El oro y el fango: El largo y árido verano

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«Se acabaron los conciertos pagados por ayuntamientos, diputaciones o comunidades autónomas. Las arcas públicas están vacías y no hay dinero para la cultura, y menos para la contratación de figuras más o menos relevantes del pop y el rock»

 

En El oro y el fango, esta semana Juan Puchades reflexiona sobre el final de los conciertos veraniegos financiados por instituciones públicas. Un modelo que se desarrolló durante tres décadas.

 

 

Una sección de JUAN PUCHADES.
Ilustración: BORJA CUÉLLAR.

 

 

El próximo no será un verano caliente, probablemente resultará árido. Por lo menos en lo musical. Si el pasado marcó el fin de un modelo que se impuso desde finales de los años setenta, con la llegada de las instituciones democráticas, este será el primero de la nueva era. Se acabaron los conciertos pagados por ayuntamientos, diputaciones o comunidades autónomas. Las arcas públicas están vacías y no hay dinero para la cultura, y menos para la contratación de figuras más o menos relevantes del pop y el rock. Los músicos tendrán que buscarse la vida de otro modo.

Conviene recordar que el modelo veraniego español tenía mucho de caso excepcional. Durante los años cincuenta, sesenta y setenta, los conciertos de verano, los de fiesta mayor (de ellos hablamos), los organizaban peñas, agrupaciones o empresarios privados que se jugaban su dinero aprovechando fiestas patronales, de tal manera que en cualquier pueblo lo habitual era que actuaran orquestas de bajo presupuesto y, excepcionalmente, alguna estrella, una en todo el verano, en todo el año. Tras la muerte del dictador, los ayuntamientos (principalmente los de izquierda) comenzaron a apostar por la música en directo, convirtiéndose ellos mismos en contratistas, de ese modo proliferaron las orquestas de cierto renombre y empezaron a dejarse ver por esos pueblos de dios viejas estrellas del pop y los primeros grupos de rock protagonistas del recambio generacional de finales de los setenta. La canción ‘Rock and roll en la plaza del pueblo’, de Tequila, fija bien ese instante histórico en el que el rock tomaba las calles.

Desde 1982, tras el Mundial de Fútbol y la explosión de la Movida, no hubo ciudad grande, pequeña o ínfima que no se lanzara a amenizar fiestas mayores con lo más moderno o colorista del momento. Así, los grupos más vendedores pasaron a ser piezas cotizadas que, con razón (el negocio es el negocio), jugaban a inflar cachés con la excusa de «si me quieres, te va a costar una buena pasta; pero eso te asegura que esté en tu pueblo y no en el de al lado». Estaba comenzando el disparate. Pero un disparate que llenó muchos bolsillos (de cantantes, músicos, técnicos, mánagers e intermediarios varios: agentes de zona, empresas de infraestructuras, de sonido e iluminación) y que dio pie a la creación de decenas de negocios vinculados con los conciertos y cientos de puestos de trabajo indirectos.

Así, a la sombra del dinero público, y sin prisa pero sin pausa, floreció toda una escena que dejó para la historia momentos tan jocosos como los de ver a aguerridos rockeros de todo pelaje (muy colorido en ocasiones) confraternizando con el alcalde y con el concejal de fiestas de turno, dejándose retratar amablemente junto a ellos, sus cónyuges, niños y demás parentela, incluyendo a la reina de las fiestas del lugar. ¿Condujo esto a una forma de domesticación? No tengo ni la menor idea, pero quizá por ahí haya que buscar esa singular desafección política de nuestros músicos, siempre reacios a exponer en público su ideología, no fuera que en verano escasearan los bolos en ayuntamientos contrarios a sus ideas.

Finalmente, lo que parecía irreal (músicos trabajando gracias a las instituciones públicas), acabó tornándose fórmula establecida, y se desarrolló a lo largo de las décadas de los ochenta, los noventa y el primer decenio del nuevo siglo, hasta que la crisis económica ha hecho estallar lo que, sin duda, era una burbuja (otra más), un falso espejismo, un gigante sustentado por inconsistentes piernas. Un modelo extraño, insostenible y sin parangón en los países de nuestro entorno (me atrevería a decir que sin igual en el mundo) que provocó que hubiera grupos que no pisaran una sala de conciertos en lustros, convirtiendo la feria o la plaza mayor en su espacio natural y el concierto gratuito en forma de vida: si en verano miles de personas acudían a verte gratis, ¿en otoño, quién tendría interés en pagar una entrada? Interesante sería reflexionar en alguna ocasión sobre la forma en que este sistema también ha contribuido decisivamente a devaluar la música, a fijar la idea de que por ella no hay que pagar: primero fueron los conciertos gratuitos, después los discos gratis… luego la nada. ¿Se recoge lo que se siembra?

Este próximo verano serán escasísimas las contrataciones públicas, y uno intuye que las pocas que haya no se las llevará el mejor, sino el que esté dispuesto a bajar más el precio, el que más y mejor presione para hacerse con las migajas de un sistema de contratación que ha tocado fondo y que lo más probable es que nunca más regrese (aunque este país es tan raro, tan dado a repetir errores del pasado, tan propenso a la comisión y a la factura inflada que cualquiera sabe). Ahora es el momento de que mánagers y artistas se estrujen las neuronas para tratar de dar con un nuevo modelo para la supervivencia. Pero con el tsunami económico haciendo estragos (y sin que parezca que nunca toque fondo) ya cuesta, como comentamos aquí hace unas semanas, atraer gente a las salas. Convendría comenzar a estudiar fórmulas del pasado o de otros países próximos, porque de lo que no cabe duda es que el drama está servido y el gran festival, tal y como lleva planteándose en los últimos tiempos, tampoco parece la alternativa, por no hablar del río de festivales que cierran sus puertas ante la escasez de público, subvenciones o patrocinios.

 

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Anterior entrega de El oro y el fango: Opinión autorizada, o no.

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