Extravagante: Frank Sinatra

Autor:

Frank Sinatra
«It might as well be swing»
REPRISE, 1964


Una sección de VICENTE FABUEL.


Tras el reciente acuerdo de distribución con Universal que rompía casi cinco décadas de relaciones con Warner, los álbumes Reprise de Sinatra (1915-1998), auténtica piedra de toque de la madurez del gran icono americano, emergen gloriosos en cuidadas ediciones digitales que deberían preceder a las obligadas ediciones en potente y respetuoso vinilo. Comencemos a soñar, pues. Uno de los labels americanos de trayectoria más errática y sorprendente, Reprise Records, fue creado por Frank Sinatra en 1961 tras fracasar su intento de hacerse con el mítico sello de jazz Verve. Lo que en principio podría parecer un cómodo cobijo para él y sus amigos del Rat Pack (Dean Martin, Sammy Davis Jr., Roosemary Clooney, Esquivel…) pronto derivó hacia una nueva impronta creativa, colorista y luminosa, un tanto alejada de aquel insondable barroquismo con los que había creado algunas de las más brillantes páginas del swing en Capitol, pero más próxima en sintonía con los aires de la florida década sixties que se avecinaba. Ayudaría a entender tan carismático sello si se recuerdan algunos de los artistas que por contrato directo (o distribución) llegaron a lucir su mítica etiqueta: Lee Hazlewood, Joni Mitchell, Neil Young, The Electric Prunes, The Kinks, Ry Cooder, Captain Beefheart, Frank Zappa and The Mothers of Invention, Nico, The Fugs, Jethro Tull, Pentangle, T.Rex, The Meters, Fats Domino, John Cale, The Beach Boys, West Coast Pop Art Experimental Band, Family, Little Richard, Jimi Hendrix, Kim Fowley, Randy Newman, Depeche Mode, Oasis, Green Day o Flaming Lips. Sin duda, otra buena pandilla de ratas.

Así pues, si nos adentramos en el Sinatra que está a punto de cumplir 50 años, es que entramos en la Catedral. Me disculparán que no admita tibiezas ni equidistancias, aquí no valen evasivas que aludan a sus relaciones con la Mafia, a “Strangers in the night”, a su tabique nasal de oro o a su duetos con Luis Miguel y Jon Secada. Resultarían tan banales como aquel que se excusa bajo la Cúpula del Panteón de Roma de falta de concentración por tener que verlo rodeado de turistas. Pueden hacer dos cosas, lo primero, el esfuerzo de distracción ambiental que les hiciese falta; lo segundo, si están por la labor, pinchar acto seguido y sin más dilación la cara A de uno de los álbumes favoritos del cantante, en realidad bastante más que favorito, por momentos una sofisticada orgía de hedonismo y sensualidad, un himno gozoso a los dones de la buena vida que, aunque paladeable por cualquier tipo de oyente, quizás nadie excepto un Sinatra dueño total de su propio mundo podía llegar a hacer en esos años: el cautivador «It might as well be swing», uno de esos discos totémicos que nada más pincharlos comienzan a emitir buenas noticias. Segundo de los álbumes que registró bajo la producción de Count Basie (1904-1984), y a diferencia de su etapa Capitol, aquí ya rodeado plenamente de grandes músicos negros, en un trabajo que contaría con los deslumbrantes arreglos de un joven Quincy Jones (Chicago, 1933) que tras el encuentro saldría doctorado del evento. Venía Jones de París, donde había trabajado como arreglista y productor del sello Barclay (atención pues a su trabajo en docenas y docenas de discos franceses sin acreditar) mientras que en los USA era un perfecto desconocido a salvo de su cargo como vicepresidente de Mercury Records. Cubiertos por la excelente banda de Count Basie (Harry “Sweets” Edison, Freddie Green, Sonny Payne…), este es el equipo titular –cuenta la leyenda–  con el que se enfrentaron estos gigantes en un estudio de Hollywood (California) durante tres días de junio de 1964.

