El oro y el fango: Los replicantes del rock

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«Qué conduce a alguien que es capaz de interpretar con solvencia el repertorio de, pongamos por caso, la Electric Light Orchestra, a transformarse en un remedo de estos, calcando las canciones y transformándose físicamente en una copia de los componentes del grupo. Por qué pierden el tiempo de esa manera en lugar de intentar desarrollar su propia creatividad»

 

La existencia de los grupos de tributo, o replicantes, que cada día proliferan más, son motivo de sorpresa para Juan Puchades, que se pregunta qué les lleva a dedicarse a tal actividad.

 

 

Una sección de JUAN PUCHADES.
Ilustración: BORJA CUÉLLAR.

 
Hace años que me llaman poderosamente la atención unos pequeños anuncios que las revistas musicales británicas insertan en las últimas páginas, agrupados en módulos, feuchos y cargados de fechas de conciertos. Reclamos abigarrados que invitan poco a su lectura. Sin embargo, algunos de ellos tratan de atraer la atención del lector con réplicas de logos de grupos famosos. Si uno se fija, se trata de replicantes de los Eagles, Pink Floyd, los Rolling Stones o quien puedas imaginar, que andan de gira por las tierras de su Graciosa Majestad. Sí, ¡de gira! Y si prestas atención, algunos cuentan, incluso, con una apretada agenda. Esos anuncios son como un imán para mí: paso largo tiempo deleitándome en ellos, completamente arrobado ante la mera existencia de tales formaciones, pasmado viendo las ciudades en las que tocan: no poblachos inmundos, no, sino grandes urbes. Algo asombroso.

Al verlos siempre me pregunto qué conduce a alguien que siente pasión por la música y es capaz de interpretar con solvencia el repertorio de, pongamos por caso, la Electric Light Orchestra, a transformarse en un remedo de estos, calcando (y clavando, que de eso se trata) las canciones y transformándose físicamente en una copia más o menos certera de los componentes del grupo bajo la excusa de rendir tributo (en castellano, homenaje sería más correcto). Por qué pierden el tiempo de esa manera en lugar de intentar desarrollar su propia creatividad. Quizá en su día formaron un grupo original, es hasta posible que escribieran canciones y salieran a defenderlas en vivo, pero tal vez no tuvieron suerte o, simplemente, descubrieron que su talento para escribir era ninguno y, cansados de todo, por aquello de seguir pisando las tablas, se les ocurriera imitar (que eso son, imitadores) al grupo de sus desvelos musicales. «Siempre será mejor –debieron de pensar en algún momento de su existencia– deleitarnos tocando el repertorio de los Beach Boys que soñar con lo que pudimos ser y nunca fue». Así, al menos, de vez en cuando rompen con el tedio de un trabajo en una oficina gris o en un duro almacén. Quizá, simplemente, lo suyo fue desde el primer momento tocar covers y no hay que darle más vueltas. Todo es posible. Pero… no puedo dejar de preguntarme qué comentan cuando bajan del escenario, ¿cosas del tipo «¡hoy he cantado mejor que Jeff Lynne! ¡Me escucha el barbas y se caga patas p’abajo!»? ¿Firman autógrafos? En ese caso, ¿con su nombre o con el del imitado? ¿Tienen groupies esperándolos a la puerta del camerino? De ser así, ¿son falsos polvos los que pega una groupie con un imitador o son solo polvos de segunda? Y, ya puestos, que no cuesta nada, ¿la groupie se está arrimando a ese ser humano que se hace pasar por otro, por él mismo o imaginando que aprieta al imitado, y así la fantasía se pierde en un bucle completamente falaz y absurdo?

Pero si los protagonistas de tales agrupaciones son todo un misterio psicológico digno de divagaciones en tarde ociosa, qué decir del público que se toma la molestia de pagar la entrada de un concierto para ver a unos tipos que se hacen pasar por los Shadows. ¿Nostálgicos sin criterio a los que todo les da igual y solo quieren escuchar las canciones que les hicieron felices en su juventud, las toque quien las toque? ¿Se emocionarán como si tuvieran delante al mismísimo Hank Marvin empuñando su Fender? ¿Encenderán mecheros (o los móviles, que es más triste pero más contemporáneo) cuando suene ‘Apache’? No lo sé, pero, ya ven, esos anuncios fascinantes son toda una invitación a dejar volar la imaginación.

El fenómeno de los replicantes tiene, sin duda, en los Beatles a su máximo exponente: en toda Europa hay decenas de bandas tocando sus canciones, algunas especializadas en interpretar repertorios concretos, las hay que ofrecen la posibilidad de catar en vivo álbumes que los cuatro de Liverpool, retirados de los directos tempranamente, jamás llevaron a escena (me cuesta entender el interés de acudir a escuchar a unos aplicados músicos que tocan el álbum blanco, o «Revolver», no sé dónde reside la gracia o el misterio de tal cosa; es más, me parece altamente marciano). Los mejores, incluso realizan giras internacionales y se prodigan en las habituales convenciones dedicadas a los Fab Four. Algo parecido a lo que sucede con algunos imitadores de Elvis, que van rodando por el mundo desencajándose la pelvis cada noche, luciendo tupidos patillones y vistiendo cual macarras siderales. Incluso el otro Elvis, Costello, tiene sus propios replicantes, lo que no deja de resultar extraordinario, pues ver a Costello, el original, en directo no es muy difícil.

Lo curioso es que estas bandas de tributo, habituales en Inglaterra y Estados Unidos, en los últimos años también han comenzado a proliferar por aquí, con Extremoduro, Platero y Tú, Triana o Los Rodríguez, entre otros, de protagonistas. Con lo cual, pienso, ya somos un país rockeramente al día: puestos a copiar, ¡hasta copiamos las copias! ¡No nos falta de nada! Ay, somos asquerosamente civilizados.

 

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Anterior entrega de El oro y el fango: Abducido por el muchacho de la calle Gluck.

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