El disco del día: Bob Dylan

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«Un disco exuberante. Belicoso e imaginativo. Torrencial. Casi improvisado. O eso aparenta aunque por lo bajo fluya un río de trabajada ingeniería. Una suerte de anciano libro de baladas isabelinas o un cóctel abrasa-cerebros de amores dinamitados, fantasmas del Delta y cementerios a media noche. Una joya, otra»

Bob Dylan
«Tempest»
COLUMBIA/SONY

 

 

Texto: JULIO VALDEÓN BLANCO.

 

 

 

Once años después de su aclamado «Love & theft», Dylan publica «Tempest». Interesa destacar la conexión con el trabajo de 2001, y no solo porque muchos lo consideren el mejor fruto de su renacimiento. Fue entonces cuando cansado de pelear decidió producirse. No ha vuelto a contar con unos oídos ajenos y a veces se nota: en «Together trough life» (2009) resbaló hacia la autocomplacencia. Faltaban canciones y alguien con huevos para decírselo. Sin eclipsar que en numerosas ocasiones, libre de imposiciones externas, ha sonado feroz y refrescante. Feliz de atacar los arreglos tal y como suenan en su cabeza. En una primera escucha creí que «Tempest» suponía una suma de lo publicado en la última década. Otro «Modern times» (¡que estaba muy bien!) Y no. Es eso y es más. Un embriagador regreso a fórmulas abandonadas desde los ochenta. Con derivaciones del blues, números country, guitarras vintage y un sonido correoso. Con guiños y homenajes ahormados con una cohesión temática insuperable y largo tiempo añorada. Encima, retiene el secreto del fraseo exacto.

‘Duquesne whistle’, primer corte, abre con su tonada chispeante, puro country-western. No prepara para las turbulencias que se avecinan, aunque al leer su letra descubra nubarrones como insectos venenosos. ‘Soon after midnight’ bebe en el radiante «Nasvhille skyline» para ofrecer una suerte de ¿doo-wop crepuscular? Arranca, lo anota un fan en la web «Expecting rain», del riff inicial de ‘A new shade of blue’ de The Booby Fuller Four. Después toma derroteros menos pasionales. Transidos de nostalgia. Inevitablemente abre la discusión respecto a su tendencia reciente de tomar prestado cuanto le place. Comenté en otro texto que ‘I’m a man’, de Bo Diddley, nace del ‘Hoochie coochie man’ de Willie Dixon y Muddy Waters. Estos, a su vez, calcan la canción de Diddley para escribir ‘Mannish boy’. Fueron los modos tradicionales con los que el folk y el blues crecieron. Igual que cuando Woody Guthrie aprovecha el andamiaje de un himno gospel a través de la Carter Family, que lo había hecho suyo en dos tonadas, incluida ‘Little darlin», para componer ‘This land is your land’. ‘Maybellene’, de Chuck Berry, nace del ‘Ida red’, un estándar que cantaba Bob Wills. Otros analizarán mejor que yo si el contexto cuasi naif de aquellos años resulta aplicable a un compositor crecido en la era del copyright y abogados, responsable junto a los Beatles de la entronización del autor, pero bendito sea el saqueo si alumbra nuevos caminos. Cierto, juega en el filo. Corre el riesgo de quedarse en el calco, caso de la ‘Jolene’ de «Together trough life». Él, que ha escrito más canciones absolutamente originales que nadie. A veces, como en ‘High water’, de «Love & theft», invoca a Charley Patton, Robert Johnson, Joe Turner y Tennesse Williams para pintar algo personal, que acumula multitudes y no existía antes. O en ‘Soon after midnight’, donde transforma una gema de tristeza juvenil en un poema otoñal con añadidos de country elegíaco. ‘A new shade of blue’ enciende la chispa como los versos de ‘Westron wind’, un poema de tradición oral del siglo XV, le inspiraron a escribir ‘Tomorrow is a long time’ hace cincuenta años. La suma de todas ellas debe dar algo más, nuevo, distinto, que su mera acumulación. Sucede en sus mejores momentos, caso de «Tempest», y nos lo recuerda su biógrafo Clinton Heylin, del que aprovechó la idea y también la referencia a ‘Westron wind’.

‘Narrow way’, de versos impactantes («Your father left you, your mother too / Even death has, washes it’s hands of you») y riff juguetón, presenta el consabido número blues. Retrotrae a la soberbia ‘Rollin’& tumblin». Un cañón. Mejor que en los otros doce compases del disco, los de ‘Early roman kings’, donde bordea los automatismos de su yo menos aplicado. En ambas, lejos de la juvenil audacia del Dylan que reinventaba patrones para inyectar vanguardia, humilde ante el canon, blande un ramillete de palabras como guantes de furia o puñetazos. ‘Long and wasted years’, repleta de guitarras estranguladas, busca paisajes largo tiempo olvidados. Ecos de, cielos, ‘New danville girl’ y del cantante soul de ‘Sweet heart like you’. Segundo ejemplo, tras ‘Soon after midnight’, de que «Tempest» bracea aguas plurales. Qué decir de versos como «I wear dark glasses to cover my eyes / there are secrets in them I cant disguise». ‘Pay in blood’, temazo, regala un aullido que abrasa con piel de tiburón al contacto con tu psique. Insinúan algunos cronistas (Jim Beviglia en «American songwriter») que tiene algo de los Rolling Stones de «Tatoo you». La letra desborda vitriolo, Bob puro y en vena: «The more I take, the more I’ll give / The more I die, the more I’ll live / I’ve got something in my pocket make your eyeballs swim / I’ve got dogs could tear you limb from limb». ‘Scarlet town’ es la hermana, mayor o menor, no sé, de ‘Ain’t talkin». Siete minutos y diecisiete segundos de paseo por los jardines del bien y del mal. Hoguera en sepia de violines y banjos como una hojarasca gótica. El cronista rememora un pueblo fantasma. Mitad Faulkner mitad ruina. Encoge el estómago con sus aires leonardcohenescos. «You make your humble wishes known / I touched the garment, but the hem was torn / In Scarlet Town, where I was born». Ecos de ‘Man in the long black coat’. Sexualidad, venganza, pesadumbre, misterio. Su-bli-me.