Con sólo diez temas cortos de minutaje, apenas 27 minutillos de nada (tampoco su vulgar portada le ayudó mucho a ser entronizado), lo fuerte de «It might as well be swing» (un juego de palabras sustituyendo spring por swing del viejo tema de Rodgers/Hammerstein que el propio artista había grabado diez años antes) estaba bien dentro: un músico dueño absoluto de su presente que depuraba dos décadas de gloriosa carrera junto a los mejores. Definitivamente, La Voz se había convertido en un auténtico crisol de la música americana y para celebrarlo echó un vistazo a variado material moderno del momento, de aquí y de allá.

Si la mitad de esos temas, números americanos de Johnny Mercer (‘I wanna be around’), Don Gibson (‘I can´t stop living you’) o el ‘The best is yet to come’ que Tony Bennet había hecho clásico ya dos años antes, podrían encajar aproximadamente en la línea swing de su obra Capitol, el resto parecieron temas ligeros –casi carne de moderno hit parade–, canciones italianas o francesas extraídas de películas olvidables (“Mondo Cane”, 1962) o de figuras menores de la escena europea como Sacha Distel, porque de hecho, Sinatra era cualquier cosa menos un artista «hipster», de serlo hubiese reparado en la indiscutible firma «hip» del momento, la de Burt Bacharach (autor al que ninguneó de forma habitual, aunque probablemente más por compartir a la bella Angie Dickinson que por otra cosa). De lo que no hay duda es de que sí era un vividor, y por eso rescató el tema de Distel, ‘The good life’ (‘La belle vie’, en original), para que resultase un genuino subtítulo sin acreditar de lo que este disco celebraba. Y de ese otro sensacionalista y olvidado documental se apropiaba del tema central de Riz Ortolani, ‘More’. Cancioncilla definida por Dean Martin como perfecto tema de felatrices, y no seré yo quien se lo discuta a un maestro, que aquí venía servida por el cantante con una desmedida intensidad vocal que trascendía los hasta entonces conocidos límites de su melodía. Todo un derroche de vigor que en esta nueva audición ha logrado mejorar mi recuerdo.

Claro que la guinda venía con la eternamente joven ‘Fly me to the Moon’, aparentemente otra inocente cancioncilla más vagando por el limbo sin que nadie le hincase el diente. ¿Se ha dicho, nadie?, perdonen, pues. Johnny Mathis la había grabado ocho años antes; Nat King Cole, el gran Cole, había hecho lo propio en 1961, en el álbum “Nat King Cole sings, Georges Shearing plays» (Capitol), dándole por vez primera genuina forma, quizás de forma tan King Cole, que su pluscuamperfecto fraseo y la ausencia de relevancia rítmica acabó por devorarla. Esa melodía llevaba diez años merodeando como alma en pena en busca de quien la canonizase, y allí, en ese estudio de Hollywood y en apenas quince minutos, ascendió a los altares. Prendida a un arreglo majestuoso de Quincy Jones servido por la sincronizada banda de Count Basie, los corazones de los músicos se ajustaron al tiempo que las baquetas del baterista Sony Payne anunciaban el prodigio: Sinatra trascendiendo aquellas palabras de Bart Howard:

«Llévame volando a la Luna?Déjame jugar entre las estrellas?Déjame ver cómo es la vida?En Júpiter y en Marte…??En otras palabras, toma mi mano?En otras palabras, nena, bésame.»

Treinta años más tarde, en 1994, otro tiempo, otro lugar, en sus “Duets” de despedida, el gran artista la volvió a grabar junto a Antonio Carlos Jobim. El que crea que esa mefistotélica canción que abría «It might as well be swing» en perfecta simbiosis de inspiración, pulso y conjunción, podría ser la misma, se equivocaba.


Anterior entrega de Extravagante: The Rezillos.

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