó Tom Wolfe, que en España hubo reporteros de raza mucho antes, de esos que se infiltraban en un microcosmos y lo contaban como si fuera una ficción.

Entre ellos se encuentra Ignacio Carral. Nacido en Segovia, combinó tareas de locutor de radio, periodista y profesor de instituto para ir sacando de aquí y de allá, dinero y experiencias. Su muerte de un infarto repentino, sobre la máquina de escribir donde preparaba un boletín informativo en sus estudios radiofónicos, en 1935, le hizo perderse el exilio, pero también una obra que seguramente hubiera dado grandes frutos. Están ahí sus novelas, reportajes sobre costumbres populares o series sobre el mundo de la canallesca en Marsella o el de los vagabundos.

 Los otros parte de una premisa: si se quiere pasar un mes entre rateros y mendigos, comer mendrugos de pan y dormir en los quicios de las puertas, hay que hacerse pasar por ellos; más que disfrazarse, conseguir otra identidad. Así que en un puesto del Rastro, cambian sus atildados trajes para ponerse cochambrosos pantalones y chaquetas raídas. Los zapatos casi han perdido la suela. Carral era un periodista conocido, sus fotos aparecían frecuentemente en la prensa, así que cualquier mínimo reconocimiento daba al traste con todo.

Con tres duros en el bolsillo van frecuentando tabernas esa tarde. Conocen al Pincha, que lleva la ropa que antes era de los periodistas y huye de la policía, así que van a refugiarse al piso de un amigo. Bueno, más bien se trata de una habitación que ha alquilado a una verdulera a la que, evidentemente, no abona el alquiler. Allí se entera de la situación: tener un billete en la mano en pleno Rastro y estar despistado son dos circunstancias que al Pincha le atraen como la luz a las polillas. Así que ha pasado a su poder el medio saco. Es curioso, Carral se enfrenta a un argot que no conoce, pero que permanece estable en el tiempo; cuando los protagonistas de Perros Callejeros revisan el contenido de sus tirones también hablan de sacos y medios sacos.

Los problemas estriban en dónde comer y dónde dormir. La comida se resuelve con dinero, o no se resuelve, y pasan más de un día sin comer. Suerte de algo que pueden sacar descargando verduras, jugando a fútbol con repollos, en casas de comidas económicas o casas de auxilio, en una estructura temporal muy marcada de su solidaridad: a cierta hora han de estar allí. Los “otros” también tienen regulado su tiempo.

Para lo segundo vale cualquier cosa. Los bancos de una taberna mientras llegan los primeros obreros que se dirigen a trabajar, albergues sociales llenos de camas y de ronquidos, bajo un arco del Puente de Toledo, en la pared caliente de una tahona –hasta que se pone a llover– o en una buñolería de esas de Valle-Inclán, de donde los echan a las tres y media de la madrugada: las ordenanzas municipales obligan a cerrar a esa hora.

Los ocho reportajes tienen una ligera evolución. Los primeros desarrapados con los que se mueven son pequeños atracadores, que incluso lo quieren integrar en sus actuaciones; pero, tras avisar a la posible víctima, tienen que huir. Y ahí es dónde se encuentra con los verdaderos harapientos, aquellos a los que la fortuna ha dado la espalda con desprecio. Ancianitos que lo han perdido todo, madres con hijos cuyo padre ha ido a encontrar trabajo y, solo de tanto en tanto, les envía dinero o el que medio desesperado y medio loco come hojas de periódico. Si la primera parte es picaresca, la segunda es pura miseria y dolor.

Las fotos son un milagro. Ningún fotógrafo podía acercarse y hacerle fotos a las claras, así que en momentos puntuales, cuando nadie los ve, llaman a la redacción del periódico con sus coordenadas y un fotógrafo acude corriendo. Como acompañamiento gráfico, Carral se acompaña del dibujante Francisco Rivero, del que se incluyen unos dibujos llenos de alma.

 Los otros es un valiente trabajo de orfebrería periodística que abre en canal la sociedad. Gracias a la editorial segoviana La Uña Rota se ha podido recuperar esta visión casi apocalíptica de lo que fuimos. Y también, tristemente, de lo que seguimos siendo, porque los refugiados vienen de fuera y los hemos de acoger, pero desde siempre los hemos tenido en nuestras calles.

 

Anterior crítica de libros: Los supervivientes, de Alex Schulman.

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