Una sección de CARLOS TENA.
Las playas de Brighton, de piedrecillas negras, blancas y grises, fueron testigo de las incontables peleas entre mods y rockers, en la época en la que The Who quemaban guitarras y los Rollings escandalizaban a las madres carpetovetónicas. Quién me iba a decir a mí, en una noche memorable de 1974, en aquella localidad inglesa, mientras felicitaba a los miembros del cuarteto sueco Abba por su victoria en Eurovisión, que el pianista sueco llamado Benny Anderson, coautor junto a su colega Björn de “Waterloo” y demás delicias infantiles del grupo nórdico, iba a coincidir artísticamente, en el año 2001 con el punkie británico Elvis Costello (1954), para trabajar al alimón en un sesudo disco titulado For the stars, para lucimiento de la mezzosoprano sueca Anne Sofie Von Otter, destinado a recrear temas de Tom Waits, Brian Wilson, McCartney, Jobim, y otros.
Pocos tiempo antes, en 1987, el mismo Declan McManus, verdadero nombre de este excelente músico, conducía en la sombra (el director musical fue T-Bone Burnettte) la puesta en escena del no menos impresionante homenaje al llorado Roy Orbison (A black and white night), manejando los hilos de una estructura en la que se movían, nerviosos como chiquillos en su primer concierto, artistas de la talla de Bruce Springsteen, Tom Waits, KD Lang, Jackson Browne o Bonnie Raitt. Momento memorable de esa noche mágica, el instante en que Costello aparta cariñosamente a Waits del pequeño pero juguetón órgano Farfisa, para seguir responsabilizándose en la sombra de ese recital rodado en blanco y negro, testamento cinematográfico involuntario del creador de joyas como “In dreams”, que murió pocas semanas después, de un ataque fulminante al corazón.
Nada es lo que parece, me solía decir mi abuelo paterno, asunto que comprobé en otras ocasiones, como durante la grabación de aquella memorable despedida (1987) del televisivo Auanbabuluba, en la que logramos que Julián Hernández (Siniestro Total y otros derivados) dejara por unos minutos de aporrear malamente los tambores, para acompañar al piano, ataviado con un impecable chaqué, a la añorada Cristina Lliso (Esclarecidos) cantando “Arponera”.
Todo esto viene a colación por la trayectoria que Elvis ha desarrollado a lo largo de seis lustros, en los que se le ha clasificado en varios apartados, dado que el inquieto joven coquetea alegremente con la new wave, el rock, el punk, e incluso con la balada más tierna, como cuando adaptó el tema de “Tous les visages de l’ amour”, original de Charles Aznavour convirtiéndolo en “She” para adornar las escenas de la película Nottin’ Hill. No contento con ello, fue capaz meses más tarde de seducir a Paul McCartney y a Burt Bacharach, demostrando no sólo una diplomacia rayana en lo imposible, sino también un envidiable eclecticismo cultural
Como decía mi abuela materna (ya no la tengo y se me nota mucho), la música suele estar dividida en dos géneros: el bueno y el malo. El asunto es saber decantarse por el primero, aunque conviene de cuando en vez meterse en el muladar del segundo, para calibrar mejor la que nos encoge el alma. Con ello no quiero decir que te metas una ración descomunal de “Aserejé”, para degustar con más elementos de juicio pastelillos como “Me cago en el amor”, del nunca bien ponderado Tonino Carotone, sino para que estupendas memeces como “Sugar baby love” de los Rubettes, nos ayuden a la comprensión del indudable y potente atractivo de la mala música, y luego podamos disfrutar de las mieles de Costello y sus producciones, sobre todo desde el 2002, año en que el chaval fichó por la muy seria y muy culta compañía alemana Deutsche Grammophon, o sea, la que lleva mas de sesenta años editando y reeditando, entre otras maravillas, las sinfonías clásicas de Ludwig Van Beethoven, bajo la batuta genial del director nazi (qué pena) Herbert Von Barajan.
A pesar de su atípica trayectoria profesional, Elvis Costello rechazó en múltiples ocasiones otros trabajos que no fueran los exigidos a las gentes de la música joven. Descubierto cuando el mundo se agitaba musicalmente con la new wave, y considerado entonces como una suerte de punkie con gafas de miope (a lo Julián, o a lo Poch, ambos insustituibles), se ha ganado con el sudor de sus manos un lugar en el Olimpo de los dioses del ritmo.
