El oro y el fango: Abducido por el muchacho de la calle Gluck

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«Desde finales de los años cincuenta y hasta los últimos setenta era habitual que las principales figuras pop de Francia e Italia (¡incluso de Portugal!), con más o menos normalidad, se prodigaran por aquí y sus discos fueran habituales en las tiendas junto a los anglosajones y latinoamericanos»

La edición en nuestro país de «Unicamentecelentano», antología dedicada al rockero italiano Adriano Celentano, lleva a Juan Puchades a preguntarse por la desaparición del pop francés e italiano del mercado español.

 

 

Una sección de JUAN PUCHADES.
Ilustración: BORJA CUÉLLAR.

 
He sido abducido. No sé exactamente cuándo tuvo lugar el fenómeno, ni en qué forma se produjo, pero desde hace días todos mis actos están regidos por una fuerza superior. Es como si mi cerebro (o lo que queda de él tras tantos años de común convivencia) hubiera sido reprogramado y ya no respondiera a mis deseos, de hecho solo atiende a una única voluntad: escuchar cuantas más veces mejor «Unicamentecelentano», el doble recopilatorio que Universal ha puesto en la calle con una formidable selección de canciones de ese ser de otro planeta que se hace llamar Adriano Celentano y que asegura haber nacido en la calle Gluck de Milán allá por 1938. Dato completamente falso pues lo suyo, como bien sabemos quienes llevamos años escuchándolo, no es de esta Tierra.

Lo más chocante de la situación es que muchas de las canciones que incluye el álbum las conozco, algunas incluso las he oído decenas de veces, pero siguen sonándome nuevas y, sin contemplaciones, me hacen perder el poco sentido que de normal dispongo, trasladándome a otra dimensión. Me maravillo con esa manera en la que el cantante (que de compositor ha ejercido poco) logró italianizar el rock desde primera hora, malearlo para que apegado a los patrones rítmicos estadounidenses chapoteara en el Mediterráneo, se alzara del agua chorreando salitre y se pusiera a secar sobre la arena y bajo el sol mientras se echaba al coleto una copita de lambrusco barato, peleón y cabezón en compañía de alguna bella «ragazza» que le acariciaba las cuerdas de la guitarra. De allí surgió una forma nueva de hacer rock que, en los años sesenta, sería decisiva no solo para el rock italiano, sino también para el francés (aunque no lo reconozcan, que a un francés no va a venirle un italiano feucho a explicarle nada, «mon Dieu!») y, sobre todo, para el español; es decir, ayudó a definir los patrones de un rock mediterráneo que nunca recibió tal nombre. No teniendo bastante con ello, quedo totalmente colgado ante esas baladas entregadas (políticas, sociales o amorosas, que así es Celentano y así entiende los medios tiempos) en las que la bestia milanesa saca su gran voz (hay que reconocer que siempre ha cantado con personalidad e innata capacidad para transmitir) para dejarse mecer junto a guitarras acústicas o arreglos vocales, de cuerda y viento que no pueden negar su procedencia transalpina. Hasta caigo rendido ante esos temas de disco-music sonrojantemente horterona con los que tanto se prodigó desde los últimos setenta. Afortunadamente la abducción por el momento solo es auditiva y no me ha dado por flagelarme programando un ciclo con su muy discutible cinematografía (sí, también ha ejercido de actor), nada alejada del landismo; y es que nuestro hombre (o ser de otra dimensión), tiene una vena humorístico-histriónica digna de ser estudiada.

Pero a la alegría de estas jornadas tan entretenidas que me está deparando «Unicamentecelentano», se une el sinsabor de recordar lo fragmentada que ha llegado su obra a España: lanzamientos aislados desde los años sesenta (cuando incluso grabó en castellano) y hasta mediados de los setenta, luego el total olvido… Creo recordar que lo último suyo que se editó aquí fue el disco a dúo con Mina de 1998 y el del año siguiente, «Io non so parlar d’amore». Poca cosa. Lo cual me hace recordar esa extraña relación que el mercado discográfico hispano ha mantenido con Italia y Francia: desde finales de los años cincuenta y hasta los últimos setenta era habitual que las principales figuras pop de aquellos países (¡incluso de Portugal!), con más o menos normalidad, se prodigaran por aquí y sus discos fueran habituales en las tiendas junto a los anglosajones y latinoamericanos (en este caso excepto el rock, que al margen de pioneros como Teen Tops o Los Llopis nunca nos llegó, laguna que luego nos pasaría factura y que tendríamos que cubrir por nuestra cuenta). Una suerte de privilegio que disfrutábamos por situación geográfica y lazos culturales.

Pero aquello, que enriquecía nuestra visión pop (para mí fue fantástico acercarme de jovencito lo mismo a Elvis que a Hallyday o a Celentano; a Dylan que a Lavilliers o a Paoli) se cortó de raíz desde los años ochenta y de Italia solo sabríamos de sus más lánguidos y comerciales cantantes melódicos, mientras que Francia prácticamente desaparecería de nuestro radar hasta la eclosión del pop del nuevo siglo (en forma de burbuja indie que, poco a poco, ay, se ha ido desinflando). Así nos convertimos en un país musicalmente anglófilo, sin que nunca quedara claro si sucedió por exigencias del mercado, decisión de la propia industria del disco (¿siguiendo dictados de los altos despachos neoyorquinos o londinenses? ¿Se debió al traslado de las «majors» de Barcelona a Madrid?) o por la llegada a los medios de una nueva generación de críticos musicales formados claramente en el rock que contribuyeron decisivamente a orientar las preferencias del personal hacia lo anglosajón, bajo aquella divisa de que el rock era la única religión posible, y el que se cocía en Estados Unidos e Inglaterra el realmente interesante y vanguardista, despreciando otras sonoridades y colores. Así, al final, acabamos comiendo una única sopa (esto sería extrapolable al cine y la televisión; en la literatura y los cómics hemos logrado salvarnos) y hoy a algunos todavía nos sorprende la cantidad de discos que cada año se editan o distribuyen por aquí de ambos países y que no tienen demasiado que aportar, repitiendo hasta el hastío esquemas mil veces oídos y que, sin embargo, a tantos parecen cegar. Quisimos tener la posibilidad de acercarnos a la que creímos música más libre y rebelde y, sin ser conscientes de ello, ésta acabó engulléndonos, domesticándonos, uniformándonos… y a mí los uniformes siempre me provocaron enorme rechazo (tanto que desde que tuve uso de razón me negué a vestirlos, y lo conseguí). Me quedo con Celentano, un «uomo libero». Vaya si lo es.

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Anterior entrega de El oro y el fango: Cuando la nostalgia es el negocio.

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