Georges Brassens, el último medieval

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«Fue el ser más tierno y descreído en el mundo. Anarquista de ley, solo le preocupaba la opresión, la falta de libertad; y era especialmente tierno con quienes la sufrían y especialmente irónico contra quienes la practicaban»

 

2021 ha sido el año Brassens. Con motivo del centenario de su nacimiento, su figura y su obra han vuelto a instalarse en la actualidad. En este artículo, César Prieto recuerda la importancia de su legado y destaca dos libros que rememoran su carrera, publicados en el año que acabamos de despedir.

 

Texto: CÉSAR PRIETO.

 

La primera vez que tuve en mis manos un vinilo con canciones de Georges Brassens fue siendo casi un adolescente, o en mi primer año de universitario, no lo recuerdo con exactitud. Lo que sí que recuerdo es el lugar donde lo agencié y que coincidieron para ello dos circunstancias. La primera fue que, en la época, la única diferencia entre una esponja y yo era que ella absorbía líquido y yo informaciones musicales. Lo leía todo, compraba revistas nuevas en los kioscos y viejas en el Mercado de San Antonio, sintonizaba todas las radios posibles, cualquier alusión a cualquier música encendía todos mis radares. Quería escucharlo todo. Esta circunstancia es común a los degustadores de música.

La segunda no viene a ser tan común. No en todas las ciudades existieron, como en Barcelona, tiendas como Discos Balada. Balada era el paraíso para los buscadores de gangas y de discos y películas raras. La planta superior estaba dedicada a música ligera más actual –aunque los éxitos del momento nunca aparecían–, pero nosotros ni mirábamos esa planta, bajábamos directamente las escaleras del sótano. Ese subterráneo era una cueva de tesoros: toneladas de vinilos y cedés traídos del otro lado del Atlántico; el señor Pablo López Balada, que había tenido un bizarro sello en los setenta –Palobal, rebusquen en él, se llevarán sorpresas– apenas trabajaba con compañías europeas. Ahí estaba toda la música imposible, todo tipo de ritmos latinoamericanos, discos que nadie sabía de dónde habían salido, otros de hacía veinte años, pero nuevos; bandas sonoras que no se habían editado, músicos que no conocía ningún experto… Y todo ello, aprecios irrisorios.

Hay, aún, una tercera circunstancia: mi facultad se encontraba a cincuenta metros de Discos Balada. Hacía incursiones cuando tenía dinero y no era raro que saliera de allí –créanselo, si quieren que jure lo haré– con más de veinte vinilos por el precio de un cedé doble con extras en otras tiendas. Todos los brasileños, cantautores, orquestas caribeñas de barrio, jazz, chicas francesas… Yo creo que la mitad de mi colección viene de ahí. En una de esas razzias, llevaba un recopilatorio del poeta de Sète; tampoco sé dónde oí hablar de él, lo más probable es que fuera en el libro que le dedicó Ramón Chao –el padre de Manu–, con el que hablé poco antes de que falleciera para que me comentara su gestación: el director de la editorial, en un viaje a París, le pidió que escribiera el libro; Chao no había oído hablar de Brassens en su vida, pero se documentó, acudió a uno de sus conciertos y, en nada, ya lo había escrito. Yo pedía en préstamo a vida y religiosamente los libros de la colección “Los juglares” en la biblioteca, así que no sería extraño que mi fuente fuera esa.

 

Descubriendo a Brassens

Al colocarlo en mi Pioneer –aún lo tengo, suena de traca– me sorprendió. Sabía mínimamente francés, entendía bastante, pero no tanto como para ver la carga poética; así que lo que me sorprendió en primera instancia fue la voz. Una voz deficiente en la técnica, cascada, sí; pero que sabía acariciar rugosidades e imponer ternura, irónica también, que en todo caso parecía amoldarse perfectamente a lo que cantaba. Después fui conociendo y me fui dando cuanta de más cosas.

Porque Georges Brassens fue el ser más tierno y descreído en el mundo. Anarquista de ley, solo le preocupaba la opresión, la falta de libertad; y era especialmente tierno con quienes la sufrían y especialmente irónico contra quienes la practicaban. Muchos cantantes tienen este discurso, pero en él era sumamente heterodoxo porque se enfrentaba a lo que todo el mundo creía. Muchos europeos –incluyo a Brassens en este ámbito geográfico por la asunción de su figura en todo el continente- no son religiosos, pero que no les toquen la navidad; muchos europeos no son nacionalistas, pero están encantados con su país. Brassens combatía contra esta beatitud, y contra el poder, y contra los que critican al poder y son beatos. Contra todo, como en el viejo manifiesto de la revista Star.

