El cine que hay que ver: «El tesoro de Sierra Madre» (John Huston, 1948)

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«Bogart, en uno de sus mejores papeles, se postula en la memoria cinéfila como el centro emocional de una obra en la que los espacios abiertos y los agrestes paisajes montañosos existen en violenta tensión con los interiores humanos»

 

En la cinematografía de John Huston, «El tesoro de Sierra Madre» es uno de sus títulos esenciales, con un Bogart pletórico. Una cinta que no solo es el relato de aventuras que aparenta.

 

Una sección de JORDI REVERT.

 

A la sombra del canon «cahierista» se dieron algunas de las carreras más fascinantes del cine. Si aquella tendencia del cine francés excluyó a un cineasta de la talla de Henri-Georges Clouzot, no es menos sorprendente que un ya consolidado John Huston sufriera tanto o más desprecio de la parte de los pupilos de André Bazin. ¿Qué tienen en común Clouzot y Huston? En la larga primera parte de «El salario del miedo» («Le salaire de la peur», Henri-Georges Clouzot, 1953), Clouzot se tomaba todo el tiempo del mundo para mostrar a Yves Montand y Charles Vanel deambulando por su prisión sin muros: un innominado pueblo de Centroamérica infestado de miseria, hambre y depredación que asentaba la temperatura psicológica de la historia. Años antes, las primeras secuencias de «El tesoro de Sierra Madre» se demostraban el modelo tomado como referencia por Clouzot: Fred Dobbs (Humphrey Bogart) vagabundea llevando a cabo trabajos de mala muerte y soportando estafas de sus eventuales jefes, hasta vislumbrar la posibilidad, junto a dos hombres, de una aventura que les lleve hasta el oro de Sierra Madre.

Ambas películas se levantan sobre apasionados retratos de la condición humana en condiciones extremas. Y son retratos oscuros y descarnados, en los que la mezquindad y la avaricia de sus protagonistas acaba por llevarles hasta un destino fatal. En el caso de «El tesoro de Sierra Madre», además, el relato –marcado por la novela de B. Traven en la que se basaba– tenía mucho que ver con la historia personal de un John Huston que antes de debutar con «El halcón maltés» («The maltese falcon», 1941) fue actor, oficial de caballería, boxeador, aventurero, vagabundo y guionista. También la participación de Walter Huston, padre del cineasta que ganaría el Oscar al Mejor Actor de Reparto por su impecable interpretación como viejo buscador de oro, y que en la infancia de su hijo le llevaría a dar sus primeros pasos artísticos como actor de vodevil. Desde su debut tras la cámara, Huston se había demostrado un director con extraordinaria intuición y talento, como pocos capaz de adentrarse en la psicología de sus personajes, ya fuera en los despachos con claroscuros de «El halcón maltés» o en las hipnóticas entrevistas en primer plano de su hipnótico documental «Let there be light» (1946). En «El tesoro de Sierra Madre», sin embargo, esa exploración se hacía más personal incluso en medio de una narración más dinámica, menos sujeta a la puesta en escena y más dispuesta a poner a la intemperie la ingobernable naturaleza del ser humano tomado por sus instintos.

 

Lo que años más tarde Huston expondría con crudeza y furia en «Bajo el volcán» («Under the volcano», 1984) aquí aparecía ya insinuado bajo las formas clásicas del cine de aventuras, intrépido y ameno pero nunca amable, tortuoso bajo su fachada de inofensiva peripecia con aires de western. Bajo el rabioso entretenimiento que supone, hay veneno que se filtra en el viaje personal de los tres protagonistas: los temores de Howard (Walter Huston) antes de empezar la empresa se confirman cuando la avaricia y la desconfianza se apoderan de sus compañeros; Curtin (Tim Holt) trata de ejercer de mediador sin éxito y acaba al borde de la muerte; y Dobbs pronto sucumbe a una paranoia que lo conduce al abismo de la locura. Especialmente este último, encarnado inolvidablemente por Bogart en uno de sus mejores papeles, se postula en la memoria cinéfila como el centro emocional de una obra en la que los espacios abiertos y los agrestes paisajes montañosos existen en violenta tensión con los interiores humanos. No es casualidad que Paul Thomas Anderson la viera todas las noches antes de dormir mientras escribía el guion de «Pozo de ambición» («There will be blood», Paul Thomas Anderson, 2007): su Daniel Plainview era el último heredero de una línea sucesoria que mira a lo peor de nosotros y lo hace a pleno sol, una genealogía en la que se inscriben los personajes malditos de Huston, pero también los desdichados camioneros de Clouzot o los tremebundos protagonistas de «Avaricia» («Greed», Erich von Stroheim, 1924). Infaustos pero imborrables, ellos escriben la mitología fundacional del capitalismo norteamericano en el siglo XX, caminando como ellos mismos hacia una segura autodestrucción condenada a repetirse una y otra vez.

Anterior entrega de El cine que hay que ver: “La naranja mecánica” (Stanley Kubrick, 1971).

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