COMBUSTIONES
«Un modelo de negocio que prometía el paraíso y está llevando al guano a buena parte de los músicos»
Por un lado, el algoritmo, que comienza a sustituir nuestra libertad de elección para hacernos caer en una comodidad ficticia e interesada. Por el otro, el streaming, que tanto prometía pero que no termina de cumplir. Julio Valdeón analiza las actuales formas de consumo musical encaminadas hacia nuevas formas de vida.
Una sección de JULIO VALDEÓN.
Encuentro un artículo espeluznante. Lo firma el periodista cultural Ted Gioia. Ríase usted de la rueda que ha drenado los royalties de nuestros músicos. Resumen: cada vez más personas confían en sus plataformas de streaming para que les seleccione la música. Ni siquiera buscan ellos mismos los artistas. Para qué, si el motorcito digital cumple como eficiente curator. Las órdenes, tipo «música para estudiar», «música para relajarse», o bien «reggae», etc., las responden unos algoritmos no necesariamente inocentes. Según Giogia, si uno posee los conocimientos y la capacidad para manipularlos, si uno sabe cómo redirigir el tráfico y cómo nutrirlos, puede hacerse millonario. La pereza o la comodidad, o el poco interés en los ingredientes que componen la papilla ambiente, la progresiva transformación del consumo musical en una actividad cada vez más pasiva, lejanos ya los tiempos en que uno no podía permitirse equivocarse con los discos que compraba, contribuyen a que avispados se forren mientras los artistas son progresivamente arrinconados. Las plataformas, recuerden que, según nuestros filósofos electroduendes, empoderados adivinos, revolucionarios e insurgentes, iban a repartir los beneficios y la exposición de una forma mucho más democrática que el viejo sistema discográfico.
Pues atienden al ejemplo práctico que ofrece Gioia, cuando realiza una somera búsqueda de «jazz» en una plataforma. En la primera lista de reproducción que se le ofrece no figura ninguno de los sospechosos habituales. Ni rastro de los clásicos inevitables, de los Louis Armstrong, Duke Ellington, John Coltrane o Miles Davis. Tampoco secundarios de lujo como Bill Evans. Ni revisionistas tipo Wynton Marsalis o, qué sé yo, consolidados exploradores como Brad Mehldau. Mucho menos divas históricas como Dinah Washington, Ella Fitzgerald o Billie Holiday. «De hecho», cuenta, «solo reconocí dos nombres en las primeras quince pistas», ¡y Goia es uno de los mayores expertos estadounidenses en jazz! No solo, añade, sino que entre los ignotos artistas seleccionados hay algunos, a los que dios y Billie Holiday me libren de acusarlos de nada, que siendo unos perfectos desconocidos tienen canciones con más escuchas que las del último trabajo de Jon Batiste, We are, que viene de ganar el Grammy al disco del año. ¿Y adivinan dónde vive buena parte de esta peña? En Suecia. ¿Jelou? «De hecho», remata «la cantidad de artistas falsos cuya música sale de Suecia es extraordinaria». ¿Y dónde tiene su sede Spotify? Han acertado: en Suecia. El fenómeno parece darse en todas las plataformas de streaming. De hecho, según el periodista, al menos Spotify permite rastrearlo, puesto que ofrece números de reproducciones e informa de los créditos. En el resto, ni eso.
Y con esto, y un par de besos, acaba aquí mi crónica del celeste mundo ideal, mucho más igualitario, sutil y sensible, al que llegaríamos gracias a la transición tecnológica y la destrucción de las viejas industrias culturales. Que sí, que tangaban a los artistas, robaron créditos y pagaron a los más pobrecitos con una garrafa de vino o un anillo de plástico. Pero a menudo también adelantaron pasta para grabar, descubrieron y alimentaron el talento naciente, propiciaron la aparición de pujantes escenas locales, mimaron los lanzamientos y cuidaron de los archivos. Abundaron los abusos, el despilfarro y los sinvergüenzas, pero se antojan titanes de la filantropía frente a un modelo de negocio que prometía el paraíso y está llevando al guano a buena parte de los músicos.
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Anterior entrega de Combustiones: Historia de una mujer.
