Germs, saqueando el lenguaje a golpes

Autor:

«Una auténtica biblia de pasajes burlones y desenfrenados que explotan como una bestia en la cara»

 

Sara Morales recorre la historia de Germs, una banda de punk californiana gestada a finales de los setenta, que editó un único disco y acabó abruptamente de forma trágica. Fugaz, pero con poso.

 

Texto: Sara Morales.

 

Nada hacía presagiar la mala pasada que el destino les tenía reservada a los Germs. Una banda que nació en el momento justo y en el lugar exacto: en abril de 1977, al regazo de una California agitada por la proliferación de grupos locales que, adhiriéndose al incendio punk, iban a conformar una de las escenas más sonadas del movimiento a nivel mundial.

Una banda que contó con el carisma de un líder irrepetible e impredecible, Darby Crash, enredado en su papel de capo insurgente y caótico como imperaban los tiempos, pero dotado de un gran talento letrista y compositivo. Una banda que bebió de referentes como Nietzsche, Bowie, los New York Dolls, los Stooges y Zolar X, para transformar sus lecciones en materia de escenario todavía más corrosiva y anestésica. Una banda que, llegado su mejor momento, tan solo veinte meses después de su formación, debió apagar las luces y bajar el telón, porque Darby así lo impuso con su inesperado suicidio.

 

Sin tiempo, pero decisivos

Demasiado breve fue su carrera para la gloria que pudieron alcanzar de haber sabido asistir al paso y el peso de los años. Aun así, aunque conforman una de las trayectorias más fugaces de la historia del punk, su huella fue determinante: un solo álbum de estudio, titulado (GI), en 1979, pero tan rotundo y categórico que no hizo falta más para endiosar al cuarteto angelino y elevarlo a la categoría de emblema del género en todo el mundo.

Grabado en Hollywood en apenas dos jornadas, y con la mano amiga de Joan Jett (The Runaways) al frente de la producción, Germs registraron un trabajo en el que el talante entrópico y perturbado que presentaba en forma no consiguió desviar la atención sobre la coherencia que derrochaba en fondo.

 

 

Los fundadores de la banda, Darby Crash y el guitarrista Pat Smear (quien terminaría en Nirvana y Foo Fighters), eran amigos desde que fueron expulsados del instituto y, juntos, levantaron una auténtica biblia de pasajes burlones y desenfrenados que, entre las palabras desgarradas y a voces del primero y los brillantes riffs del segundo, explotan como una bestia en la cara.

A medida que van enturbiando la psique del que pone oídos a estas demencias — mucho más acertadas de lo que aparentan—, el cuerpo suma calambrazos a un ritmo urgente que se completa con la recientemente fallecida Lorna Doom al bajo y Don Bolles a la batería. Entre todos se abren paso a golpes por las evocaciones de rictus apocalíptico («Land of Treason», «Communist eyes» y «Strange notes») en esa visión subversiva de Crash hacia una sociedad altamente contaminada por el trasiego político y mediático. Y sin detenerse ni un segundo a velocidades de infarto («We must bleed»), llegan puñetazos obstinados como la magistral «Lexicon devil» que dice así: «Soy un demonio del léxico con un cerebro maltratado. Y estoy buscando un futuro. El mundo es mi objetivo».

 

 

Eclipse mortal

(GI) se ha convertido con los años en uno de los must de todo manual punk rock y está considerado uno de los primeros discos de hardcore punk. La crudeza de los planteamientos que propone, así como del propio sonido, supuso un paso más allá de los límites de la escena en aquel momento.

«Él es ese tipo de chico que nunca fue muy querido. Su idea de diversión es el rencor hacia la sociedad», gritan en «Richie Dagger’s crime», otro de los clásicos del álbum.
El individuo es una víctima del sistema, y la venganza no es que esté justificada, es que puede convertirse en una necesidad para sobrevivir. Este tipo de razonamientos extremos, pero humanos y desesperados, son los que encumbraron a Darby Crash como retratista diabólico de la realidad, esa a la que muchos asisten y otros no quieren ver, la que se disfraza pero termina desprendiendo un hedor que todo lo pudre.
Una mente audaz la suya, cultivada al calor de la calle y la revuelta, que acertaba poniéndole palabras a la frustración y al aislamiento, a un paso trepidante e infeccioso que hería y ofendía.

 

 

Despegó con tanta potencia y corrió tanto el problemático Crash que, a sus veintidós años, se quitó la vida de una sobredodis de heroína en un pacto de suicidio con su amiga Casey «Cola» Hopkins que, curiosamente, logró sobrevivir. Y apenas hubo tiempo para llorar su muerte, como si la prisa continuara pisándole los talones también en el más allá. Unas horas después de hacerse oficial su fallecimiento, en la otra orilla estadounidense, Chapman asesinaba a John Lennon, conmocionando al mundo y relegando a un segundo plano la despedida del punkie. Era diciembre de 1980, el frío azotaba, y la soledad también; pero el reloj por fin se detenía, aunque solo fuera esos dos instantes.

 

Artículos relacionados