Rufus T. Firefly, la cuerda de la que tirar para resistir

Autor:

«Me gusta mucho que se abra la posibilidad a que de repente seamos una especie de Fleetwood Mac»

 

A propósito del nuevo álbum de la banda de Aranjuez, y octavo de su carrera, Todas las cosas buenas, María Canet charla con Víctor Cabezuelo.

 

Texto: MARÍA CANET.
Fotos: IRIS BANEGAS.

 

Una guitarra de segunda mano, rota y reparada que apenas costó 200 euros, fue el instrumento con el que Víctor Cabezuelo (Aranjuez, 1983) grabó “Canción de paz”, tema que abre Todas las cosas buenas (Lago Naranja Records, 2025), el último disco de Rufus T. Firefly. «No suena muy bien, pero el hecho de que esté partida hace que suene de forma muy especial. Creo que en el fallo está la grandeza», comenta con una sonrisa frente a una taza de té. Esta reivindicación del error, de la fragilidad, pero también de la resistencia, es la esencia de lo humano y del nuevo disco del conjunto de Aranjuez.

Como su vieja Stella Harmony de los años sesenta, la trayectoria de Rufus T. Firefly ha consistido en resistir. Tras erigirse como una de las bandas referenciales de la psicodelia nacional con Magnolia (Lago Naranja Records, 2017) y Loto (Lago Naranja Records, 2017), y su posterior incursión en la música negra con El largo mañana (Lago Naranja Records, 2021), este nuevo elepé propone un regreso a la sonoridad de Nueve (Lago Naranja Records, 2014), su segundo elepé, con el aprendizaje realizado durante más de una década: «Cuando hicimos El largo mañana, nos metimos mucho en ese universo de soul, muy a nuestra manera, pero dentro de ese sonido y de esa forma de tocar y de hacer las canciones. Hubo un momento en que Julia y yo sentimos que estaba muy guay, pero que no éramos nosotros; éramos nosotros aprendiendo a hacer eso. Con Magnolia también hicimos un poco ese ejercicio de intentar sonar un poco más psicodélicos. Nos ha venido muy bien para poder hacer lo que hemos hecho».

 

«A veces nos empeñamos en una cosa que no tiene ningún sentido, pero que es muy importante para nosotros»

 

En su octavo álbum, late la aspereza grunge de sus orígenes, pero también el groove setentero en las baterías, sintetizadores ochenteros, electrónica o pasajes más folkies. Una especie de “trabajo de fin de carrera”, confiesa Víctor entre risas, cuyo director debía ser Manuel Cabezalí (Havalina). Aunque en un primer momento barajaron otros nombres, la conexión entre el productor y la banda permite preservar su esencia —«hay una cosa muy difícil de entender si no nos conoces, que tiene mucho que ver con que a veces nos empeñamos en una cosa que no tiene ningún sentido, pero que es muy importante para nosotros. Manu entiende que tenemos que hacer eso y siempre consigue encontrar la mejor manera para que eso funcione»— y a la vez asegurar el crecimiento: «cuando le pasé las voces, me dijo “creo que puedes hacerlo mejor, yo te diría que te las volvieras a grabar”. Para mí fue un shock, porque pensaba que había cantado mejor que nunca. Cualquier otro productor hubiera cogido esas pistas, las hubiera retocado con autotune y hubieran quedado muy bien, pero Manu me hizo cantar mejor. Me sentí cantante por primera vez en mi vida», confiesa con emoción. Si en anteriores discos, «poníamos muchos efectos para disimular las carencias que tengo en la voz», en esta ocasión, Víctor ha aprendido a «darle más matices y más detalles. Antes simplemente era como “a ver si llego a la nota” y ya está. Para mí ha sido muy bonito porque he pensado que guay, al fin puedo ser el cantante de una banda». Una primera vez que comparte con Julia Martín Maestro (batería), a la que se escucha cantar “Ceci n’est pas une pipe”: «es la primera canción que está íntegramente compuesta por Jul. Es algo que yo quería que hubiera pasado antes y, de hecho, quería que en este disco hubiera pasado mucho más. Lo primero que le planteé a Jul fue “mitad del disco tú, mitad del disco yo”, pero es verdad que no lo había hecho hasta ahora, seguro que lo hará en el futuro. Me gusta mucho el hecho de que se abra la posibilidad a que de repente seamos una especie de Fleetwood Mac», apunta con gracia.

Todas las cosas buenas es el resultado de un proceso «terapéutico», que busca reparar daños sin tapar las heridas de la frustración y la inestabilidad que atraviesan la sociedad actual: «Estamos en una edad en la que estoy empezando a ver divorcios en mi grupo de amigos, vidas truncadas, ilusiones que se van por otro camino, casas vendidas… Un montón de cosas que cuando eras más joven pensabas, ostras, esto no nos puede pasar a nosotros y nos está pasando». Una cicatriz, la del desencanto generacional, las expectativas y la vorágine de actualidad (genocidio en Palestina, crisis de la vivienda, victoria de Trump) que cosen «aferrándonos a la música. Cuando acabamos de grabar, me di cuenta de que había hecho un disco para mis amigos, para huir de todo esto y buscar las cosas buenas. Porque yo también necesitaba agarrarme a cosas bonitas para llevar mi día a día: me levantaba y veía un bombardeo en Gaza y decía “no puedo hacer nada hoy, me voy a poner a llorar y ya está”. Y, de repente, en lugar de eso, me despertaba pensando en una melodía, en un piano, y conseguía que mi día tuviera sentido».

