El cine que hay que ver: “Mi vecino Totoro”, de Hayao Miyazaki (1988)

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Un frágil y hermoso lienzo en el que cada imagen rezuma vitalidad, acariciada por la delicada banda sonora de Joe Hisaishi

 

“Mi vecino Totoro”
Hayao Miyazaki (1988)

 

Una sección de JORDI REVERT.

 

El origen de “Alicia en el País de las Maravillas” se halla en el paseo en barca que su autor, el inglés Lewis Carroll –pseudónimo bajo el que se escondía el nombre de Charles Lutwidge Dodgson−, disfrutó junto al reverendo Robinson Duckworth y a las tres hijas de Henry Liddell, vicecanciller de la Universidad de Oxford y capellán de la Christ Church de la misma población: Lorina, Alice y Edith. Durante el recorrido, Dodgson improvisó una pequeña historia para entretener a las pequeñas, en la que la protagonista era Alice, una niña en busca de aventuras. A la mediana de las Liddell, Alice, le gustó la historia y pidió a Dodgson que la escribiera. De un episodio cotidiano surgía el germen de una de las novelas más importantes de la literatura universal, un relato que tanto tenía de fascinación por la imaginación y escapismo de la infancia como de lectura subversiva del poder y la sociedad de su tiempo.

Sería inútil repasar las innumerables adaptaciones de las que el clásico de Carroll ha sido objeto, en su mayoría revisiones realizadas desde la tradición occidental. Captar la esencia carrolliana en un imaginario propio es algo de lo que han estado mucho más cerca Henry Selick en “Los mundos de Coraline” (Coraline, Henry Selick, 2009) o la homónima adaptación animada de Disney de 1951 que Tim Burton en su enésima banalización a su medida pseudo-gótica. En las antípodas de los tipos definidos por Hollywood y las constantes disneyanas, el Studio Ghibli de Hayao Miyazaki e Isao Takahata había comenzado a perfilar en la década de los 80 un fantástico animado enclavado en coordenadas bien distintas: “Nausicaä del Valle del Viento” (“Kaze no tani no Naushika”, Hayao Miyazaki, 1984) y “El castillo en el cielo” (“Tenkû no shiro Rapyuta”, Miyazaki, 1986) desechaban clasificaciones maniqueas, proponían protagonistas femeninas en el camino a la madurez y hacían de sus aventuras relatos de inventiva ilimitada en los que vindicar el respeto a la naturaleza o poner en imágenes la pasión del realizador por la aeronáutica. Su siguiente película iba a reubicar esas señas de identidad en una versión apócrifa de la Alicia de Carroll, del mismo modo en que su ópera prima “El castillo de Cagliostro” (“Rupan sansei: Kariosutoro no shiro”, 1979) había releído el “Lupin” de Maurice Leblanc y su “Ponyo en el acantilado” (“Gake no ue no Ponyo”, 2008) haría lo propio con “La sirenita” de Hans Christian Andersen. “Mi vecino Totoro”, de hecho, sólo tomaría lo esencial para trazar su propio camino: dos niñas que pasan la mayor parte de su tiempo solas, sin un padre enfrascado en su trabajo y una madre hospitalizada, encuentran un agujero en el bosque que les lleva a conocer al Totoro titular, una extraordinaria criatura con aspecto de conejo y enorme boca.

Despojada de la épica de sus precedentes, “Mi vecino Totoro” era la expresión de esa sensibilidad que Miyazaki venía forjando. Por primera vez, el director miraba directamente a la infancia, que los animadores del Studio Ghibli iban a dibujar en las facciones sencillas y expresivas de la pequeña Mei en contraste con el detallismo extremo del paisaje, como si de una transposición oriental de la línea clara se tratase. En sus estallidos de alegría, sus lágrimas desconsoladas o su entusiasmo transcurre en buena medida un relato fascinado por los primeros flirteos de esa niña y de su hermana mayor con las luces y sombras de la vida adulta, y sus respuestas en formas de fugas hacia un íntimo universo repleto de seres increíbles a los que las fronteras de lo real no alcanzan. En ese aspecto, se trata de una obra sorprendentemente contemplativa, sin presión narrativa, en la que el ritmo del relato parece dejarse llevar y mecer por el viento. Es difícil encontrar en el cine infantil actual películas con un tempo tan sosegado que sin embargo sean capaces de hipnotizar en su belleza y su simplicidad. El plano de una niña intercambiando gestos y sonidos en su encuentro con Totoro puede prolongarse indefinidamente sin perder su poder de seducción: la mirada infantil reconoce un mundo que hace suyo desde el momento en que es el descubrimiento lo que lo mueve; la mirada adulta no puede dejar de reconocerse en la infancia diluida en el recuerdo, ni tampoco ignorar la fricción con el mundo adulto que se produce en este cuento.

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Porque hablamos de una película dominada por las ausencias, en la que la niña no transita hacia la adultez trauma mediante, sino en el despertar de una consciencia de los problemas que no puede manejar, en el vacío que dejan unos padres ausentes. Y el milagro reside en una sensibilidad en la que esa faceta más dolorosa se integra armónicamente en un conjunto exultante, pletórico de jovialidad y fantasía inspirada de la que nacen duendes del polvo o un raudo Gatobús. Es una fabulosa fiesta de patio de recreo en la que uno descubre de forma natural lo que la vida le da y le quita. Un frágil y hermoso lienzo en el que cada imagen rezuma vitalidad, acariciada por la delicada banda sonora de Joe Hisaishi. Si “El viento se levanta” (Kaze tachinu, 2013), despedida cinematográfica de Miyazaki, abocaba ese optimismo vitalista a un relato que se veía doblegado por el tiempo y la Historia, “Mi vecino Totoro” se revela invencible en su excepcional limbo carrolliano. En su apabullante sinceridad, en su bellísima indagación de la niñez, se gana a pulso convertirse en emblema –y espíritu− que introduce desde los créditos cada nueva creación del Studio Ghibli.

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