El rey ha muerto

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«Lo vi hace unos años, en la explanada del Lincoln Center, rodeado de músicos jóvenes. Salí noqueado. La expectación previa empalidecía comparada con la vitalidad y brío de aquel anciano zumbón e inclasificable»

Julio Valdeón Blanco recuerda, en este sentido texto personal, la importancia de la obra de Peret, su influencia y el legado desgajado que nos deja.

 

 

Texto: JULIO VALDEÓN BLANCO.

 

 

A los aduaneros de la estirpe, el carnet y el acento tiene que joderles sobremanera la idiosincrasia de un género tan gitano, tropical y rockero como el animalito que Peret patentó en los sesenta. Una descarga radioactiva, golfa y feliz que el muchacho de Mataró trasplantado a Barcelona cocinó a base de rock and roll y mambo. Igual que no hay rock and roll sin el concurso del country y el blues, no hay forma de crear algo nuevo sin asumir la mestiza diversidad del planeta, ni rumba que valga si desconocemos la importancia de los éxitos anglosajones que tímidamente asomaban a la radio sumada a los sofisticados vientos caribeños de Pérez Prado y la herencia caló: si borrasemos de la ecuación al gran explorador, Kiko Veneno o Radio Futura, Gabinete o Pata Negra, Joaquín Sabina o Los Delinqüentes no serían lo mismo.

Que Cataluña es pura España se hace evidente, entre otras cosas, al comprobar que buena parte de la obra de Peret continúe descatalogada. No hay banderas, redobles o reediciones para los discos de un señor que a base de palmas asaltó los cielos. Y vaya que lo hizo. Como recuerda con erudición y prosa chispeante Juan Puchades en su definitivo «Peret. Biografía íntima de la rumba catalana», el éxito comercial de la rumba fue colosal y su universalidad tan rotunda que no hay forma de explicar ambos fenómenos sin atender a que era pura modernidad en vena, el equivalente a lo que hubiera parido Elvis Presley de criarse en el Barrio Chino de Barcelona, y al tiempo hija de una comunidad gitana errante por las ferias de ganado, mercadillos ambulantes y tablaos nocturnos.

Vendedor de telas, pastor evangélico, prófugo de los profetas, noctámbulo y alegre, Peret es el primer apóstol de un género que se consagra gracias a su singular talento, sus recursos escénicos, su toque prodigioso, su abrumador sentido del ritmo, su facilidad para la mezcla, su dominio de las tablas, su enorme corazón, su melancólica pillería. Yo lo vi hace unos años, en la explanada del Lincoln Center, rodeado de músicos jóvenes. Salí noqueado. La expectación previa empalidecía comparada con la vitalidad y brío de aquel anciano zumbón e inclasificable, que se cabreaba con el actual estado de la rumba, desnaturalizada a su parecer, y que puso patas arriba la noche de Manhattan con la autoridad que otorga haber compuesto y vivido más canciones y vidas que casi todos nosotros, sus derretidos espectadores, juntos. Tenía cicatrices en la fontanería, viajaba herido por el trueno, pero aunque la muerte rondaba sus pasos seguía erguido como el fabulador que pone una alambrada entre la enfermedad y su oficio. Si la humanidad, como explicó John Ford, se divide entre profesionales y no profesionales, Peret fue siempre de los primeros.

A veces un hombre sorprende con su relectura de lo que pasa en la calle. Sistematiza lo aprendido y luego, asimilado, propone algo poderosamente original. En el caso de la rumba catalana el padre del invento fue Pedro Pubill Calaff, Peret para la historia. Cada época tiene un talento que eclipsa al resto. Algunos, incluso, no solo destacan sino que de puro chulos van y acuñan un idioma. Charley Patton en el blues o Louis Armstrong en el jazz serían los equivalentes más cercanos a un Peret que incluso fue más allá, porque aunque previos a su irrupción estén algunos flamencos del Barrio de la Cera lo cierto es que antes de Peret, en la rumba, solo hay arqueología, mientras que los nombres sagrados del jazz y el blues tienen detrás una larga genealogía de nombres (léase, por ejemplo, Joey «King» Oliver para el caso de Sachtmo).

Tras él hubo otros monstruos, visionarios como el inolvidable Gato Pérez o los tremendos Amaya, pero la casilla de salida corresponde a quien desapareció en los ochenta en las cuevas del Culto para regresar años más tarde reconocido como emperador de un género que había levantado como recusación, aunque sin intención política, más bien ambiental, sentimental, visceral, a las tardes feas de principios de los sesenta, la negra flor de una censura un poco menos férrea y la todavía encenizada presencia de sables y casullas, y también como abrazo a la excitación que provocaba en aquel adolescente el rock que llegaba de forma timorata, pero llegaba. Peret fue de los primeros en ver o intuir que aquello se movía, que el país despertaba mediante el abordaje de la música y otros cañonazos de libertad exportada, y a todo eso le suma sus raíces, su cosmopolitismo, su modernidad, sus quiebros y afinidades. Peret, como explica Santiago Auserón en conversación con Puchades, «representa el momento en que nace el pop español, la naturalidad rítmica del castellano sin complejos, en plan de alterne con los ritmos extranjeros (…) Peret y Lola Flores soltaron la dicción popular en un compás compatible con la polirritmia internacional y nos la dieron masticada a los payos».

Su desaparición nos deja huérfanos. Ni siquiera cabe el tópico de escribir nos queda su música y bla bla bla. En España, hoy más que ayer y sin embargo menos que mañana, pues la hemorragia persiste, el desastre que supone la ruina de la industria fonográfica y sus profesionales imposibilita concebir la idea de que alguien, un valiente, un atajo de suicidas, publique la merecida antológica con anotaciones, canciones restauradas, etc. Era español y catalán de Los Corrales, rumbero trajeado y con patilla, enemigo de la fanfarria, el compadreo y el falso halago, aventurero y cabal, gitanísimo y ciudadano del mundo, y hay cosas que cierta modernez «cool», en su esnobismo paleto, ni entiende ni perdona. Algún día un sello gabacho, un musicólogo belga o un melómano suizo hará por nosotros lo que los antropólogos de la Biblioteca del Congreso hicieron por el blues. Entre tanto lloran las guitarras, lloran los perros y los niños, los transistores, las ventas, llora la historia de un país amnésico y suenan como cuchillos las rumbas imperecederas con las que el pop español aprendió a caminar. El rey ha muerto y esta noche, en un garito de estrellas, comparte cartel con Muddy Waters, Benny Moré, Sam Cooke y Billie Holiday.  

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