En defensa del disco en directo

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directo-12-11-09

«Tener en las manos el sonido de tu grupo favorito en directo es una manera de obtener versiones alternativas a las pulcras grabaciones de estudio –y si eres Dylan y cada noche reinterpretas completamente tu repertorio, imagínate–, para constatar como, en escena, los temas se han ido transformando con el transcurrir de los meses, de los años, de las décadas»


En este artículo de opinión, Juan Puchades hace un alegato en defensa del disco en directo puro y duro, ajeno a estrategias comerciales, entendido como una grabación que captura un instante de nuestros músicos favoritos.


Texto: JUAN PUCHADES.


Los discos en directo siempre han sido algo extraño: una anomalía discográfica en el peor de los casos, un paréntesis en el mejor. Sobre todo porque, generalmente, se han empleado para cubrir periodos de sequía creativa, apuntalar al artista de turno tras un LP anterior que ha cosechado el éxito o para levantar carreras en horas bajas. Nunca se los consideró lo que deberían de haber sido, un testimonio plastificado de un momento temporal, una manera de capturar el sonido y el estado de forma musical de un grupo o solista en determinado instante de su carrera; nada más, ¡y nada menos! Claro, quienes no lo entendieron así fueron artistas y discográficas, que los sellos piratas especializados en «bootlegs» bien que se dieron cuenta –en la era del vinilo– del filón que tenían entre manos editando grabaciones en vivo –a veces con una calidad pésima, en ocasiones con tomas absolutamente profesionales, e incluso aprovechando transmisiones radiofónicas, que todo valía y nada caía en saco roto–, tanto de luminarias de primer orden como de artistas malditos o de culto. El fan quería esas grabaciones y estaba dispuesto a pagar por ellas. ¿Por qué? Por lo dicho y porque tener en tus manos el sonido de tu grupo favorito en directo es una manera de obtener versiones alternativas a las pulcras grabaciones de estudio –y si eres Dylan y cada noche reinterpretas completamente tu repertorio, imagínate–, para constatar como, en escena, los temas se han ido transformando con el transcurrir de los meses, de los años, de las décadas.

Sin embargo, tanto músicos como disqueros, históricamente han desdeñado ese mercado, minoritario, es cierto, pero mercado, a fin de cuentas. Por el contrario, en lugar de alimentar esa demanda, han seguido considerando al disco en directo bajo el prisma habitual, con las intenciones arriba expuestas, entendiendo la grabación de esos álbumes como una noche especial en la que nada puede fallar y todo ha de resultar perfecto –y luego, en estudio, si es preciso llegan los «recordings»–, si es con colegas invitados que sumen gancho comercial, mucho mejor. Y ya con el advenimiento del DVD tales discos han tenido más de espectáculo televisivo que de grabación en vivo pura y dura. De espontaneidad y naturalidad, ni hablamos.

Con tanto manoseo y estrategia para registrar lo que no debería ser más que un grupo tocando su repertorio del momento en vivo, el disco en directo oficial ha terminado resultando una pequeña o gran farsa. Farsa muchas veces ampliamente disfrutable, qué duda cabe. Pero farsa que ha llevado, ya con la llegada de internet, a que proliferen las grabaciones extraoficiales gratuitas –a veces con el visto bueno de los implicados, como en el caso de Gov’t Mule y otras jam bands; formaciones que tienen en el directo su razón de ser y que entienden perfectamente que se difundan sus conciertos– cuya calidad, como en el caso de los viejos «bootlegs», puede recorrer todo el espectro sonoro imaginable pero en las que, en muchas ocasiones, descubres verdadero oro, la magia que el estudio no captura, esa imperfección que hace humano al músico y única la noche de concierto.

Sí, nos gustan los discos en directo pero, ¿por qué la industria del disco se muestra tan cicatera con ellos? ¿Por qué no se han entendido como álbumes al margen de los oficiales en estudio, con consideración de material para el coleccionista? ¿Por qué no se editan en pequeñas tiradas y en presentaciones económicas? ¿Por qué no queda, anualmente, un testimonio –aunque solo sea uno– de la gira de nuestros creadores preferidos? Ahora EMI anuncia que va a vender directos de sus artistas tal cual finalicen los conciertos, in situ, y luego quizás los ofrezcan en streaming o los vendan en descarga, como hace Metallica con todos sus shows, o como hizo durante algún tiempo Manolo García por aquí. Es una buena noticia. Ojalá cunda el ejemplo y llegue hasta la escena local, porque ello permitiría la normalidad y resultarían beneficiados seguidores y artistas; los primeros porque podríamos comparar diferentes noches –»Sabina estuvo más sembrado en Cuenca que en Valladolid», «el repertorio de Ariel Rot en Santander fue mejor que el de Vigo», podríamos opinar– o tener el recuerdo sonoro de ese concierto al que asistimos (otra parte importante de este asunto; de este «negocio» que nadie parece querer ver) y los segundos, los artistas, porque tendrían que esforzarse en manejar un repertorio más amplio que el habitual y no limitarse a ofrecer noche tras noche el mismo rutinario concierto con cambios inapreciables o inexistentes, lo que redundaría también en beneficio del respetable. Sí, sin duda todos saldríamos ganando. Sobre todo los que apreciamos las grabaciones en vivo. Defendamos el disco en directo, que también es patrimonio de la música popular.

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