El cine que hay que ver: «Taxi driver» (Martin Scorsese, 1976)

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«La sociedad se encamina al desastre y lo hace mediante la anulación del individuo. De eso nos habla ‘Taxi driver’, que fijará la característica discursiva fundamental del cine de Scorsese: el aislamiento y la soledad en la sociedad occidental»

 

La película que Manuel de la Fuente nos propone en su serie de títulos imprescindibles es la dura y emblemática «Taxi driver», de Martin Scorsese.

 

Una sección de MANUEL DE LA FUENTE.

 

Desde su arranque a finales del siglo XIX, el cine se ha venido mostrando como un medio capaz de expresar las angustias colectivas a través de las películas que se han ido realizando en cada época y país. Así, las cintas expresionistas alemanas de los años veinte reflejarían el clima de frustración social que daría paso a la ebullición del nazismo. O, por ejemplo, las películas de ciencia ficción norteamericanas en los años cincuenta constituirían una traslación alegórica de esa fiebre anticomunista que invadió el país, azotada por el gobierno de Washington. El cine, en tanto que medio de comunicación de la sociedad de masas, constituye, de este modo, una herramienta de análisis político y social.

Es esto lo que explica el impacto que tienen en su momento determinadas películas a las que se les otorga un cierto valor testimonial. Son películas que resumen todo un contexto al aglutinar las frustraciones, anhelos y traumas del entramado social en el que se han producido. Y que gracias a esa labor de descripción de un contexto han permanecido renovando sus sentidos con el paso del tiempo, puesto que esas películas sirven para entender no solo los hechos del pasado, sino también los del presente.

Una de las películas que mejor resumen la deriva de la sociedad occidental capitalista en las últimas décadas es «Taxi driver», cinta con la que Martin Scorsese tomaba de manera decidida partido al expresar su subjetividad, sus opiniones al respecto de la situación del individuo en la actualidad. La cinta narraba la historia de Travis Bickle (Robert De Niro), un excombatiente de Vietnam que vuelve a Estados Unidos, concretamente a la ciudad de Nueva York. En la búsqueda de empleo, y ante sus problemas de insomnio, decide hacerse taxista nocturno, un trabajo que le permite recorrer la ciudad y observar la fauna que puebla las calles de un país que encara la larga resaca de la ruptura del sueño americano.

 

La primera novedad radicaba en el espacio, Nueva York. De manera decidida, los nuevos cineastas de los años sesenta y setenta (Scorsese, Coppola o Woody Allen) apostaban por un cine urbano alejado del cartón-piedra de Hollywood y que ponía la cámara en las calles retratando la vida cotidiana de ciudadanos anónimos y nada heroicos. Si bien fue John Cassavetes el que dio el empuje definitivo a este movimiento (con su película «Shadows», de 1959), el cine estadounidense ya había apuntado anteriormente en esta línea en cintas como «La ciudad desnuda» (1948), de Jules Dassin. Pero será en los años setenta cuando se estandarice este modo de narrar, creando un modelo diferente al de Hollywood. Se trata de películas que reciben la influencia del cine europeo, que se apartan de las peripecias heroicas de la narración hollywoodiense y que establecen un cierto tipo de cine que bascula entre el «mainstream» y el «underground», primando el valor del director como un autor al modo europeo. Un modelo que ha ofrecido una alternativa a la de Hollywood y cuyo éxito se muestra en el punto de referencia de festivales como el de Sundance, nacido como heredero de estas inquietudes.

Es por esto que «Taxi driver» no narra hechos extraordinarios. La cámara de Scorsese sigue incesantemente a un tipo sociópata, perturbado y gris, narrando sus tiempos muertos, sus largos momentos de soledad encerrado en su habitación o vagando con su taxi por las calles de la ciudad. Lo más interesante que le ocurre a diario llega cuando tiene que limpiar las manchas de semen y sangre del asiento trasero al acabar su turno. Todo en su vida es una rutina asfixiante a la que se ve abocado por un entorno que le empuja a la incomunicación y el aislamiento.

