El imaginario romántico de Ray Davies y The Kinks

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Foto: Jean-Luc/Wikipedia.

«El líder de The Kinks ennoblece la cotidianeidad, la dota de trascendencia, la impregna de hechizo»

 

En un buen número de letras de Ray Davies palpita una sensibilidad emparentada con el romanticismo, movimiento cultural que floreció en la Europa de finales del siglo XVIII e inicios del XIX. En este artículo, Javier de Diego Romero saca a la palestra al Davies romántico, centrándose en los años en que más brilló, la segunda mitad de la década de los sesenta.

 

Texto: JAVIER DE DIEGO ROMERO.
Foto: JEAN-LUC (Wikipedia).

 

«En tanto doy a lo común un sentido superior, a lo habitual una apariencia secreta, a lo conocido la dignidad de lo desconocido, a lo finito una apariencia infinita, lo romantizo». Son palabras del representante más genuino del primer romanticismo alemán, Friedrich von Hardenberg, más conocido por el seudónimo de “Novalis”. Uno de los rasgos que singularizan a Ray Davies como letrista es, precisamente, la mirada romántica que proyecta sobre la realidad; el líder de The Kinks ennoblece la cotidianeidad, la dota de trascendencia, la impregna de hechizo. Qué mejor muestra de este encantamiento del mundo que “Waterloo sunset”, el tema más emblemático del grupo de Muswell Hill, incluido en el álbum Something else by The Kinks (1967): merced a la hermosa puesta de sol que presencia desde una discreta ventana, el yo lírico de Davies sublima el gris y rutinario trasiego urbano que se despliega frente a él.

El biógrafo de The Kinks, Rob Jovanovic, ensalza “Waterloo sunset” como «la canción londinense por excelencia». Uno también lo cree, aunque es de interés precisar que la letra no versa tanto sobre la ciudad del Támesis como sobre la impresión que esta causa en quien la contempla. Lo verdaderamente relevante del esplendoroso atardecer londinense, lo que importa de la extraña y misteriosa belleza que anida en la fealdad urbana, es que en su cercanía el protagonista de la canción se siente «en el paraíso». Aquí radica una nueva conexión con el movimiento romántico. Ciñéndonos a la literatura británica, en la descripción paisajística de los siglos XVII y XVIII, de la que son buenos exponentes John Dyer y William Crowe, los poemas dibujaban la escena natural y, a continuación, frecuentemente, finalizaban aludiendo al panorama socioeconómico o político del territorio en cuestión.

En el romanticismo, por el contrario, el énfasis no recae en la naturaleza en sí, sino en su observador; aquella deviene instrumento para el examen del yo, en la experiencia del paisaje se reflejan los sentimientos del individuo. Esto es lo que sucede, por poner un par de ejemplos, en los poemas de William Wordsworth “Versos escritos junto a Richmond, sobre el Támesis, por la tarde” y “Versos compuestos unas millas más arriba de Tintern Abbey al visitar de nuevo las orillas del Whye en una excursión”, obras con las que dialoga desde la distancia, de manera memorable, “Waterloo sunset”.

Y es que, el romanticismo se caracterizó, ante todo, por privilegiar la subjetividad. En este sentido, en contraste con la creencia ilustrada en la existencia de verdades objetivas, universales, que pueden ser descubiertas por medio de la razón, pensadores como Friedrich Schiller, Samuel Taylor Coleridge o François-René de Chateaubriand sostienen que la única fuente de verdad es el individuo; en el centro del universo romántico se hallan la intuición, la imaginación y la creatividad del sujeto, cauces a través de los cuales accede al conocimiento. La siguiente invectiva de Ray Davies contra la fotografía, extraída de su «autobiografía no autorizada», X-Ray, revela hasta qué punto participa de estas ideas nuestro hombre: «¿Fotografías? […] No tienen sentido. […] Prefiero llevar las imágenes en mi interior a ver la interpretación que hace una máquina de mi realidad. […] La cámara […] hace que acontecimientos que deberían ser ambiguos se conviertan en absolutos y anula la interpretación personal. ¿Por qué reducir la vida a una serie de imágenes objetivas cuando uno se ha pasado toda la vida creando imágenes subjetivas, ambiguas?».

Davies es, con permiso de David Bowie, el mayor individualista del pop británico. El conflicto entre el individuo, excepcional y poético, y la sociedad, uniforme y prosaica, constituye uno de los ejes literarios de su obra; nunca dejó de combatir, honda y airadamente, el alegre hozar de la manada. En X-Ray manifiesta su proximidad espiritual con Lord Byron, la figura más influyente del romanticismo inglés, cuya poesía está poblada por una plétora de héroes individualistas, como Manfredo, Lara o Caín; personajes marginados, rebeldes, hombres que no soportan el mundo existente porque su espíritu excede lo que este puede contener. A semejanza de Byron, Davies moldea outsiders tan cautivadores como Johnny Thunder, que da título a una de las canciones de The Kinks are The village green preservation society (1968). Johnny invierte orgullosamente los valores que la mayoría asume como naturales: en lugar de huir de la soledad, la celebra; lejos de idolatrar el dinero, lo desdeña. La lucha que mantiene con su entorno social es radical, y se salda a su favor: «Aunque todos hicieron lo que pudieron, / el viejo Johnny juró que él nunca, jamás acabaría como el resto».

También forma parte de The village green preservation society el tema “Last of the steam-powered trains”, protagonizado por otro obstinado individualista, decidido a preservar su identidad a toda costa frente a una sociedad, la británica de los sesenta, que exaltaba la modernidad y el cambio. A este respecto, la nostalgia de la vieja Inglaterra, que se evaporaba víctima del “progreso” de los swinging sixties, es una materia recurrente en el cancionero de The Kinks, al igual que, ligada a ella, la añoranza que Ray sentía por sus años de infancia y adolescencia.

Esta última, en la segunda mitad de los sesenta, le acercaba a la psicodelia, pero hay una diferencia esencial entre el mirar atrás propio de esta corriente y el del autor de “Young and innocent days”: mientras que los artistas psicodélicos estaban convencidos de que podían reconquistar el albor de sus vidas, Davies sabía bien que las puertas perladas del paraíso originario no volverían a abrirse. Su entendimiento del paso del tiempo es, una vez más, específicamente romántico. Cuando se le preguntó a Novalis hacia dónde se dirigía, cuál era el propósito de su arte, respondió lo siguiente: «Estoy constantemente retornando al hogar, siempre retornando a casa de mi padre». Retornando constantemente, siempre. El pasado, observan los románticos, nos procura consuelo y aliento, más se nos veda apresarlo por completo, revivirlo. Pero no por ello deja de aflorar el anhelo de lo pretérito, de manera que estamos abocados a un movimiento permanente hacia lo inasible. Este es el significado de la Sehnsucht romántica, la aspiración perpetua a lo inalcanzable, una nostalgia infinita y agónica, como la que mueve al cantante de la primorosa “Village green” a regresar al campo, a su terruño, para reencontrarse con su amor de juventud y charlar con ella de los viejos tiempos, tiempos edénicos que, no se lleva a engaño, nunca podrá recrear.

«La gente me ve caminando por la calle / y los oigo decir: “Aquí viene. / Ese chico convierte una mesa de migajas en un banquete […]”. // Aquí viene el último de los grandes románticos // a contracorriente», canta Paddy McAloon, cerebro y corazón de Prefab Sprout, en “Last of the great romantics”. En el mundo del pop. Ray Davies no es el último romántico —ahí está, por no ir más lejos, el propio McAloon—, pero sí, por la profundidad, el ingenio y la sutileza de sus textos, el más grande.

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