En 1977, Declan tenía 23 años, pero ya era un tempranero padre de familia, que se ganaba el sustento gracias a su experiencia como programador informático, lo que no le impidió vivir con una sola idea en la cabeza: ser una estrella de la música rock. Incansable, solía actuar en pequeños clubes con su grupo de country-rock, Flip City, llegando a grabar algunas de sus canciones. Ese mismo año, uno de esos demos llega a manos de Jack Riviera, uno de los principales dirigentes de la etiqueta Stiff, punta de lanza de la nueva ola británica. El director artístico le concede una oportunidad publicando su primer álbum en solitario: My aim is true. Rebautizado entonces como Elvis Costello, justo tres meses antes de la muerte de Presley, la crítica especializada destaca su genialidad incipiente, alabando la versatilidad del chaval, capaz de pasar de una canción pop de amor como “Allison”, a un confortable reggae, “Watching the detectives”. El joven McManus tiene además un carácter simpático, aunque radical, con la agresividad suficiente para salir de un problema sin mácula, o convencer incluso a los enemigos de su calidad como músico y compositor.
En 1978, deja Stiff y se incorpora junto a varios de sus colegas, como el no menos maravilloso productor y cantante Nick Lowe, a una etiqueta recientemente creada: Radar, en la que debuta con su banda The Attractions, publicando en 1978 This year’s model, sin perder un ápice de su ya demostrada versatilidad. El público le aclama cuando lanza la canción “I Don’t wanna go to Chelsea”, que coincide con la imparable moda del ska, reforzando su imagen de joven prodigio de la nueva ola, que confirma nuevamente con el disco Armed Forces (1979), logrando piezas que ya son clásicas como aquel himno hippie llamado “(What’ s so funny ‘bout) Peace, love and understanding”.
Costello comienza en esa época sus pinitos como productor, colaborando en el primer álbum de The Specials, que coincide con el abandono de Radar y el fichaje para una nueva etiqueta, Riviera: con la que publica, siempre con The Attractions, Get happy! (1980) en el que hay reggae, sonidos de los años 60, y baladas al estilo de “Riot act”, cuya repercusión es total. El diablo de la curiosidad no le mata, como al gato, sino que ese nerviosismo constante por cruzar sendas diversas y antagónicas le lleva a editar obras tan diferentes como el simpático Almost blue, con claro sabor campero, u otros más ambiciosos como Imperial bedroom, en el que deja entrever su admiración por los Beatles del Sargento Pimienta, o el magistral Punch the clock (1983), que contiene temas irónicos sobre la familia real británica (“Everyday I write the book”) o baladas espléndidas cual es “Shipbuilding”, de la que Robert Wyatt hizo años más tarde una versión que pone los pelos de punta.
Goodbye cruel world, será su primer álbum en solitario desde My aim is true, pero resulta un rotundo fracaso comercial, lo que supera sin problema alguno, editando canciones inscritas en el remanso del pop cada vez más ingenuo (King of America, 1986), donde siembra pizcas de semillas celtas. Sigue colaborando con otros artistas, en particular con The Pogues, para quien edita Rum, sodomy & the lash en 1985. Aprovechando muy bien el tiempo para solventar sus problemas afectivos, cosa que soluciona contrayendo matrimonio con la bajista del grupo, Cait O’Riordan, de la que se divorciaría en 2002.
Mediados la década de los ochenta, Elvis mantiene un éxito relativo que se engrandece con producciones impregnadas del rock más puro, por ejemplo I want you, aunque su regreso triunfal tiene el nombre de Spike. Reconocido como uno de los más grandes músicos del siglo XX, Costello sorprende a crítica y fans con obras como Brutal youth (1994), Kojak variety (1995) o All this useless beauty (1996), aunque también recibe un varapalo por otros atrevidos experimentos como The Juliet letters (1993), interpretado por The Brodski Quartet, una tentativa valiente por aproximarse al complicado e ingrato terreno de la música contemporánea, a la que sigue algo absolutamente “light”: un disco junto al inmenso compositor Burt Bacharach, titulado Painted from memor, con el que emprende una gira mundial. El letrista Hal David no fue invitado.
Activo y fresco, como si tuviera veinte años, publica ya en el siglo XXI, entre otros títulos, When I was cruel en el sello Island, luego North e Il sogno, ya bajo los auspicios de la Deutsche Grammophon. Estos discos siguen reflejando su olfato inagotable para combinar el pop sencillo, con arreglos que emergen desde la llamada música clásica y con riquísimos matices de su nueva pasión: el jazz, revelación sonora a la que llega perdidamente enamorado, nada menos que de la excelsa pianista canadiense Diana Krall con la que se casa en 2004, con la que compone canciones y de la que tiene ya un par de hermosos gemelos: Dexter Henry Lorcan y Frank Harlan James. Un merecido cuento de hadas.
El cine sigue siendo otra de sus pasiones, demostrada en varias bandas sonoras y últimamente, incluso participando como actor en filmes como Delirious. En suma, a los 53 años, Costello es sin duda una de esas figuras geniales que bebe de todas las músicas, juega con ellas, elige las más ricas, y nos hace disfrutar de todas ellas como chiquillos con zapatos nuevos.