El oro y el fango: Opinión autorizada, o no

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«Internet, entre las muchas cosas buenas que nos ha traído, incluye la posibilidad de que nuestra voz se oiga, podemos participar en el debate como uno más, aportar nuestro granito de arena, nuestras ideas… incluso podemos insultar, faltar a la verdad, decir burradas sin descanso o reírnos del prójimo sin la menor consideración»

Las opiniones anónimas en internet, y sus consecuencias, son el tema al que Juan Puchades se aproxima esta semana desde la columna «El oro y el fango».

 

 

Una sección de JUAN PUCHADES.
Ilustración: BORJA CUÉLLAR.

 

 

Una frase acreditada a autor anónimo asegura que las opiniones son como los culos, que todos tenemos uno. Tan lírico axioma nunca fue más cierto que en tiempos de internet, cuando, en segundos, podemos enmendarle la plana (eso creemos) a alguien dejando un comentario en su web, blog o artículo. Y aquí viene lo bueno, desde el anonimato. Nadie nos pide fotocopia del DNI, ni nombre y dos apellidos, ni domicilio, solo quedamos nosotros, un nick y aquello que nos pase por la cabeza. Bueno, permanece la IP archivada junto al comentario, pero eso la mayoría lo desconoce.

Así que internet, entre las muchas cosas buenas que nos ha traído, incluye la posibilidad de que nuestra voz se oiga, podemos participar en el debate como uno más, aportar nuestro granito de arena, nuestras ideas… incluso podemos insultar, faltar a la verdad (lo que comúnmente se conoce como mentir), decir burradas sin descanso o reírnos del prójimo sin la menor consideración. Nunca como en la era internet la posibilidad de sacar fuera al energúmeno que llevamos dentro resultó tan real y tan fácil, nunca como ahora el odio contra el que no piensa como nosotros se hizo tan visible. El problema para el medio de comunicación que incluye comentarios estriba en moderar, en saber dónde está el límite, hasta dónde proteger a sus colaboradores o a terceros. Y no es fácil. Resulta tedioso y costoso (mental y económicamente).

Por otro lado, para el que escribe profesionalmente supone estar expuesto a la crítica, o al halago, como nunca antes (el crítico criticado). En tiempos de papel, por carta o durante encuentros públicos recibías ocasionalmente ese «feedback» a tu trabajo, pero vivías feliz cual lombriz ignorando lo que el respetable pensaba de ti y de tus escritos (puntualmente, y mediante misiva sin remite, alguien amenazaba con matarte por algo que no resultó de su agrado). Ahora no. Ahora publicas y, en el mejor de los casos, te espera el silencio (¡maravilloso silencio!), en el peor la avalancha de improperios o comentarios mordaces (hay que reconocer que hay gente ingeniosa, eso sí). Ni decir de que modo unos comentarios ácidos y/o desproporcionados pueden amargarle el desayuno a alguien que, por ejemplo, simplemente se ha limitado a responder a unas preguntas y, por tanto, a exponer sus ideas.

Personalmente, rara vez leo comentarios en internet, me importa bien poco lo que opine la gente y me aburro rápido (por no mencionar lo desesperante de comprobar el triste nivel ortográfico de una inmensa mayoría), bastante tengo con leer los que publicamos en EFE EME (y los que dejamos de publicar: la sarta de barbaridades que algunos lectores tienen a bien pretender que el mundo conozca. ¡¿Cómo es posible que la música despierte tanto desmesurado rencor y tanta ciega entrega?!). Tampoco dejo comentarios en ningún sitio, ni anónimamente ni de ninguna otra forma. Como autor, solo ocasionalmente aclaro algún punto aquí; una vez se me ocurrió entrar a responder sobre un texto polémico y pasé veinticuatro horas teniendo que explicarme y dando réplicas, hasta tuve que consultar la Constitución (que cada cual interpreta como quiere) y la Ley de Propiedad Intelectual. Nunca más, me dije. Y he cumplido. Tampoco hago caso a los insultos o las recriminaciones más o menos sangrantes. Sí, por supuesto, a quienes con educación corrigen un dato, hacen ver un error, esos son los buenos lectores (irritantes los que saltan a la mínima, con muy mal café, indignados por una equivocación, casi siempre simple despiste, fruto de las prisas).

El halago, no nos pensemos, es igual de dañino, lo mejor es no hacerle caso, ya que, generalmente, el que te pasa la mano por la espalda lo hace porque ha leído justo aquello que quería leer, lo que se aproxima a su pensamiento, pero si mañana expones lo que no quiere oír, no es improbable que el exabrupto caiga con rapidez. Así que lo mejor es mantener la distancia, fiarte de tu instinto o de la opinión de amigos o conocidos sinceros.

También sorprende que un comentario menor en una entrevista, crítica o artículo sea destacado por un lector provocando que los siguientes comentarios giren alrededor de algo que el autor (o un entrevistado) mencionó de pasada (por tanto intrascendente) y que sin embargo parece eclipsar todo tu trabajo (la mayoría de lectores permanecen silenciosos, así que tampoco hay que extrapolar los comentarios cual baremo científico), derivándolo hacia un lugar inesperado y, para ti, completamente banal, alejado de tu objetivo primero. Más o menos sucede lo mismo con esos comentarios que parecieran resultado de no saber leer o comprender: los lees y te preguntas, ¡¿pero este señor cómo coño ha acabado interpretando tal cosa?!

Pobre de aquel que se deje influir por los comentarios anónimos, quizá escriba su próximo texto periodístico pensando en ellos (o modere sus declaraciones, en caso de ser un entrevistado), pues ese es un camino que conduce, inexorablemente, a la paranoia, a la pérdida de ideas, a la falta de libertad. No podemos pretender agradar a todo el mundo, somos adultos y deberíamos saberlo desde hace tiempo. Debemos intentar hacer nuestro trabajo lo mejor posible, con la máxima honestidad, sabedores de que unas veces gustará y otras no, manteniéndonos al margen de lo que digan de él (o de nosotros, que por lo general se tiende a personalizar con una cierta crueldad). La opinión anónima no siempre es, precisamente, la voz más autorizada.

 

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Anterior entrega de El oro y el fango: El hombre triste de las gafas negras.

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