 

«Para mí ha sido muy bonito porque he pensado que, al fin, puedo ser el cantante de una banda»

 

De las primeras luces de la mañana a la llegada de la noche, el elepé posee una estructura cíclica, desde un momento de vulnerabilidad, duda y soledad (“Canción de paz”) a un final en compañía y al calor de “Lumbre”. Los dos temas que «mejor representan el disco. Lo importante es que empezara con “Canción de paz”, que es una canción muy abierta y sincera, y que acabara con “Lumbre”, que destaca que, al final, lo importante es que sigamos juntos. Lo que hubiera en medio, daba un poco igual. De hecho, en el vinilo hay en otro orden que no tiene nada que ver con el digital». “El principio de todo”, que arranca con un breve solo de batería a lo Curtis Mayfield, fue otra de las candidatas a abrir el disco. Un tema oscuro, con guiños a los Smiths, cuya letra es obra de su amigo y compañero Antonio Trapote (Derrumbe): «Hubo un momento que estaba atascado, hice cinco letras, no acababa de encontrar el punto, porque como tiene ecos ochenteros era difícil encontrar algo que no fuera muy hortera. Se la pasé a Antonio, le expliqué de qué iba el disco, y él lo llevó a una conversación consigo mismo que ha quedado muy bien». Si bien temas como “El coro del amanecer”, la casi instrumental “Dron sobrevolando Castilla La Mancha” o “Camina a través del fuego” juegan con las voces y con melodías etéreas y expansivas, próximas a la electrónica, “La plaza” es un contundente hit donde las guitarras veloces y luminosas hacen crecer la melodía: «no habíamos hecho nada así hasta ahora. Es la primera canción de Rufus que es tan directa y, extrañamente, nos hemos sentido muy cómodos. Al principio el estribillo tenía unas guitarras más cañeras, tipo Dinosaur Jr. pero Manu propuso hacerla más Smiths o El Último de la Fila».

Influencias habituales para la banda como el Paul McCartney de los setenta en “Premios de la música independiente” o Triana en “Todas las cosas buenas”, un homenaje «puro y duro, por la elección de palabras y los sintes laberínticos», conviven con la savia nueva de jóvenes proyectos como Shego, Atención Tsunami, Repion o Carolina Durante, que han animado a Víctor a optar por menos metáforas y una lírica más directa: «hay un montón de gente que me flipa cómo escribe y, sobre todo, por cómo dicen las cosas. Creo que las letras de este disco se entienden mucho más». Un ejemplo es “Trueno azul”, (nombre que recibe el coche de Víctor) donde se emplea un sintetizador ochentero que utilizaba Michael Jackson, el Yamaha DX7, —«es muy difícil de manejar, llamaban a ingenieros porque funciona por códigos y algoritmos. Ahora hay programas que te ayudan a llevar ese lenguaje a algo más musical, pero antes era una movida»— y que reivindica a la gente y a las cosas que resisten el paso del tiempo: «Tiene mucho que ver con el ecologismo y sostenibilidad. Mi coche tiene más de veinte años pero aguanta, hay algo de aprovechar las cosas al máximo, y arreglar las cosas, que me gusta mucho, porque pueden seguir sirviendo, y, en el lado humano, la gente que intenta seguir encontrando motivación para hacer cosas». La letra también incluye un dardo directo a la industria musical («hice tanto por el indie / y el indie no hizo nada por mí»): «Algo que pasa con los músicos, es que no nos podemos quejar porque es nuestra pasión. “¿Qué me estás contando de derechos laborales?” Cuento ciertas cosas porque he estado muchos años en un sitio poco favorable y sigue habiendo grupos en ese sitio. Si esos grupos no existen, deja de existir la música”».

Tras finalizar la pequeña gira de presentación del disco con cascos que la banda ha realizado en lugares especiales como una antigua fábrica de Aranjuez o el Jardín de Cactus de Lanzarote—«se lo vi por primera vez a Snarky Puppy. Ha sido un lío porque es un sistema muy caro y no sale rentable, pero funcionó. Ha sido una experiencia muy bonita que te desubica como oyente y como músico»—, Rufus T. Firefly ya ha arrancado su paso por salas y festivales: «esos conciertos han sido como exámenes, porque teníamos que ir muy concentrados. Ahora está siendo más fácil, pero muy bonito y emocionante».

La cicatriz que recorre el dorso de su Stella Harmony de los sesenta es la misma que atraviesa Todas las cosas buenas. Aunque ya sanada, luce como un recordatorio de lo que una vez dolió, pero se superó. Una herida cosida con el hilo de la música, punto a punto, canción a canción. Como en la coda final de “Canción de paz”, a veces, la realidad suena cruda, imperfecta, sucia, pero Víctor recuerda que «ahí es donde está la vida: en una mano moviéndose por las cuerdas de la guitarra». Esas mismas cuerdas de las que tirar para sobrevivir.

Artículos relacionados