Como majestuosas son, tras ‘Early roman kings’, las tres piezas que cierran, casi ¡treinta y un minutos! divididos en una tenebrosa tonada folk, ‘Tiny angel’, en el que un triángulo amoroso acaba untado en sangre. Una «murder ballad» canónica y un acercamiento a, increíble, sus canciones narrativas, en la estirpe de ‘The lonesome death of Hattie Carroll’, ‘Hurricane’ o ‘Joey’. Al apagarse sus brasas arranca ‘Tempest’, larguísimo ejercicio literario entre el memorialismo mágico, la crónica periodística y la evocación elegiaca. Da cuenta del hundimiento del Titanic. Auténtico «tour de force», enhebra verso tras verso mientras lo acompaña una nostálgica instrumentación celta. Broche perfecto, ‘Roll on John’ es un lamento por John Lennon en el que entona su propio epitafio. Mencioné la voluntad narrativa de ‘Tiny angel’ y ‘Tempest’. Hacía mucho que Dylan no afrontaba el reto de contar una historia artesonada con personajes de carne, grasa y huesos. Sin limitarse a arrojar versos ulgurantes e inconexos. Surgen así narraciones en cinemascope. El que ‘Tempest’, la canción, carezca de estribillo, juega a su favor. La supuesta monotonía hipnotiza y empapa en lágrimas. Que cite a Leonardo DiCaprio funciona como un recordatorio de que la tradición folk nunca fue tan solemne como muchos de sus modernos antropólogos. Viva el cachondeo, parece decir incluso mientras congestiona el relato con oraciones fúnebres.

Si me reclaman una duda, algo para no caer en el retal baboso, reitero que la voz no será plato de gusto. Al menos para quienes creen que agoniza pintada con aguarrás. Carbonizada por las giras continuas y un tabaquismo de medio siglo. A mí me fascina en todas sus reencarnaciones. Del Dylan nasal de los sesenta al crooner de ‘Lay lady lay’ al poderío insuperable de la «Rolling Thunder Review». Del ahogado susurro de «Oh mercy» a esta suerte de Tom Waits cruzado con amoniaco que, por contraste, logra que el estado de sus cuerdas en «Time out of mind» sea digno de Caruso. Quienes confunden cantar bien con cantar mucho estudien la portentosa capacidad de un artista afónico, de voz desportillada y raída, para ensartar emociones. Encima, si quiere, como en ‘Long and wasted years’, utiliza registros que parecían inalcanzables ayer mismo, mismamente en «Together trough life» o «Christmas in the heart».

Ya, ya, asquean los pelotas. Entregados a la adoración del mito. Críticos viejunos. Revistas británicas especializadas en ordeñar el legado sesentero. Periódicos que viven de repetir idéntico estribillo, incapaces de arriesgar aunque los siempre modernos «enfants terribles» silencien, o desconozcan, que sobrevivió a un tiempo, los ochenta y parte de los noventa, cuando molaba chotearle, considerarle un momio, etc. Ok. Ellos a su Pitchford y servidor a contemplar cómo los cuerpos caen al Atlántico Norte bajo el conjuro de unos ángeles sordos: «Jim Dandy smiled / he never learned to swim / saw the little crippled child / and he gave his seat to him. / He saw a star shining streaming from the east / death was on the rampage/ but his heart was now at peace».

Nos encontramos ante un disco exuberante. Belicoso e imaginativo. Torrencial. Casi improvisado. O eso aparenta aunque por lo bajo fluya un río de trabajada ingeniería. Una suerte de anciano libro de baladas isabelinas o un cóctel abrasa-cerebros de amores dinamitados, fantasmas del Delta y cementerios a media noche. Una joya, otra, de un hombre que entra y sale de la tradición con la facilidad de un espíritu libre. Cuando los planetas, trasgos y licores brincan en su paleta, cuando la campana de la inspiración se le aparece vestida de frac o espadas, cuando le da por marcarse un torbellino o las musas se le aparecen cómplices y desnudas, cuando no se entrega al sadomaso y pasa de degollar su leyenda, confundir a sus músicos y putear a sus seguidores, cuando se siente confiado, le importa y lo demuestra, cuando apagues las luces, te bebas «Tempest» y vuelvas de entre los muertos, recordarás que no hay nadie a su altura. Nunca lo hubo.

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