El oro y el fango: ¿Cantante? ¡¿A quién le importa un puñetero cantante?!

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«¿No es probable que Freddie Mercury, si pudiera levantarse de su tumba, le pegara a Brian May una enorme patada en toda la entrepierna, por tontorrón?»

Con Brian May deseoso de reflotar a Queen, vuelve a surgir el debate de lo correcto de esas «operaciones retorno» con un nuevo vocalista sustituyendo al cantante de un grupo, muerto o no. Juan Puchades le da alguna vuelta al tema.

 

 

Una sección de JUAN PUCHADES.
Ilustración: BORJA CUÉLLAR.

 

 

Brian May, con un objetivo claro en la mente, lleva bastante tiempo preparando a los seguidores de Queen para lo que se les viene encima: fue dejando caer, como el que no quiere la cosa, que planeaba «homenajear» al vocalista fallecido y a las viejas canciones del grupo… ¡buscando a un nuevo cantante! Cada tanto lo comentaba en los medios, hasta que, hace unos días, parece que ha dado con el «sustituto» adecuado, así que, a no tardar demasiado, Queen se pondrá en marcha de nuevo. Además, May, según ha declarado, está convencido de que su decisión «va a hacer feliz a mucha gente» y que Adam Lambert (el sustituto, surgido del programa televisivo «American idol»; el «Operación triunfo» estadounidense, para entendernos), «contaría con la aprobación de Freddie». Bien, de acuerdo, él conoció a Freddie Mercury bastante más que cualquiera de nosotros, pero cómo está tan seguro de que al difunto le parecería bien, ¿no es probable que si pudiera levantarse de su tumba le pegara a May una enorme patada en toda la entrepierna, por tontorrón? Y que conste que a mí Queen nunca me interesaron en exceso (de acuerdo, nada, no me interesaron en absoluto: su música me deja tan frío como escuchar las predicciones de Standard & Poor’s: unos y otras me parecen simple impostura), pero el acontecimiento, más allá de preferencias personales, vuelve a poner de actualidad un asunto que siempre resulta peliagudo, por su dudosa moralidad: sustituir al cantante de un grupo para reflotar el proyecto.

Si pensamos en grupos de pop o de rock (no instrumentales, por supuesto), en cualquiera, el elemento más identificativo que nos viene a la cabeza siempre es el cantante: con su voz (el más característico y único de los instrumentos musicales) define las canciones y su imagen suele ser, por el propio papel que ejerce, la más icónica. Poco importa quién compone los temas, o el sonido esencial de determinado instrumento (pongamos por caso, los primeros Animals y el órgano de Alan Price), el vocalista es quien nos deslumbra o atrapa, y su voz la que asociamos a las canciones (estoy generalizando y simplificando mucho, lo sé). Por ello resulta fascinante (la fascinación de lo perverso, de lo retorcido) cuando un cantante es sustituido por otro como si tal cosa. Y si éste ha muerto, el hecho ya adquiere tintes siniestros. Uno de los casos más escalofriantes y sonados fue el de la resurrección de los Doors con un nuevo Jim Morrison (papel protagonizado por Ian Astbury, que hasta trató de mimetizarse físicamente con el finado), por lo mucho que tenía de indecente: habían pasado décadas desde la muerte de Morrison y, seamos sinceros, por mucho que ahí estuvieran Manzarek y Krieger, aquello era una sinvergüencería de primera. Tanta que el batería John Densmore acabó demandándolos. Pero en el mundo del espectáculo todo es posible y la jugada de May parece venir a repetir los pasos de la de los Doors.

Otro supuesto cuestionable es cuando tras la muerte del cantante, el grupo, sin dilación, continúa en activo con alguno de sus miembros encargándose de las labores vocales. Podemos poner en duda sus razones, pero… hummm… vale, podría justificarse. Los mismos Doors lo hicieron durante algún tiempo nada más morir Morrison, con el dúo Manzarek y Krieger en las voces y mostrando al mundo que sin el vocalista original (y principal compositor) aquello no era lo mismo, pero para nada. Por aquí, Burning también siguió ese modelo, y hasta en dos ocasiones.

Una versión muy peculiar e hispana de sustituir cantantes se da en grupos con vocalista femenina. Es como un clásico local y hay algunos ejemplos que cualquiera será capaz de recordar: Olé Olé, La Oreja de Van Gogh y Presuntos Implicados. ¿Que la chica se quiere marchar para iniciar una carrera solista? No pasa nada, buscamos una sustituta (¡¿no lo hicieron las Supremes?!). Lo que daría uno por asistir como espectador a ese preciso instante en el que los restantes componentes del grupo (masculinos, ¡por supuesto!), tras haber recibido la buena nueva (es un decir, que a ellos se les cae el mundo encima) de la chica, tienen la revelación: «¡A tomar por saco! Buscamos una nueva cantante y no se hable más. No pasa nada, que las canciones las componemos nosotros y ella únicamente canta. Además, ¡si a fin de cuentas solo es una tía!». Quizá el diálogo y las razones no sean tan simplistas ni tan machistas, pero esa es la desoladora sensación que queda: es mujer, ergo es sustituible. Triste, tristísimo. Mucho más honesta resultó la actitud de La Buena Vida tras la salida de Irantzu Valencia, con el compositor y guitarrista Mikel Aguirre haciéndose cargo del micro.

Otra manifestación de cantante sustituible (o más bien insustituible) la tenemos estos días sobre los escenarios españoles con el regreso de Trogloditas: dos componentes del grupo original (cuyo nombre iba unido, por detrás, al del vocalista: Loquillo y Trogloditas), han decidido buscar nuevos integrantes, incluyendo a un cantante, reflotar el grupo… ¡y ponerse a interpretar las viejas canciones! Las mismas que Loquillo (líder del proyecto), hasta hace poco, seguía interpretando en vivo (y, es de imaginar, seguirá haciéndolo en el futuro). Las preguntas surgen, inevitablemente, solas: ¿Era necesario? ¿Qué interés tiene ver y escuchar al bajista y batería originales (por mucho que Josep Simón y Jordi Vila conformen una sección rítmica potentísima) de Trogloditas tocando los viejos temas sin los demás integrantes originales, particularmente Loquillo? ¿No los convierte esto en otro grupo de covers? ¿No sería más inteligente tratar de salir a flote con repertorio totalmente nuevo y, en todo caso, como guiño excepcional hacia la parroquia, dejar caer algún tema añejo?

Probablemente no haya que darle muchas vueltas a nada de todo esto, porque, al fin, las canciones, más allá de sus compositores, son de aquel que quiera cantarlas, el pasado es algo que puede brillar (para públicos poco exigentes o aferrados a una suerte de nefanda nostalgia) si se le quita convenientemente el polvo y aquel viejo axioma circense de «el espectáculo debe continuar» no es más que una bonita forma de concluir que el arte es el arte, pero las lentejas son las lentejas.

Anterior entrega de El oro y el fango: Esa ingrata tarea llamada promoción.

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