Libros: «Rayuela», de Julio Cortázar

Autor:

«La nueva lectura inyecta pasión porque la sangre que circula por “Rayuela” sigue siendo un emocionante canto a la vida»

cortazar-05-10-13

Julio Cortazar
«Rayuela»
ALFAGUARA

 

 

Texto: CÉSAR PRIETO.

 

 

No imagino a nadie que no haya leído «Rayuela» acercándose a esta reseña, quien hubiera sentido curiosidad ha tenido cincuenta años para abordarla; tampoco imagino a nadie que la haya leído evitar esta página, siquiera por curiosidad ante un texto que marca ese traqueteo anímico que las buenas obras nos sacuden. No lo imagino, porque es lo que me ha sucedido a mí, que ante el anuncio de que Alfaguara editaba la versión que conmemoraba el medio siglo, he corrido hacia ella.

Soy de los que no ha leído la novela completa desde un entonces muy lejano; un entonces que se centra en un chaval apenas de diecisiete que apretaba su ejemplar de Bruguera y recibía el cambio en un kiosko de las Ramblas, lugar inmejorable para comprarla. Así que en la relectura –dos veces, los dos órdenes proyectados por Cortázar– intenté indagar sobre qué validez podría alcanzar hoy una obra máxima de las letras hispanoamericanas; ¿lo sigue siendo?

Así que no les voy a recrear esta historia de exiliados en el París en los años sesenta, sino a probar si le veo sentido en el siglo XXI, y la primera constancia es que “Rayuela” ha envejecido muy decentemente, quizás los capítulos más experimentales resulten hoy obvios en su vanguardismo, muy de época, pero la trama en sí –quizás lo que menos importara en aquellos años– se ha pintado con el barniz de los clásicos y “Rayuela” ha conseguido el estatus de soberbia novela de amor, una épica exaltación romántica casi a la manera del siglo XIX. Los cuatro personajes femeninos son fascinantes, no solo la Maga, destacada como icono desde la primera frase, sino también la sensualidad de Pola, la actitud sumisa de Gekrepten y la indefensión de Talita, personaje a quien una segunda lectura hace crecer enormemente. Es, definitivamente, una novela de personajes en la que el mayor secundario se retrata con detallado puntillismo.

También es sencillo comprobar que determinados episodios –al fin y al cabo los más definitorios– conservan intacta su fuerza. El episodio de Berthe Trépat sigue resultando hilarante, la muerte de Rocamadour no ha perdido un ápice de su angustioso desarrollo y la escena del tablón conserva esa mezcla de conmiseración y desazón; si acaso, han mejorado su trazado, han afinado su lenguaje mezcla de calle y lirismo.

Tan importantes como la pervivencia actual son las líneas que “Rayuela” abre en la literatura en castellano, quizás menos definitorias que las de otros autores, más discontinuas, pero hermosas flores de un día. “Larva” –un glíglico intelectual- de Julián Ríos en el estilo o “Los detectives salvajes” de Bolaño en la estructura son evidentes deudoras que crearon su propio arsenal de acólitos desde una narración que ya tenía acérrimos integrantes de su iglesia.

Importante, quizás, para el lector de esta revista, sea la presencia de cuñas musicales, el Club de la Serpiente tiene uno de sus nexos de unión en el jazz, así que en el fonógrafo de sus apartamentos suenan continuamente Stan Getz, Lester Young, Bessie Smith o Ella Fitzgerald, y no solo eso sino que los personajes establecen valoraciones, conectan solos de trompeta con el existencial final de los cincuenta, y se sirven como argumento de otro de los motivos de la obra: la crítica de la cultura como manera de evadirse de la acción, un Oliveira en cierta medida hamletiano. Quizá los nuevos tiempos hayan dejado viejo este aspecto político. Quizá también ocurra que nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos, que ese chaval de diecisiete años que la compró en la edición de Bruguera ya haya vivido demasiado; pero aún así la nueva lectura inyecta pasión porque la sangre que circula por “Rayuela” sigue siendo un emocionante canto a la vida.

Anterior crítica de libros: “Una rubia imponente”, de Dorothy Parker.

Artículos relacionados