El cine que hay que ver: «El tercer hombre» (Carol Reed, 1949)

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«Hay otro nombre que, junto a los de Reed y Welles constituyen el alma de la obra: Graham Greene, escritor siempre en ruta, vivió los acontecimientos de su tiempo en primera línea de batalla, y es su lectura desencantada de la historia la que impregna el guion»

 

«El tercer hombre». No hay mucho que decir. Una de esas películas que hay que ver una vez en la vida para comprender mejor, precisamente, la vida. O la maldad de la condición humana.

 

Una sección de JORDI REVERT.

 

Dentro de esa imprecisa etiqueta de clásicos, como mínimo cuestionable en su mayor o menor contribución a una historiografía del cine, hay películas que parecen haber tocado el cielo por razones equivocadas. Oír hablar de «El tercer hombre supone», en la mayoría de los casos, encontrar alusiones nostálgicas a la fabulosa melodía compuesta por Anton Karas o menciones a la inolvidable presencia de Orson Welles, de por sí una figura capaz de la redimensión mítica de cada obra en la que participó. En general, el tono con que se rememora aquel extraordinario trabajo de Carol Reed suele ser de una alegre, inocua melancolía, la misma que podrían dejar títulos en forma y fondo menos amables y complejos, pero que han trascendido igualmente en la memoria historiográfica.

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Pero se trata, no obstante, de una obra mucho más amarga de lo que sugiere ese recuerdo alegre, poblada de fantasmas y ruinas que rememoran la tragedia de la historia, siempre condenada a repetirse en sus debacles. Por eso, el escenario es esa Viena de la posguerra reducida a sus cenizas morales, a la que llega un ingenuo Holly Martins (Joseph Cotten) con la promesa de un trabajo de parte de su amigo Harry Lime (Orson Welles). Cuando arriba a la vieja ciudad imperial, sin embargo, se encuentra con una desconcertante noticia: su amigo Harry ha muerto en un accidente, y ya no hay promesa que le retenga allí. Solo la exnovia de Lime, Anna (Alida Valli) llama su atención lo suficiente como para no abandonar Viena, y descubrir entonces que la muerte de Lime estuvo rodeada de extrañas circunstancias.

 

Durante buena parte del resto de la narración, un Martins incisivo vaga de un lugar a otro de la capital austriaca buscando a su antiguo amigo o a su espectro. Y efectivamente, es el espectro lo que queda: Lime, contrabandista de penicilina, ya no es el hombre que Holly recordaba amablemente. Desde lo alto de una noria, habla de la insignificancia humana mirando a los puntos que a ras del suelo son vidas, rutinas, mediocridad y olvido. Al bajar, le recuerda a Holly que el progreso se ha construido sobre maldad, y cita el ejemplo de la Italia de los Borgia. En esa escena, triste y hermosa a la vez, que la película desvela sus claves: la historia ha vuelto a pasar por encima de los hombres, mujeres y niños que la contienen, y los que han sobrevivido, ya no pueden ser los mismos. Holly experimenta en sus carnes el desencanto y una resistencia sentimental que se apaga poco a poco y que solo puede ser restaurada, quizá, improbablemente, con un último intento del amor en el último plano. Harry ya solo puede ser ese ser mezquino que ha abrazado el nihilismo como forma de supervivencia. Y Anna se aferra al recuerdo de un amor que ya no existe.

 

«El tercer hombre» se dirige a nosotros desde la resaca de la catástrofe, en la que las antiguas relaciones de sus personajes han quedado para siempre revocadas. En ese contexto, la celebérrima y entusiasta música de Anton Karas es un contrapunto irónico, casi cruel a la esencia que desprenden las imágenes. Hay otro nombre que, junto a los de Reed y Welles constituyen el alma de la obra: Graham Greene, escritor siempre en ruta, vivió los acontecimientos de su tiempo en primera línea de batalla, y es su lectura desencantada de la historia la que impregna el guion. Lo fascinante de Greene, como lo es la esencia de su texto, es que, tal y como hizo en su autobiografía «Vías de escape», desarmaba de épica todo episodio relevante de ese relato, para los demás noticioso o espectacular, y lo acercaba al drama humano, estableciendo entre ellos una íntima conexión. Es ese vínculo el que también explora la cinta de Reed entre los escombros que tan bien entendió el autor de «El americano impasible». Una vez la caja de Pandora ha sido abierta y los males han desolado el mundo, bajo el polvo solo pueden quedar aniquilación e inquina. El rostro de Orson Welles, capaz de sintetizar la maldad bajo la normalidad de una conversación entre (viejos) amigos, es la perfecta encarnación de esa idea que se extiende cual metástasis en una obra maestra desoladora y bella.

Anterior entrega de El cine que hay que ver: “The wicker man” (Robin Hardy, 1973).

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