El cine que hay que ver: «Instinto básico» (Paul Verhoeven, 1992)

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«Catherine Tramell (Sharon Stone) reta a sus interrogadores, les habla sin tapujos del sexo que practicaba con el asesinado Johnny Boz (Bill Cable), le pregunta a Nick Curran (Michael Douglas) si alguna vez ha follado con cocaína»

 

«Instinto básico» no solo fue uno de los mayores éxitos del cine de los primeros noventa y un escándalo de primer orden, además es un thirller brillante. Jordi Revert lo recupera en esta entrega de «El cine que hay que ver».

 

Una sección de JORDI REVERT.

 

Una sala de interrogatorio bañada de luz fría y sombras. Un grupo de hombres, escudados detrás de una cámara plantada sobre un trípode, miran al otro lado de la habitación. Allí, una mujer rubia y explosiva les sonríe desafiante mientras sostiene un cigarro humeante en su mano. Lleva el pelo recogido en una coleta y un ceñido vestido blanco que deja a la vista sus curvas cuando se quita su chaqueta, también blanca. Catherine Tramell (Sharon Stone) reta a sus interrogadores, les habla sin tapujos del sexo que practicaba con el asesinado Johnny Boz (Bill Cable), le pregunta a Nick Curran (Michael Douglas) si alguna vez ha follado con cocaína. Los sonidos de la música de Jerry Goldsmith se hacen afilados, sostienen el suspense en aislados agudos. Entonces, Tramell, ante la mirada hipnotizada de Curran y del resto de policías, cruza las piernas. Bajo del vestido blanco, en el instante en que sus extremidades cambian de posición, el sexo se hace explícito. El contraplano muestra a Correli (Wayne Knight) petrificado. En el siguiente plano, la cámara deja ver en detalle la última insinuación de ese pubis que vuelve a sumergirse en las sombras. Acto seguido, Tramell misma responde a la pregunta que ha quedado incontestada: «Es estupendo» («It’s nice»).

La escena detallada, quizá una de las más reproducidas y rebobinadas en la historia del vídeo doméstico, encuentra su origen en una anécdota que el director Paul Verhoeven contaba en el documental de la BBC «From Holland to Hollywood» (1996), según la cual en sus tiempos de universitario en Leiden, había conocido a una chica que no llevaba bragas y que lo hacía de forma consciente, para mostrar su poder sexual. La traslación de esta anécdota a la pantalla –según Stone, sin su conocimiento, ya que Verhoeven le aseguró que no se vería nada– corresponde, precisamente, a un relato de poder, en el que la presupuesta relación de dominación entre cinco hombres inquisidores sobre una mujer sospechosa queda no solo inhabilitada, sino revertida. A lo largo de la celebérrima secuencia del interrogatorio de Instinto básico, la cámara ejecuta zooms, barridos que van de un rostro a otro, planos y contraplanos que establecen una violenta dialéctica de poderes. Evidentemente, Tramell/Stone es la vencedora en esa escena sudorosa e imborrable: el personaje se revela imbatible en su inteligencia para ofrecer coartadas y justificaciones, pero también dominante desde la mostración del sexo y la gestión del deseo masculino; y la actriz vería disparada su carrera después de años actuando en productos de serie B, fortuna que le sonrió después de que el director únicamente le diera el papel tras la negativa de otras candidatas.

El pasaje permanece en la memoria colectiva como cumbre y centro gravitatorio de «Instinto básico», la insignia visual que bien podría representar los varios escándalos que suscitó desde su misma concepción, ya sea con la cifra récord de tres millones de dólares pagada por el guion de Joe Eszterhas o con las iras despertadas entre asociaciones de lesbianas y feministas que, incluso, trataron de sabotear el rodaje en San Francisco. La controversia generada tanto por estas cuestiones como por el tono subido de las escenas eróticas –en la versión estrenada en Estados Unidos, se recortó 42 segundos de estas para poder obtener la calificación R y evitar la temida NC-17, que condena la carrera comercial de una película– ponía de manifiesto que aquella era la primera vez en la que Paul Verhoeven experimentaba de una manera más conflictiva su adaptación al cine norteamericano. El director, acostumbrado a la polémica ya en su etapa holandesa –en la que, por ejemplo, un título como «Vivir a tope» («Spetters», 1980) provocó la creación de un comité nacional en contra de la película–, había cosechado con sus dos últimos trabajos, «RoboCop» (1987) y «Desafío total» («Total recall», 1990), sendos éxitos de taquilla que además habían contado con el beneplácito de la crítica. El hecho de que ambas mostraran una violencia exacerbada –con la intención corrosiva que caracteriza al cineasta– no supuso un problema tanto como sí lo sería el sexo en «Instinto básico». Fue entonces cuando la configuración cultural y las bases puritanas de esa sociedad estadounidense aparecieron para trabar y condicionar el nacimiento del que, pese a todo, acabaría siendo uno de los grandes éxitos de la primera mitad de la década.

Controversias a un lado, «Instinto básico» es una película brillante que se demuestra en perfecta coherencia con el resto del cine de Verhoeven. En esencia, se trata de una revisión de los temas propuestos por la magnífica «El cuarto hombre» («De vierde man», 1983), en la que se elimina la pátina artística del cine europeo y el abusivo y juguetón simbolismo para cambiarlos por una atmósfera de novela negra barata y chusca, la misma que Tramell escribe a lo largo de la trama utilizando a Curran como personaje. Que el holandés partiera de esas catacumbas de la literatura noir para levantar un thriller erótico que homenajeaba a y se proclamaba deudor de Alfred Hitchcock –y muy especialmente, del Hitchcock de «Vértigo. De entre los muertos» («Vertigo», 1958)–, habla de la clase de talento perverso que años después terminaría por valerle la expulsión de la primera línea de Hollywood. Antes de la intencionada chabacanería, el erotismo atrofiado y de cartón piedra que practicaría en «Showgirls» (1995), Verhoeven hizo de esta su mejor película norteamericana, una bomba comercial que bajo su seductora superficie estaba repleta de misantropía, depravación y flirteo con el submundo de las pulsiones.

Indagar en las costuras de «Instinto básico» significa encontrar personajes deliberadamente antipáticos si no desagradables, escenarios paganos –esa iglesia-discoteca llena de neones que es el club de Johnny Boz– y una sucia amoralidad que brota con cada puesta de sol. Y en el centro, la partitura de Goldsmith, reminiscente de los sonidos más oscuros de Bernard Herrman, conduce a Nick Curran y Catherine Tramell mientras se abandonan progresivamente al reino de los instintos primarios, al encuentro mismo del Eros y el Tánatos cuya entrada bien podría hallarse en el pubis fugaz de Sharon Stone. La escena final, deliciosamente retorcida en sus insinuaciones, su fundido a negro y su revelación última, es la rúbrica perfecta para una obra maestra que, en fin, está proponiendo una insólita conclusión: la prórroga indefinida del sexo compartiendo cama con la muerte, una posible eternidad solo regida por la anarquía de los sentidos, allí donde quizá somos más nosotros y nos (re)conocemos más.

Anterior entrega de El cine que hay que ver: “Cita en San Luis” (Vincente Minnelli, 1944).

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