El oro y el fango: Las enseñanzas históricas que deja el rock español

Autor:

borja-cuellar-23-08-13

«El rock español no ha logrado, a pesar de los años, crear una base sólida que lo sustente, un circuito estable que lo alimente, un público fiel que lo siga»

 

Con un vídeo de una vieja leyenda del rock español como hilo conductor, Juan Puchades argumenta que el rock español, a más de cincuenta años de su fundación, no ha sabido crear unas bases sólidas que lo sustenten, ni ha logrado consideración de hecho cultural.

 

Una sección de JUAN PUCHADES.
Ilustración: BORJA CUÉLLAR.

 

Es el aniversario de la muerte de Bruno Lomas y me da por buscar vídeos suyos en Youtube. Localizo uno en el que se le ve actuando en Xàtiva, su localidad natal, en 1987. El escenario, montado en la calle, es de una pobreza extrema: escueto, mal iluminado, un mínimo telón rojo sirve de fondo. Sobre él, Bruno, solo, vestido con elegancia, de riguroso negro. No hay músicos que le apoyen, pone la voz en directo pero el fondo de las canciones es un playback con las músicas grabadas. Impresiona verlo bregando en tales condiciones, pero recuerdo que así fueron habitualmente sus conciertos durante los años ochenta y hasta su fallecimiento, en agosto de 1990.

No hay que olvidar que Bruno Lomas fue uno de los pioneros del rock español, grabó rock and roll –junto a su grupo primero, Los Milos– en 1960, un año antes lo habían hecho Los Estudiantes y El Dúo Dinámico, y Miguel Ríos lo haría en 1962. Luego, en Francia y junto a sus Rockeros, grabó para el sello Barclay, giró por varias ciudades y actuó en el Olympia de París. A su regreso a España fichó por EMI y atravesó los años sesenta en excelente forma, rockeando, cantando pop o baladas, daba lo mismo, todo lo hacía suyo con sus maneras clásicas y su voz portentosa. El éxito le acompañaba e incluso protagonizó alguna película.

En la década siguiente, los días de gloria se habían acabado y los discos resultaban cada vez más anodinos (cosas de la peculiar industria nacional y su inefable olfato para seleccionar repertorio), pero todavía podía rodar con regularidad por todo el país aferrado a su nombre de leyenda. Sin embargo, a finales del decenio ya todo estaba perdido: lo suyo era un vestigio del pasado, del rock and roll primigenio. En 1979 trató de pegar un giro de timón y ponerse al día con el single ‘Hielo’, pero no sirvió de nada. Otro single un año después, y adiós a las grabaciones. Bruno Lomas, ya no grabó nunca más. Solo hubo una colaboración, en 1988, con los Seguridad Social de José Manuel Casañ, admirador sin reservas.

A finales de los ochenta, mi amigo Alfons Cervera quedó varias veces con Bruno, y en una de esas, este le comentó: «Alfons, tú que eres amigo de Sabina, mira a ver si puede escribirme algunas canciones para un próximo disco». Casañ también iba a prepararle material. Es decir, por penosas que fueran sus condiciones artísticas, recluido profesionalmente en Valencia y alrededores, con el playback detrás y enfrentándose él solo a los escenarios, seguía pensando en una vuelta, en un regreso a los discos. Lo que acojona es reconocer que grabó por última vez con cuarenta años y murió con cincuenta, y en esa década, de plenitud de facultades para un vocalista, estuvo condenado al olvido, a la decadencia y a recrearse en las viejas canciones que le dieron éxito, sin poder evolucionar. Penosísimo.

