El oro y el fango: Nos queda la dignidad

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«Grupos y solistas de renombre piden que se les vote para actuar en las fiestas de esta o aquella población, que ante la escasez de recursos ha tenido la brillante idea de que los internautas voten quién quieren que toque este año en sus fiestas mayores»

«El oro y el fango» adquiere tintes oscuros para reivindicar la dignidad en estos tiempos indignos. Una dignidad que tampoco deberían de perder los que se dedican a la música.

 

 

Una sección de JUAN PUCHADES.
Ilustración: BORJA CUÉLLAR.
 

La noticia fue impactante: un farmacéutico griego jubilado, de nombre Dimitris Christoulas, decidió acabar con su vida antes que caer en la indignidad de tener que buscar en la basura para sobrevivir. La brutal decisión, acompañada de una nota en la que culpaba al gobierno de su situación y animaba a los jóvenes a tomar las armas, era sin duda reflejo de adónde nos están dirigiendo nuestros políticos (esos a los que votamos pero que es evidente que no trabajan para nosotros, los ciudadanos, sino para esa cosa ambigua llamada los mercados y que no son más que los intereses económicos de los poderosos y los especuladores). Su gesto extremo me pareció hermoso, heroico y, sobre todo, de una enorme dignidad. Cada uno de nosotros somos libres de decidir hasta dónde queremos llegar, hasta qué escalón de la degradación estamos dispuestos a descender y cuándo decir «basta, ya no puedo más», y tomar la decisión que nos parezca más conveniente. En el caso del farmacéutico griego fue el suicidio, el noble y digno suicidio. Aunque su caso saltó a los periódicos de toda Europa, el suyo no ha sido el único: los suicidios a causa de la miseria a la que nos han abocado son constantes en Grecia, en Portugal e incluso en Italia: el pasado domingo, «El País» contaba que cada día un pequeño empresario y un trabajador se quitan la vida en el país de Adriano Celentano. Dos al día, sí.

Nos aseguran los voceros que (se supone) entienden de los asuntos económicos que todavía no hemos tocado fondo, que el futuro inmediato será peor que el gélido presente. Sin embargo, a tenor de cómo van las cosas a ras de suelo, son millones de personas las que en Europa han llegado a lo más bajo, por lo menos a lo más bajo de lo que su dignidad les permite descender. Muchos, en Grecia, en Portugal o en Italia (¿no hay datos de suicidios en España?) han tomado el camino de Dimitris Christoulas. Seguramente son varios cientos, si no miles, los que en estos momentos están pensando en lanzarse a las vías de un tren, ahorcarse en el baño de casa o pegarse un tiro si disponen de un arma. Tras cada una de esas decisiones se esconde el más completo desánimo, la más absoluta falta de esperanzas, la desazón ante el mañana más inmediato, la incapacidad para afrontar las próximas horas. Más allá de analizar las razones y buscar culpables (que los hay, tienen nombres y apellidos) de la obscenidad en la que andamos sumidos, me quedo con la dignidad de esas personas, muertos anónimos caídos por la desvergüenza de la peor cara del capitalismo; gente que decidió quitarse la vida antes que acabar con la de los responsables de esta situación. Quizá algún día, una placa instalada en algún lugar recuerde sus nombres como víctimas del holocausto económico perpetrado por la clase dirigente europea en el segundo decenio del siglo XXI.

Dimitris Christoulas es un ejemplo de dignidad, por lo menos para mí. Y últimamente pienso mucho en él, sobre todo cuando veo que la dignidad se pierde con mucha facilidad ante los acontecimientos, que la gente es capaz de agachar la cabeza y aceptar todo lo que se le viene encima, aferrada a la vida, a la supervivencia, al seguir adelante a cualquier precio. Y no es que abogue por suicidios en masa, desde luego que no (uno estaría por medidas más drásticas, próximas a las que ansiaba Christoulas en su nota de despedida. Lo mínimo sería llevar a los tribunales a los culpables de tanta ignominia y cambiar el sistema de arriba abajo), pero sí creo que la dignidad es importante y muy triste constatar la rapidez con la que se pierde, y en cualquier ámbito, que la mierda llueve sobre todas nuestras cabezas: en ocasiones veo en redes sociales a grupos y solistas de renombre pidiendo que se les vote para actuar en las fiestas de esta o aquella población, que ante la escasez de recursos ha decidido que solo habrá una actuación y tenido la brillante idea (es un decir; porque se trata de una perversión más de las muchas que digerimos estos días: en este caso bajo la bandera de la supuesta democracia directa) de que los internautas voten quién quieren que toque en sus fiestas mayores: mediante el voto por internet, el pueblo decide. ¡Viva el circo! Y ahí está, gente con treinta o más años de trayectoria (lo entendería entre los más jóvenes, en los que comienzan), bajándose los pantalones y mendigando una actuación pagada con dinero público, tratando de aferrarse a los maderos carcomidos que peor que mejor flotan en el océano tras el hundimiento de un modelo de contratación que definitivamente se ha acabado. Es verdad que ya no hay «bolos», que las salas no contratan, que los músicos han de buscarse la vida como pueden. Pero me parece tristísimo perder los mínimos de, me reitero mucho, dignidad y salir con aquello de «¡Estamos nominados! ¡Vótanos!», intentando animar a sus seguidores a que hagan clic con el ratón. No digo que deban suicidarse (aunque hay casos en los que, en lo artístico, quizá no sería mala idea), pero sí convendría comenzar a usar la imaginación con urgencia y reinventar el modelo de directo, ofrecer nuevas alternativas y no caer en el patetismo. Porque si a pedir públicamente que te voten (por decisión propia o de tu mánager, da lo mismo) para sacarte una actuación con la que ganar unos miles de euros de un ayuntamiento es a lo que hemos llegado, definitivamente estamos muy mal.

Anterior entrega de El oro y el fango: Discos como tropezones.

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