Leonard Cohen: La infinita clase del monje fornicador

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«Un ciudadano de setenta y ocho años capaz de cantar durante tres horas. Treinta canciones donde no hay respiro, ni huesos para el público ni colectivos oe oe oe ni, en definitiva, guiños a la demagogia»

 

Leonard Cohen
20 de diciembre de 2012
Barclays Center, Brooklyn, Nueva York

 

 

Texto: JULIO VALDEÓN BLANCO.

 

 

Reencuentro con Leonard Cohen, al que habíamos visto en el Radio City Music Hall hace dos años. Del art decó fastuoso de los Rockefeller al Barkclays Center, Brooklyn, primer pabellón construido en Nueva York desde hace años. Una versión estilizada del Madison Square Garden con un sonido pasable, donde contribuye al lustre la propia banda, disciplinado ejercito de virtuosos con el freno echado. Palabras clave: contención y elegancia. Por no estrangular la máquina controlan el volumen, evitan acoples, suciedad y manchas, sobre la palabra del canadiense. Guitarras eléctricas, bandurrias, órgano Hammond, bajo, batería y violín pintaban de espuma fértil las canciones, donde sumar tres ángeles, las jovencísimas hermanas Webb más Sharon Robinson, socia musical de Mr. Cohen en discos como «Ten new songs» e himnos como ‘Waitin’ for the miracle’. Con semejantes mimbres el 99% de los artistas ofrecería un carnaval lujoso pero ubicado en zonas libres de riesgo sísmico. Como el poeta no pertenece al 99% de nada, va por libre, suceden prodigios: que como los coros sean arcangélicos y, al tiempo, sexuados, mientras la calculada intensidad se desboca de continuo. Por cada arrumaco o jadeo zumbaban enjambres de cuchillas. Áspero, tierno, dandy, obsceno y laborioso, Cohen bailó cual esforzado gladiador, se arrodillaba a cada rato, saludó a sus músicos y jugó con una voz que habiendo perdido tanto aún conserva sus coordenadas esenciales.

El vago bastardo del que habla en su canción de 2012 es un ciudadano de setenta y ocho años capaz de cantar durante tres horas. Treinta canciones donde no hay respiro, ni huesos para el público ni colectivos oe oe oe ni, en definitiva, guiños a la demagogia. Lo suyo es un ejercicio desgarrado que cuando no conmueve asusta y cuando no te buscará llorando. Como escribieron en el «New York Times», sus conciertos no admiten la posibilidad de que el gentío se distraiga. Si eres incapaz de concentrarte, o sea, si mentalmente permaneces en los tres años, abonado al culo, pedo, caca, etc., o en su defecto a la pirotecnia diseñada para paliar déficits de atención, no vayas porque te aburrirás y, de paso, joderás al vecino. Ahora, si mantienes los sentidos normalmente afilados y una sensibilidad adulta, si sufriste y amaste, sentiste los pies de la muerte rondando tu cama o sabes de enfermedad, lujuria, sueños, depresión, deseo o celos, en el caso de que hayas conocido la derrota en sus múltiples encarnaciones, si estás vivo, o sea, y no eres tonto, te aguarda un atormentado y exquisito nirvana.

Sonaron ‘Dance me to the end of love’, ‘Everybody knows’ o ‘There ain’t no cure for love’. Ya digo que Cohen cantaba a menudo arrodillado, más incluso que en 2009. Como si fuera el oficiante secreto de alguna religión terrible, golosa, sabia y mundana. Disfrutamos de muchos temas de su penúltima etapa, multitud de cortes de ‘I’m your man’ y ‘The future’. Hubo tiempo para contadas pausas acústicas, momentos de introspección, una salmodia recitada, ‘A thousand kisses deep’, y ‘Chelsea hotel’, eterna oda al malherido hotel Chelsea, a Janis Joplin, el erotismo furtivo, los petirrojos extraviados y los obreros de la canción. El apocalipsis en L.A., Hiroshima, Stalin, Hitler, San Pablo, el pequeño judío que escribió la Biblia y los poetas que imitan a Charlie Manson ondeaban en el cielo de ‘The future’. Tras el descanso, otra impecable sucesión de himnos. ‘Lover, lover, lover’. La majestuosa y gamberra ‘Democracy’. La apoteosis de ‘So long Marianne’. El inevitable y melancólico ‘Famous blue raincoat’. El amargo subidón de una ‘Closing time’ a mil por hora. El arrebatador viento de ‘First we take Manhattan’… Como ropaje, country quemado, blues intuido, folk eléctrico, polkas crepusculares y ecos, mezclados, del París vanguardista, el Berlín de Kurt Weiss y Bertolt Brecht, el Alabaicín granadino, esa sublime ‘Take this waltz’, y la tradición mediterránea, todo gobernado por un Rimbaud zumbado de tristeza entre neones.

Cuando sonó ‘Halelluya’ uno no podía por menos que recordar la famosa anécdota según la cual Leonard y Bob (Dylan, «of course»), compartiendo confidencias del oficio, se preguntaron cuánto habían tardado en escribir, respectivamente, ‘Halelluya’ y ‘I and I’. Quince minutos, respondió Dylan. Cuatro años, contestó el autor de la primera, avergonzado porque en realidad fueron más, incapaz de soltar la canción mientras armaba y descartaba cientos de versos. Bendita sea, solo faltaba, la proverbial facilidad dylanita, sus inimitables arranques de furia creadora, cuando las canciones se le caían de los bolsillos, pero bendita también la timidez y profesionalidad del hombre de la voz cavernosa, porque gracias a su obsesión por el verso ardiente y cuajado disfrutamos de un cancionero mayúsculo, y aunque durante el concierto no hubo sorpresas, y ni siquiera cambió el repertorio respecto al recital que había ofrecido tres días antes, le sobró con pasear por el sendero de unas canciones grandiosas, que mantienen intactas sus inquietantes cualidades, para noquearnos. En este mundo nuestro, a menudo mezquino, también hay clase, oficio, talento, hermosura y chulería, nostalgia, poderío, coña inteligente e irreductible ironía. Atributos mal repartidos y poco abundantes de los que Cohen dispone con millonaria abundancia. Hipnotizados feligreses, bien que lo agradecemos.

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