Lo de Billie Eilish en Barcelona, deslumbrante

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«Canta colgada, corriendo, tumbada. Y canta siempre. Y lo canta todo. Sin red. Sin voz enlatada. Y haciéndolo como los ángeles»

 

A la segunda noche de Billie Eilish en Barcelona acudió Carlos Pérez de Ziriza. Hoy nos cuenta como se desenvolvió un concierto para la historia de una artista que ya ha hecho historia.

 

Billie Eilish
Palau Sant Jordi, Barcelona
Domingo 15 de junio de 2025

 

Texto y foto: CARLOS PÉREZ DE ZIRIZA.

 

Comienzo con una disculpa: seguro que está fea la comparación entre talentos por motivo de género porque es algo que deberíamos tener más que superado, pero lo de Billie Eilish en directo destaca muchísimo por contexto, y más después de haber asistido al Primavera Sound la semana pasada. A diferencia de la plana mayor de mega estrellas femeninas que han eclosionado durante la última década, no necesita blandir una imagen hipersexualizada, ni rodearse de infartantes coreografías, ni desarrollar un concepto argumental que tire del hilo ni tampoco erigirse en emblema queer o LGTBI. No. Triunfa de un modo más natural, desenvuelto, fluido.

Sale al escenario desde un enorme cubo con una camiseta de Marithé François Girbaud (una marca que yo creía muerta y enterrada: la tengo asociada a cuando los adolescentes de finales de los ochenta nos creíamos guais por llevar jeans Chipie o Liberto o suéteres Privata) como de equipo de fútbol americano, pantalones de deporte y calcetos blancos hasta las rodillas. Y se mueve cómo y por donde le da la gana, entre las cuatro esquinas del escenario central, ubicado en medio de la pista. Sin más coordinación que la que le apetece. Como si nos recibiera en el salón de su casa. Canta colgada, corriendo, tumbada. Y canta siempre. Y lo canta todo. Sin red. Sin voz enlatada. Y haciéndolo como los ángeles. Dominando todos y cada uno de sus registros: la Billie baladista, la Billie truculenta, la Billie synth pop. Hasta la Billie ravera, porque el enloquecido tramo final de “Oxytocin” —uno de los puntos álgidos de la noche— me recordó a la EBM centroeuropea, también de finales de los ochenta: aquella escuela de Front 242. Un fiestón. Pero siempre con enfoque contemporáneo: los puntos de fricción de su argumentario con la rítmica del trap o del hip hop son evidentes.

La californiana maneja todos los resortes de su argumentario en escena con la misma solvencia que en sus tres discos. Te apabulla. Te noquea. Te maravilla. A mí y a las otras 18.000 personas que anoche asistieron al segundo de sus dos bolos consecutivos en el Palau Sant Jordi. En cinco años ha doblado su capacidad de convocatoria, obligando a programar una segunda fecha: recordemos que en 2019 ya pasó al Sant Jordi porque la previsión de 5.000 espectadores que iban teóricamente a verla en el Poble Espanyol se quedó más que corta. Es impresionante que todo este bagaje lo acumule sin haber cumplido los 24 años. Ni siquiera había nacido cuando cayeron las Torres Gemelas. Intimida pensar hasta dónde puede llegar.

El de anoche (tras el pase del británico Tom Odell como telonero: correcto sin más, me resulta tan insípido como cuando lo descubrí en el FIB de 2014) fue uno de los mejores conciertos de arena (o de estadio) que uno recuerda en mucho tiempo. Una hora y cuarenta minutos en los que no sobró (al menos, a mí no) absolutamente nada. Una banda de cuatro músicos —batería, bajo, guitarra, teclados y dos coristas— secundándola en un plano escénico inferior, medio encubiertos en sendos fosos abiertos sobre la tarima, y una intérprete en estado de gracia, luciendo la seguridad y el aplomo propios de una inteligencia privilegiada. De esas que encajan los alaridos del público sin mohínes sobreactuados. Sin dárselas de diva.

Una escenografía precisa, impecable en lo lumínico, sin incurrir en lo recargado. Y cortes inapelables, sin que ninguno de sus tres discos (el segundo de ellos fue mejor álbum internacional de 2021 para Efe Eme) predomine claramente sobre los otros: “Chihiro”, “Lunch”, “Bad guy”, “Skinny”, “Your power”, “Happier than ever”, “Guess” (su dueto con Charli XCX, con la imagen de la británica en la pantalla) o la pegadiza “Birds of a feather”, con la que cerró. Con la guitarra, con el piano, sin nada. Luciendo vulnerabilidad y júbilo no como socorridas coartadas para justificar canciones mediocres: al contrario. Y sin que nadie se acuerde ya de su hermano Finneas, quien era partenaire indispensable en sus conciertos cuando se dio a conocer en todo el mundo. Incluso quien albergue aún ciertos prejuicios en torno a la órbita mainstream tendrá que claudicar: Billie Eilish es una artista enorme. Descomunal.

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