 

«Seguía una línea que desde el Renacimiento se había perdido, la desmesura, el exabrupto, la crítica hiriente, el goce de la vida»

 

Brassens en Escritos libertarios

Ahora Brassens es más necesario que nunca, y en este año en que se celebra el centenario de su nacimiento merece la pena recordarlo, más que por la efeméride porque su postura frente al mundo no se pierda. De entre todas las publicaciones que las editoriales se han afanado en publicar, destacamos las dos más significativas. La editorial riojana Pepitas de Calabaza ha puesto en la calle Escritos libertarios, un coqueto volumen con artículos del joven Brassens en periódicos libertarios, antes de pasársele por la cabeza ser cantante. Brassens, con diecinueve años, se encuentra recién mudado a París, donde reside en casa de su tía Antoinette y empieza a trabajar en la fábrica de Renault. Sus compañeros lo introducen en el mundo del anarquismo y, cinco años después, ya colabora en Le libertaire y en el boletín de la CNT.

Sus escritos son agudos y elegantemente irónicos, con la exacta distancia desde la que vapuleara militares, policía, jueces, políticos y eclesiásticos –singular rabia contra estos– sin parecer que levanta la mano ni que hay piedra. Es un Brassens vitriólico y directo que, en muchos de sus titulares, es tristemente actual. El 18 de octubre de 1946 reza así: «Los policías disparan al aire, pero las balas abaten al pueblo», para pasar en el siguiente número de Le libertaire a exigir con una pregunta retórica apremiante: «¿Qué espera la masa para sublevarse?». A finales de los años cuarenta empieza a dedicarse profesionalmente a la literatura, publica una novela, y va escribiendo poemas que son a la vez canciones, ayudado por el viejo piano de su tía.

De hecho, Brassens, gustaba de ir a escuchar a cantautores. Una de sus crónicas para el periódico elogia la figura de Raymond Asso, al que acude a ver en concierto. Asso fue un célebre cantautor antes de la Segunda Guerra Mundial, amante de Edith Piaf, para la que escribió canciones como “Mon légionnaire”. Sale del concierto deseando «que los adoquines de la calle se arrancasen solos y solos se convirtiesen en barricadas». No, no estamos en mayo del 68, estamos más de veinte años antes, en noviembre de 1946.

En el mismo local, Le Caveau de la République, un cabaret de ambiente rebelde y de lo que hoy sería antisistema, conoce a otro cantautor, Jacques Grello, y le enseña sus canciones al piano. Grello pone en manos de Brassens su propia guitarra y le da la alternativa, y aunque su timidez en el escenario no ayuda, acaba triunfando. De esas canciones va el segundo volumen que queremos destacar, George Brassens. Poemas & Canciones, que edita –bellamente ilustrado por Emilio Urbeaga– la editorial Nórdica. En él se recoge una buena selección de las canciones con las que fue conformando este mismo mundo que ofrecía en sus escritos anarquistas, pero mucho más depurado y concreto.


La huella de Brassens

Son canciones sin las que la música española no sería lo que es, tantas alegrías le ha dado. La nova cançó bebe de él directamente, Javier Krahe bebe de él directamente, Paco Ibáñez empezó con sus canciones. Hasta Loquillo lo versiona.

Siempre he pensado, aunque es una apreciación personal, que con la muerte de Brassens, en 1981, se nos fue el último medieval; el único que seguía una línea que desde el Renacimiento se había perdido, la desmesura, el exabrupto, la crítica hiriente, el goce de la vida. En él estaban los goliardos, las cantigas de mal-dizer, su admirado Villon, Gargantúa y Pantagruel… Y el lirismo, “Dansl’eau de la clairefontaine” es pura poesía tradicional, pureza en las formas y el contenido.

Desde esta perspectiva, todos los ataques de sus artículos se trasladan a sus canciones dentro de una tradición que ya no es la anarquista; “Le gorille”, por ejemplo, es una sublime desmesura común en la Edad Media, con primate excitado y persiguiendo a un juez. Recuérdese que, en nuestra Celestina, se acusa a la abuela de Calisto de relaciones con un simio –aunque la interpretación no esté clara–; en todo caso, Brassens fue antes poeta que cantante y tenía una cultura casi erudita, no es raro que dejara filtrar en sus textos a su admirado Villon y a este mundo que tan bien conocía.

Ahora que el año Brassens ha concluido, merece la pena cerrarlo con un recuerdo, para que sepamos que Brassens siempre estará ahí y siempre nos será necesario.

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