Extravagante: Mickey Newbury

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«Que tus canciones les hayan gustado tanto a Engelbert Humperdinck como a Jimi Hendrix, desde Pat Boone a Nick Cave o desde The Byrds a Julio Iglesias, debería servirnos para explicar la vacuidad y los fuegos fatuos que manejamos cuando hablamos de rock, mitos e ideología»

Mickey Newbury
«Looks like rain»
MERCURY, 1969

 

 

Una sección de VICENTE FABUEL.
 

 

Estratégicamente situado entre el folk de confesionario que Fred Neil o Tim Buckley ejercieron a finales de los años 60, y aquel country forajido de Merle Haggard o Kris Kristofferson que aún colea hoy aunque algo menos asilvestrado, el fallecido Mickey Newbury fue un deslumbrante cantautor tejano (Texas, 1940-02) de imagen y culto escasamente «hip» cuya mayor recompensa en vida, probablemente, fue la de ver su ilustre cancionero interpretado por docenas y docenas de intérpretes, la inmensa mayoría de ellos con mayor popularidad y reconocimiento que el original. A pesar de que su status más valorado fuese el de compositor, el huidizo Newbury fue un personalísimo intérprete, un verdadero hidalgo del «cool» sobre afiladas canciones sin apariencia alguna de subrayar intenciones. No se conoce que tuviese que recurrir al manido recurso de la actitud ni al de una buena fotografía publicitaria para ocultar insuficiencias. Quizás no las tenía, o quizás sí, pero de tenerlas probablemente nunca llegó a importarle demasiado. Que tus canciones les hayan gustado (o se hayan atrevido a grabarlas por derecho) tanto a Engelbert Humperdinck como a Jimi Hendrix, desde Pat Boone a Nick Cave o desde The Byrds a Julio Iglesias, debería servirnos para explicar la vacuidad y los fuegos fatuos que manejamos cuando hablamos de rock, mitos e ideología.

Coincidiendo con el décimo aniversario de su desaparición se editó hace nada la caja cuádruple “An american trilogy” (Drag City 2011) conteniendo sus álbumes “Looks like rain (1969), «Frisco Mabel Joy» (1971), «Heaven help the child» (1973) y un cuarto disco de rarezas con demos, temas no lanzados anteriormente y actuaciones en radios, sin duda un atractivo ardite moderno para todos aquellos que se obsesionan con recuperar demasiado rápido el tiempo perdido, pero de ninguna manera la mejor forma de acercarse a la lánguida personalidad de este imprescindible songwriter tejano. Mucho más recomendable parece –si lo que básicamente se busca es acercarse al enigma Newbury– lanzarse puntualmente sobre algunos de sus trabajos más brillantes y, aunque la lista es larga, bajo ningún concepto prescindir del insondable “Looks like rain”.

En este prodigioso disco se encuentran algunas de las piezas maestras más celebradas de su repertorio: ‘She even woke me up to say goodbye’ (que la hizo éxito Jerry Lee Lewis) o ‘San Francisco mable joy’ (ídem con Joan Baez), pero lo cierto es que absolutamente las nueve canciones incluidas fueron recibidas como maná por la comunidad de Nashville e incorporadas a los repertorios más dispares que su compositor pudiera imaginar. Claro que en ocasiones, quizás más veces de la cuenta (de éste o de otros discos suyos) las nuevas voces pasaron por encima de las intenciones de su creador. Voces ansiosas de cabalgar sobre melodías iluminadas y al tiempo incapaces de matizar textos desconcertantes escritos al filo del ensimismamiento y la ambigüedad. Dos casos flagrantes: ‘Just dropped in’ (grabada inicialmente por el rocker Jerry Lee Lewis en 1967), y en realidad un aviso sobre el riesgo del consumo de LSD, un año más tarde iba a ser un clamoroso hit drogota para el grupo The First Edition, y cuyo alucinógeno eco aún hoy permanece. ¿Y qué decir, si no, de ‘An american trilogy’?, popularizada por Elvis en sus conciertos de los 70, basta comparar su grandilocuencia y alborozo patriótico con la mesura del original de Newbury para ponerse de los nervios.

Dentro del tono crepuscular y por momentos alucinógeno que recorre todo el álbum y de tan variadas gemas tocadas por misteriosa inspiración, sorprende que se hiciesen tan pocas versiones de la gran ‘I don’t think much about her no more’, casi el ejemplo perfecto del tono conceptual del disco: una sorprendente producción de Jerry Kennedy usando voces filtradas, reverb, efectos de lluvia y trenes entre canción y canción, y aderezada por instrumentos como el sitar o el clavicordio, coros gospel y en general una atmósfera ensoñadora y pesimista al tiempo y de una rara belleza sostenida por su hermosa y leve voz de tenor. Claro que MN no había aparecido de la nada, en este tema concreto podría remitirnos tanto al pesimismo luminoso de Cohen (dos años hacía que el canadiense había publicado el seminal “Songs of Leonard Cohen”), como al pop de melodrama de P.J. Proby: ese mismo año el americano lanza su conocida protest-song sobre la guerra de Vietnam, ‘Today i killed a man’, con unos más que parecidísimos arreglos.

Pero Newbury realmente se encontraba tan alejado de uno como del otro, un artista que siempre dio la impresión de acabar sonriendo en medio de una canción seria, definitivamente a este hombre parecía venirle grande toda esa autocomplacencia de los hermosos perdedores. Por extravagante que parezca, que lo es, en varias de las canciones de este disco hay sonidos a modo de salmodias sacras que parece guiar la entrada del artista al infierno, todo un viaje bien recreativo, pues bien, el método de Newbury no es otro que rematarlo al final con un silbido. Simplemente, un silbido. En ese sentido, quizás el papel que mejor podría representar (y definir) al gran Mickey Newbury fuese el de un viejo héroe del Oeste que ya se marchó.

Anterior entrega de Extravagante: Antón García Abril.

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