“La séptima función del lenguaje”, de Laurent Binet

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“El texto peca de irregularidad, a veces efectivo, a veces hilarante, en ocasiones algo farragoso”

 

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Laurent Binet
“La séptima función del lenguaje”
SEIX BARRAL

 

Texto: CÉSAR PRIETO.

 

Aquellos que hemos tenido formación lingüística estamos familiarizados con nombres como los de Kristeva, Derrida, Genette o Todorov; estructuralistas que en algún caso venían del este y que en el Paris de los años sesenta y setenta, explicado sucintamente, impusieron una nueva manera de leer. También estaba entre ellos Roman Jakobson, a quien quizás tampoco tendrán en mente pero que es el creador de esa teoría sobre las funciones del lenguaje por la que todos hemos pasado en nuestras aulas –recuerden: fática, poética…–. Quizás el más mediático de todos ellos sea Umberto Eco, ya popular como semiólogo pero masivo como novelista. Y el motivo principal de la obra: Roland Barthes, que muere el 25 de marzo de 1980, a resultas de las lesiones producidas al ser atropellado por una furgoneta cuando cruzaba la calle tras salir de la Sorbona.

Con todos estos mimbres, Laurent Binet publica su segunda novela, tras haber ganado con la primera el Premio Goncourt y se convierte en el éxito editorial del pasado año en Francia. La muerte de Barthes ocupa las primeras páginas, con descripciones metódicas, hasta que aparece en escena Jacques Bayard, un inspector enormemente conservador e instintivo, que no entiende absolutamente nada de lo que le cuenta la gente cercana a Barthes. El tono de la obra bascula entre la leve ironía y el esperpento sangrante, pero se mueve con mejor pulso en la primera; ejemplo: las escenas del inspector intentando desentrañar el lenguaje críptico que es piedra angular de las obras sobre semiología.

Vista su falta de competencia, acude a un joven profesor –Simon Herzog– que le va a servir para desentrañar todo este mundo, desconocido para él. Desde el primer momento, ya da pruebas de su empleo de la interpretación de los signos para desvelar toda la vida del inspector, así que queda establecida la relación entre ellos: la de Holmes y Watson, pero invertida.

Y a partir de aquí todo un muestrario de altibajos narrativos que pasa por varias ciudades –Venecia, Bolonia, Ithaca y su Universidad Cornell…– y por persecuciones automovilísticas, fiestas de alto copete, espionaje búlgaro y japonés al más puro estilo Le Carré, antros de homosexuales, ambientes oníricos, reuniones secretas de dialéctica en las que en castigo al perdedor va más allá de lo sensato y el fondo político de la campaña electoral de las elecciones francesas que llevaron al poder a Mitterrand en 1981 en detrimento de Giscard.

Precisamente este factor va a ser el que de combustible a todo el entramado de inteligencia puesto que lo que se busca son unos estudios de Barthes sobre la séptima función del lenguaje –sí señor, en clase les engañaron, no hay seis, hay más de seis–, una función performativa que por otro lado no es alto secreto, el norteamericano Austin la estudia muy por extenso, pero que puede desequilibrar la balanza hacia uno de los dos candidatos.

Una trama realmente tan sencilla y un desarrollo tan amplio –bastante más de cuatrocientas páginas–, obligan a que Binet tenga que acumular episodios, así que el texto peca de irregularidad, a veces efectivo, a veces hilarante, en ocasiones algo farragoso, intentando cambios de estilo con frecuencia, teniendo que explicar –de forma muy clara, eso sí– conceptos de teoría de los signos. Vayan a ella, no obstante, con ánimo, porque al fin y al cabo, las páginas en las que el autor acierta dominan y la novela acaba dejando un poso de experiencia lectora productiva y agradable.

 

 

Anterior crítica de libros: “En busca de los discos perdidos”, de Eric Spitznagel.

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