El feo detalle de Pink Floyd con Syd Barrett

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«Imaginad qué se debe sentir cuando de camino a un concierto tus compañeros deciden no pasar a recogerte»

 

Syd Barrett fue un músico peculiar. Desde su entrada en Pink Floyd hasta su expulsión dejó unas canciones soberbias que, a día de hoy, siguen considerándose míticas. Estas líneas de Manolo Tarancón hablan del mal gesto de sus compañeros y reflexiona sobre qué hubiera pasado de haber seguido en la banda. Una perfecta continuación del amplio reportaje del número 44 de Cuadernos Efe Eme.

 

Texto: MANOLO TARANCÓN.

 

Sin pretenderlo y dejándose llevar por su instinto y su manera de entender la música y de hacer las cosas, Syd Barrett coloca a Pink Floyd en manos de la fama gracias a un par de singles y un disco que sigue siendo incontestable, The piper at the gates of dawn (1967). Él solo se erige en líder y creador de un nuevo sonido y unas canciones incomparables con todo lo que se ha hecho en la música popular hasta ese momento. La ingesta diaria de LSD, la difícil comunicación con el resto del grupo y su entorno, y un carácter complicado acaba con su expulsión de una banda llamada a hacer historia.

Y es que hay maneras de hacer las cosas, por mucho que las cartas estén más que claras sobre la mesa y la solución sea irreversible. No es el qué, sino el cómo. Imaginad qué se debe sentir cuando de camino a un concierto tus compañeros deciden no pasar a recogerte. Puede que a Syd hasta le diera igual, tan ausente que estaba de todo y de todos, pero el gesto define el final de su vida dentro del grupo al que ha aupado hacia una creciente fama. El resto ya tienen a un gran sustituto para suplirle y matan dos pájaros de un tiro. Acaba un problema que nadie ha sabido solucionar y, a la vez, incorporan de forma definitiva a un guitarrista tocado por una varita mágica que aprovechará —y muy bien— la oportunidad.

Seguimos sin saber quién da la orden de pasar de largo, aunque muchas fuentes apuntan a Roger Waters cuando el hartazgo de sus colegas ha llegado a un camino sin retorno. David Gilmour suma en ese momento cinco conciertos con el cuarteto, apoyando lo poco o nada que Syd hace sobre el escenario que, a veces, se queda inerte con los brazos colgando, otras desafina su Telecaster sin motivo o mantiene el mismo acorde durante varias canciones mirando al vacío mientras el resto se miran sin saber qué hacer. La solución es irreversible. Gilmour se queda definitivamente en la banda.

Que la salida de Barrett esté justificada no les exime del feo detalle hacia quien les ha impulsado y puesto en el camino para convertirse en una banda de referencia. Cierto que las loas no cesan en posteriores declaraciones y entrevistas y que, años más tarde, ya en la cresta de la ola, le dedican un disco y una canción, “Wish you were here”, que da título al álbum. Pero pasar de largo en esa furgoneta a la que nunca sube, sumado a que jamás le visitan en Cambridge —ciudad a la que se muda para vivir en el anonimato, cuidado por su madre y por su hermana hasta su muerte— son detalles que siempre les perseguirá. En contraposición, Barrett no se opone a su expulsión ni pone reparo alguno.

Hay que introducirse en su perfil para entender, más allá de la desmesurada ingesta de drogas, su particular visión del mundo. Amante de la improvisación y de las primeras tomas, alma libre que rehúsa la fama y al que le irritan los compromisos promocionales donde hay que tocar la misma canción una y otra vez, lo cierto es que propone salir del circuito de versiones con temas propios dotados de unas letras y melodías desconcertantes que evocan tanto a seres mitológicos, creados a partir de sus lecturas, como a historias polémicas en las que un travesti fetichista se erige en protagonista, sin olvidar reflexiones místicas de su acercamiento al I Ching y las culturas orientales. Un ejemplo de sencillez personal unida a un talento indiscutible que no quiere seguir por los derroteros de las reglas que marca la industria. Para no achacar únicamente a las drogas el motivo de su desconexión, una posible patología que jamás se le diagnostica, porque nunca se pone en manos de la medicina, puede ser la respuesta a su actitud, la falta de colaboración o compañerismo y la ausencia sin previo aviso en conciertos y citas promocionales. Se ha hablado de síndrome de Asperger, cuadros psicóticos o alguna que otra enfermedad impronunciable. Las drogas contribuyen, sí, pero puede que no sean la única causa de lo que le ocurre.

Algunos nos preguntamos qué hubiera ocurrido si Barrett no hubiera dado de bruces en el fondo del pozo y hubiera seguido al frente. Hay quien piensa que sus compañeros seguirían sometidos a una forma de hacer las cosas individualista y personal, otros que Pink Floyd acabaría anclado en un mismo estilo sin evolución, aburriendo al personal con propuestas tan extrañas como alucinadas, pero que, al fin y al cabo, son las teclas que dieron con un disco mítico e inconfundible. ¿Acaso no hay decenas de bandas de renombre que no han necesitado cambiar su estilo para seguir fabricando grandes canciones? ¿No es una buena seña de identidad mantenerse en sus trece a pesar del cambio estilístico musical y social del entorno? Uno piensa distinto.

Es muy probable que se hubieran posicionado de forma mucho más sólida a la cabeza de la psicodelia británica e internacional porque, desde su expulsión, el grupo gira hacia composiciones complejas que nada tienen que ver con aquel estreno y firman trabajos incontestables como Meddle, The dark side of the moon o The wall. Pero basta escuchar los dos discos que Barrett edita en solitario, en 1970, para tratar de imaginar esas canciones con más tiempo para trabajarlas, un entorno más propicio y la compañía discográfica más volcada y con músculo financiero para ponerlas con otras estrategias en el escaparate. El propio Gilmour asegura que esas letras son superiores a las que compuso para The piper o en singles como “Arnold Layne” o “See Emily Play”.

Desde su expulsión, rehúye las entrevistas en su retiro hasta su muerte en 2006. Es el escaso interés de trascender y ser alguien importante en el mundillo, aspiración que Waters y Gilmour sí pretenden sin esconderlo. Los pocos años en los que estuvo al frente de Pink Floyd (antes The Tea Seat) y su aventura en solitario nos dejan una serie de canciones fascinantes y diferentes, con una técnica a la hora de tocar la guitarra que se basa más en las atmósferas y la exploración que en la técnica. En todo caso, ahí quedan para que podamos escucharlas rememorando una figura que fue lo que quiso cuando quiso hasta que dijo basta o hasta que se quedó esperando a esa furgoneta que nunca apareció. El talento de Pink Floyd no hay quien lo rebata. Las formas ya son otro cantar.

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