 

«El desasosiego constante de Bickle se manifiesta en su incapacidad para iniciar el mínimo contacto social. Sus únicos interlocutores son el resto de taxistas con los que hace pausas en el trabajo para tomar un café»

El trauma causado en la sociedad norteamericana por la derrota en Vietnam encuentra su reflejo en la figura del combatiente que vuelve, el inadaptado Travis Bickle. Como otro gran inadaptado de la cultura contemporánea, John Rambo, retratado por David Morrell en la novela «Primera sangre» que Sylvester Stallone adaptó al cine antes de convertir al personaje en el propagandista de la política exterior intervencionista de Ronald Reagan en los años ochenta. Antes de eso, Bickle y Rambo recuperan el mito del último superviviente, el que había establecido James Fenimore Cooper en su obra «El último mohicano». Rambo vuelve a casa para descubrir que él es el último de su especie, lo mismo que descubre Bickle, que se encuentra de repente tremendamente solo. Y ambos están totalmente traumatizados por la experiencia de la guerra, hasta el punto de que ya no distinguen el bien del mal en la sociedad inmediatamente posterior al gobierno de Richard Nixon, es decir, una sociedad criminal que ha sacralizado el delito como forma de hacer política. Rambo la emprende a palos con la policía y Bickle se convierte en héroe por accidente: su plan fracasado de matar a un político (lo que le habría convertido en villano) le lleva a acabar con la vida de un proxeneta (lo que le convierte en un modelo social). Para él, no existe diferencia moral alguna, ya que las prostitutas, los chulos y las clases dirigentes forman parte de una misma cloaca que es la ciudad de Nueva York.

El desasosiego constante de Bickle se manifiesta en su incapacidad para iniciar el mínimo contacto social. Sus únicos interlocutores son el resto de taxistas con los que hace pausas en el trabajo para tomar un café. Siempre hablan de temas banales. Tampoco sabe cómo conquistar a una chica, y en su primera cita lleva a Betsy (Cybill Shepherd) al cine a ver una película porno. Bickle no llega a entender la reacción airada de la mujer, que huye de la sala y se larga a su casa, porque para él ésa es su vida y ésos son sus instrumentos de socialización.

La sociedad se encamina al desastre y lo hace mediante la anulación del individuo. De eso nos habla «Taxi driver», que fijará la característica discursiva fundamental del cine de Scorsese: el aislamiento y la soledad en la sociedad occidental que lleva a la creación de estructuras sociales paralelas (como la mafia) que se mueven con la violencia como motor de acción. Este aislamiento genera violencia y el individuo no tiene más remedio que buscarse sus propios medios para sobrevivir en la sociedad. Por eso se crean familias, clanes mafiosos (en películas como «Uno de los nuestros», «Casino», «Gangs of New York» o «Infiltrados»), para superar la gran mentira y fragilidad de la familia norteamericana (como se ve en «El cabo del miedo» o «Toro salvaje») y no quedarse al margen, como un individuo apartado del tinglado social (como los protagonistas de «Jo, ¡qué noche!», «El color del dinero» o «Shutter Island»).

Desde «Taxi driver» y las películas de estos directores de los años setenta, el cine norteamericano empezó a prestar una atención especial a los antihéroes. John Wayne dejó de ser el ejemplo único de un cine que reflejaba el afán de superación ante circunstancias adversas. El personaje de Bickle se dejaba arrastrar por las circunstancias hasta el punto de que sus tímidos intentos por superarlas acababan por fracasar. De este modo, Scorsese no retrataba únicamente una sociedad que estaba en crisis en los años setenta, sino que reflexionaba sobre los mecanismos que nos han llevado a una situación que no ha hecho más que agravarse desde entonces. Y ése es el valor de películas como «Taxi driver», que sigue generando sentidos en la actualidad: nuestra sociedad sigue pudriéndose de manera acelerada y continúa la desazón y el aislamiento como herramienta política de desmovilización. Así nos va.

Anterior entrega de El cine que hay que ver: “El gran dictador” (Charles Chaplin, 1940).

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