“El cuento de la princesa Kaguya”, de Isao Takahata

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CINE

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 “Todo tiene un aroma que huele a tradición, desde la propia historia hasta la manera de contarla, a través de unas imágenes sencillas pero cargadas de fuerza y simbolismo”

 

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“El cuento de la princesa Kaguya” (“Kaguyahime no monogatari”
Isao Takahata, 2013

 

 

Texto: HÉCTOR GÓMEZ.

 

 

Resulta complicado evitar caer en el reduccionismo de relacionar el estudio Ghibli con la figura de Hayao Miyazaki. Tan alargada es la sombra del genio nipón y tal es su ascendente dentro de la compañía, que el anuncio de su retirada (quién sabe si definitiva) a finales de 2013 parece haber conducido a un proceso de reestructuración en Ghibli que conlleva la interrupción del proceso de creación de largometrajes –el último es “El recuerdo de Marnie” (Hiromasa Yonebayashi, 2014), que curiosamente se estrena esta misma semana en España – y, por tanto, nos deja huérfanos de la mejor animación tradicional de los últimos treinta años.

Pero sería injusto olvidar, en todo este proceso de creación del estudio Ghibli, a Isao Takahata, íntimo amigo y colaborador de Miyazaki y cofundador de la compañía allá por mediados de la década de 1980. No en vano, en 1988 se estrenaron casi simultáneamente dos obras maestras del sello Ghibli, como son “Mi vecino Totoro” de Miyazaki y “La tumba de las luciérnagas”, quizá la obra más emocionante de un Takahata en estado de gracia. Pues bien, del mismo modo que Miyazaki nos legó su última obra maestra con “El viento se levanta” (2013), quizá “El cuento de la princesa Kaguya” (“Kaguyahime no monogatari”, 2013), que llega a los cines casi tres años después de su producción, sea también el canto de cisne de un Takahata al que es probable que no volvamos a ver acreditado como director.

Es, por tanto, más admirable si cabe el hecho de que un director octogenario como Takahata nos brinde en su posible última película un ejercicio de riesgo tan notable como el de “Kaguya”, donde la primera impresión es la de un evidente extrañamiento en lo visual. La animación y los personajes marca Ghibli, tan reconocibles, están en esta ocasión sustituidos por un dibujo mucho más simple, más cercano al trazo con acuarela que a la explosión de color habitual. Y es que todo tiene un aroma que huele a tradición, desde la propia historia (un cuento folclórico japonés que se remonta al siglo X) hasta la manera de contarla, a través de unas imágenes sencillas pero cargadas de fuerza y simbolismo. Otra vez están presentes los temas habituales en el cine de Ghibli, como son las relaciones entre el ser humano y la naturaleza o el autodescubrimiento individual a través del desarrollo personal. Sin embargo, como en los grandes cuentos, la historia de Kaguya tiene una vocación y un alcance universales, metáfora de la lucha por la libertad y reivindicación de lo natural frente a las costumbres arbitrarias. Y todo ello aderezado por un inevitable regusto nostálgico, por la sensación de haber llegado al fin de una época en la que un buen puñado de genios nos han estado haciendo soñar como niños durante años. Esperemos, por el bien del niño que todos llevamos dentro, que todavía sigan haciéndolo.

 

 

 

Anterior crítica de cine: “El regalo”, de Joel Edgerton.

 

 

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