Su historia, de todos modos, es similar a la de los pioneros estadounidenses del rock and roll, que en seis años pasaron de tocar el cielo a ser un recuerdo, arrastrados por los nuevos sonidos y sepultados por la maquinaria del éxito instantáneo. Pero aunque se vieron abocados durante décadas al circuito de la nostalgia, solo con puntuales breves repuntes (un «biopic», un disco especial, una antología, una reunión, un programa de televisión), todos más o menos consiguieron grabar cada tanto. Y, en todo caso, su mercado era global, lo que les permitía salir de gira prácticamente cuando querían (Alemania, Holanda, Francia o Inglaterra siempre fueron escenarios agradecidos). Mientras, el caso de Bruno es bien paradigmático del rock (vale también para el pop) a la española: de los artistas que configuraron los años sesenta, prácticamente solo Miguel Ríos, El Dúo Dinámico y Los Sírex lograron sobrevivir: el primero reinventándose constantemente, los otros (pese a que han grabado temas nuevos con regularidad; Los Sírex por lo menos hasta finales de los ochenta) aferrados a la estética y el repertorio del pasado. Todos con dignidad y entereza. Sin embargo, si pensamos en el grueso de los grupos y solistas de los sesenta y setenta, en cinco o seis años desaparecían del mapa. Algunos, en los ochenta y los noventa, se unieron en shows (en directo y televisivos) con los que alimentar abiertamente la nostalgia, que es una forma de echar la toalla pero de llenar el plato. Un caso ejemplar es el de Micky, pionero también del rock and roll en los sesenta, pero tipo avispado, con gusto e inteligente, logró sortear los setenta con más o menos fortuna y desde entonces, cada mucho, ha grabado recomendables discos con los que tratar de ponerse al día, de no quedarse fuera de juego, aunque siempre en sellos pequeños y sin la menor resonancia (y él también ha recurrido a esas reuniones nostálgicas).

No obstante, lo que más me impresionó del vídeo de Bruno Lomas, y lo que motiva estas líneas, es que al verlo lo primero que pensé es que ese caballero que canta sobre un fondo pregrabado no está tan alejado de muchos rockeros de la actualidad, de edades próximas a la de Bruno en aquel tiempo, que se ven obligados por las circunstancias a subirse solos al escenario, empuñando una guitarra y tocando sus canciones en acústico. Lo uno y lo otro viene a ser lo mismo: los números ya no dan para acompañarte por un grupo, porque tu público ha desaparecido o ha encogido, y el único recurso es salir tú solo a escena: Bruno con playback, pues no era instrumentista, otros con la guitarra. Es evidente que hay una diferencia entre llevar playback a que la música suene en directo interpretada con guitarra, pero en la más pura y dura esencia, viene a ser lo mismo. El drama es idéntico.

Todo ello tendría que hacernos reflexionar sobre cómo el rock español no ha logrado, a pesar de los años, crear una base sólida que lo sustente, un circuito estable que lo alimente, un público fiel que lo siga. El rock en nuestro país ha dependido del éxito momentáneo, de alcanzar puntualmente a públicos numerosos que no ha logrado fidelizar y atraer a la causa. Un público que se ha disgregado en cuanto otro éxito ha sustituido al anterior, que ha dejado de comprar discos y seguir la actualidad cuando la edad (vivir en pareja, pagar una hipoteca y el préstamo del coche, tener hijos) ha dictado que así tenía que ser. Es un fenómeno muy español que nadie se termina de explicar pero que parece reflejar ese pensamiento de que el rock, o la música popular, es pecado juvenil, olvidable cuando «sentamos cabeza». Algo equiparable a la promiscuidad sexual, al desparrame nocturno, al vivir a locas… No entendemos el rock (la música en general) como cultura o entretenimiento para siempre (como el cine o la literatura), sino únicamente como algo unido a determinado periodo de nuestra vida y al que luego damos de lado.

Detrás de ello está, por supuesto, la idiosincrasia del país, marcada por los cuarenta años de dictadura y férreo catolicismo, que hicieron ver cualquier fenómeno musical como algo frívolo y decadente (peligroso, en realidad, para los poderes políticos y eclesiásticos) y, desde luego, la llegada del pop y el rock como algo obsceno (inquietante por su estética, modos, aires extranjerizantes y soterrada pulsión sexual) que únicamente podía obedecer al inefable furor juvenil, y que cruzada determinada edad había que abandonar sí o sí. Lo singular es que, tanto tiempo después, la idea ha sedimentado, pasando de padres a hijos, y de generación a generación. Por contraste, admira ver cómo en lugares tan distantes entre sí como Francia o Argentina el rock es cultura intergeneracional, perfectamente compartida por diferentes miembros de una misma familia.

Poco importa que el rock español haya dejado obras de valor incalculable, que sus creadores, mañana mismo, pueden paladear el sabor amargo del olvido o la miseria, o poco importa que, a diferencia de Bruno Lomas, muchos de los que hoy salen a escena solo con su guitarra sigan grabando, que ahora un disco ya no tiene la menor relevancia (y además no reporta un miserable euro). A más de cincuenta años del nacimiento del género en nuestro país, y a treinta de la explosión de los años ochenta, la cultura rock es prácticamente inexistente. Hemos construido sin cimentar. Ese vídeo de Bruno Lomas es una lección impagable, pues muestra nuestro pasado pero también refleja, como en un espejo, nuestro presente.

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