La mascarada del siglo: Las canciones chicle y los placeres (no) culpables

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«¿Por qué solemos tener en menor estima aquellos discos que más solemos exprimir frente a aquellos que solo reservamos para momentos muy señalados?»

 

Desde hoy, y con periodicidad quincenal, Carlos Pérez de Ziriza ofrecerá su visión del pop del momento en «La mascarada del siglo», una columna de opinión que se inaugura reflexionando sobre la funcionalidad y la calidad.

 

 

Una sección de CARLOS PÉREZ DE ZIRIZA.

 

 

No podemos (al menos, no debemos, aunque la praxis generalizada sea la contraria) desligar la evaluación crítica de cualquier novedad discográfica de los usos sociales que de ellas se derivan. Y es cierto que calibrar la valía de cualquier artefacto pop no debe ser un frío ejercicio de entomología, absolutamente desprovisto de emoción por parte de quien lo juzga. Pero tan cierto como eso es el hecho de que, a la hora de recomendar o desdeñar un disco (lo mismo da un single, un álbum al uso o un recopilatorio), las sensaciones meramente personales del escriba nunca deben ser el filtro primordial que condicione, casi al 100%, la visión que le llega al lector. Y ese es, innegablemente, el pernicioso prurito que impregna al 90% de las webs de nuevo cuño, supuestamente especializadas en música pop, herederas en espíritu (muchas veces sin saberlo) del fanzinerismo militante de los años noventa. Para hacer literatura, doctores tiene la Iglesia. Y el ciberespacio ya está suficientemente preñado de mala literatura alrededor de la música pop, de textos artificiosamente henchidos de pretensiones, cuando no se tiene ni la mínima competencia lingüística (comenzando por los acentos) ni la suficiente base cultural como para que el plumilla de turno se erija en protagonista, ni siquiera en un médium cualificado.

Toda esta perorata viene a cuento del último single de Phoenix, aunque podría ser consecuencia de cualquiera de las contagiosas canciones que muchos de sus correligionarios sonoros, si es que así se les puede considerar, han ido facturando en las últimas temporadas. Porque escuchar ‘Entertainment’, adelanto del inminente Bankrupt! (el título no puede ser más acorde con los tiempos, sobre todo, viniendo de una banda del corazón de la vieja Europa) invita a pensar en que habría que recalibrar la funcionalidad festiva y euforizante de esta clase de canciones para que gozasen del beneplácito crítico. Esos singles fulgurantes, de lujosa envoltura y cualidades pegajosas, que rara vez suelen estar incluidos en los álbumes que pueblan aquellas listas a las que, cada fin de año, tan proclives somos los que escribimos sobre este negociado, en nuestro intento por poner puertas al hiperpoblado campo de la producción pop contemporánea. Esas canciones en las que, sin duda infectados por el virus de la sobreinformación, sus artífices patentan su talento en jirones de multitud de influencias de lo más recónditas, aunque el resultado final carezca de la hondura que sí les exigimos a nuestros tótems sonoros de toda la vida. Esas melodías extasiantes que se convierten, las más de las veces, en auténticos placeres sombreados de cierta culpabilidad. O, a veces, de ninguna culpabilidad, qué puñetas. Es lo mismo que pasa con los mejores momentos de Two Door Cinema Club, Passion Pit o The Ting Tings, por poner solo tres ejemplos, y con sus correspondientes salvedades. ¿Es el bubblegum pop –un invento nada novedoso– para los nuevos tiempos? ¿Es simplemente un placebo ante la orfandad, quién sabe si ya irremediable, de esa sensación de estar asistiendo, en vivo y en directo, a auténticos hitos en la evolución del pop (como fueron la irrupción de Pixies, Sonic Youth y demás luminarias del noise rock yanqui, el bombazo de Nirvana y la marea grunge, la eclosión del sonido Madchester o el advenimiento del trip hop; no digamos ya de quienes vivieron de primera mano la explosión de purpurina del glam rock o el sarpullido punk)? ¿Es la prolongación peterpanesca de nuestro sueño de una noche de verano, concretado en un atardecer soleado en un recinto costero cualquiera, frecuentado por caras guapas, lozanía juvenil y esa «joie de vivre» tan inherente a citas estivales como el FIB?

Ninguno de estos interrogantes contesta a la pregunta de por qué no siempre los discos que más disfrutamos son los que más valoramos. O, mejor dicho, por qué solemos tener en menor estima aquellos discos que más solemos exprimir frente a aquellos que solo reservamos para momentos muy señalados. Cualquiera de estos petardazos de nueva hornada palidecería ante el solitario deleite que uno puede experimentar, mullido en el salón de su casa, escuchando a Nick Cave, David Sylvian, The Blue Nile o Dead Can Dance. Obras sobrias, maceradas, de un fuste indiscutible, que le reconcilian a uno consigo mismo, aunque no siempre con la humanidad. Pero se da la casualidad de que, quizá ahora más que nunca (en estos tiempos en los que parece que no tiene sentido disfrutar de un disco si no se puede compartir en Facebook), el goce musical sea más comunal y menos individual que nunca. Y, como decía aquel, tampoco se puede (ni conviene) subsistir comiendo caviar a diario.

Ya decía el insigne Ignacio Julià en las páginas de «Ruta 66», hace unos años, que solo podía empaparse de Scott Walker (a propósito del escalofriante “The drift”) aprovechando aquellos momentos en que su señora esposa no estaba en casa. No hay testimonio más gráfico del frecuente desfase, entre funcionalidad y marchamo de calidad, en el que cada vez se encuentra más sumido el ejercicio de la crítica musical. O lo que aún queda de ella.

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