La mejor voluntad, de Jane Smiley

Autor:

LIBROS

«Todo tiene un pulso perfecto e inevitable para llegar al sorprendente final»

 

Jane Smiley
La mejor voluntad
SEXTO PISO, 2021

 

Texto: CÉSAR PRIETO.

 

El hombre del siglo XXI está convencido de que, en la configuración de su ideario, una parte muy importante deriva de que a finales de los años sesenta las corrientes culturales optaron por una vuelta a la vida sencilla, al contacto con la naturaleza y al intento de relaciones y consumos que huyesen del capitalismo. Crea en ellas o no, alguna noticia puntual en que aún se despliega ese marco, ciertas técnicas publicitarias, bromas entre amigos, dan fe de que el espíritu hippie todavía es un valor, positivo o negativo, eso depende. Pues bien, la premisa es falsa. Esta latente pulsión de que hay un paraíso de pureza no nace en los hippies, es connatural al hombre occidental, está en su memoria filogenética. No voy a derivar a clase de literatura, pero sí citar unos cuantos nombres: Teócrito, Virgilio, el Renacimiento, la galante poesía rococó… Todos ellos anhelaron un estado de pureza natural primigenia. Qué casualidad: ha coincidido siempre con épocas en que las sociedades urbanas crecían de forma desaforada o los avances tecnológicos iban a la velocidad de la luz.

Pero vamos a nuestra novela. En La mejor voluntad, el marco ambiental es este. Bob y Liz, junto a su hijo Tommy, de siete años, han conseguido este contacto con la naturaleza que desde siempre el hombre europeo conoce que es donde reposa la verdadera felicidad. Tras la compra de un amplio terreno, en una subasta de bienes, a cinco kilómetros del pueblo más cercano, Bob ha construido su propia casa. Tiene algunos animales, cultiva sus propios alimentos, se hace su propia ropa. Lo más cercano a lo idílico que se puede soñar.

Su día a día transcurre con unas tareas precisas. Que estés en contacto con la naturaleza no significa que hayas esquivado la rutina, que se lo digan a los campesinos. Sin embargo, desde las primeras páginas, el lector percibe que algo no funciona. Su forma de vida hace que Bob sea objeto de una entrevista por parte de una escritora que busca experiencias alternativas. Este —veterano de Vietnam— se vanagloria de todo lo que ha conseguido, quiere sentirse admirado. Le enseña su taller: todo está en un orden exacto y geométrico. Herramientas que ha usado hace media hora brillan como nuevas.

El foco narrativo está en él: observa y describe. Describe, por ejemplo, a Tommy, al que adora. Quiere que sea un pequeño salvaje y se enfada cuando este llora el día que han de sacrificar a los corderos. A veces, de pasada, ve que reacciona con nerviosismo, que hace sonidos extraños. En ocasiones, Tommy tiene unos ojos demasiado ansiosos. Un día, desde el colegio al que asiste para tener un mínimo contacto social, avisan de que ha habido un problema. Tommy ha robado dos muñecas de la mochila de una compañera, las ha retorcido hasta romperlas y les ha destrozado la ropa. Es una compañera a la que llama «negrata». A partir de aquí sigan leyendo ustedes.

En el fondo, este no es un libro que trate de la relación del hombre con su medio vital, es un libro que trata de la educación, un libro que le da la vuelta al calcetín de Rousseau y plantea si esta ha de estar ligada a la libertad o ha de ejecutarse con una planificación mesurada. No crean que es un debate superado o decidido; algunas tendencias pedagógicas actuales abogan por lo primero. Jane Smiley utiliza la novela como tesis para apostar por lo segundo. En todo caso, lo resuelve con un artefacto literario de mecanismo tan perfecto como un reloj. Todo está ligado y todo tiene una función: el frío y el calor, los espacios abiertos y los cerrados, la soledad y la interacción. Todo tiene un pulso perfecto e inevitable para llegar al sorprendente final.

Anterior crítica de libros: Amor crónico. Memorias de Chris Frantz, de Chris Frantz

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