«Dylan se ha convertido en un Ulises de la música popular; en el gran mito del rock and roll. Sus canciones se erigen como salas de un museo que preservan estatuas de dioses griegos, personajes como Julio César o el mismo Coliseo»
En este artículo, María Canet analiza la huella del legado grecorromano en la obra de Bob Dylan. Desde Homero y Ovidio a Julio César, pasando por Tarquinio y Calíope… Todos ellos habitan en una simbólica colección de sus canciones.
Texto: MARÍA CANET.
En el año 2018, Bob Dylan se convirtió en el primer músico en ser galardonado con el Premio Nobel de Literatura. En su discurso de aceptación, el músico destacó tres obras literarias decisivas en su carrera: Moby Dick, de Herman Melville; Sin novedad en el frente, de Erich María Remarque, y La odisea, de Homero. Si bien las tres destacan por su componente aventurero y por tratar temas universales (la lucha por la supervivencia, la obsesión, el destino o la fragilidad de la condición humana), La odisea parece haber calado especialmente en la personalidad (y no exclusivamente la artística) del compositor. Inmerso en una gira interminable desde 1988, siempre en carretera, con el escenario como el reflejo más parecido a un hogar, Dylan se ha convertido en un Ulises de la música popular; en el gran mito del rock and roll.
El amor del artista por los clásicos no se limita a reivindicar a sus héroes o heroínas musicales (Little Richard, Buddy Holly, Odetta, Patsy Cline), sino también a mantener vivo el legado clásico en su discografía. Sus canciones se erigen en salas de un museo que preservan estatuas de dioses griegos, personajes como Julio César o el mismo Coliseo.
Dylan salpica sus composiciones con guiños a ese pasado mítico en temas como “Desolation row” (Highway 61 revisited, 1965), al configurar un particular y atemporal Olimpo de referencias donde el emperador Nerón convive en esa desoladora encrucijada con el poeta y ensayista T.S. Eliot, la actriz Bette Davis o Romeo. La ciudad eterna se convierte en el escenario idóneo para abordar la eternidad y la fugacidad en “When I paint my masterpiece” (Greatest hits Vol. II, 1971); ruinas del s.I a.C resisten en un presente que corre, como testigos silenciosos del paso del tiempo: «Las calles de Roma están llenas de escombros / huellas antiguas están por todas partes / casi podrías pensar que estás viendo doble / en una fría y oscura noche en la escalinata española / las horas que pasé dentro del Coliseo / esquivando leones y perdiendo el tiempo / oh, esos poderosos reyes de la jungla, apenas podía soportar verlos / ruedas de tren corriendo por el fondo de mi memoria / Cuando corría en la cima de la colina siguiendo a una bandada de gansos salvajes».
Más allá de menciones puntuales, casi anecdóticas, Dylan emplea la mitología grecolatina como herramienta narrativa con la que explorar cuestiones relativas a la condición humana. Es el caso de “Temporary like achilles” (Blonde on Blonde, 1966), donde el héroe de La ilíada aparece como barrera entre el propio Dylan y su amada para incidir en la idea de debilidad: «Aquiles está en tu callejón / Él no me quiere aquí / Se jacta / Señala al cielo / Y tiene hambre, como un hombre vestido de mujer / ¿Por qué tienes a alguien como él para ser tu guardián? / Sabes que quiero tu amor / Cariño, pero eres tan difícil». Por lo contrario, reivindica la resistencia en “Jokerman” (Infidels, 1983), donde las estatuas cobran vida («los ojos del ídolo con la cabeza de hierro que brillan»), y sugiere imágenes mitológicas como la de Laocoonte y sus hijos, escultura helenística donde el protagonista busca zafarse de un reptil para aferrarse a la vida: «Barcos distantes navegando en la niebla / naciste con una serpiente en ambos puños mientras soplaba un huracán».
El compositor emplea ciertos hitos de la antigüedad a modo de metáforas con las que retratar al ser humano, pero también a sí mismo. A ritmo de un blues de Chicago que remite a Muddy Waters y su “Manish Boy” o al “Hoochie Coochie Man” original de Willie Dixon, “Early roman kings”, perteneciente a Tempest (Columbia Records, 2012), utiliza una de las etapas menos laureadas de la historia romana, la monarquía. Dentro de un pertinente anacronismo, compara a los monarcas romanos con una banda de gángsters neoyorquinos famosa en el Bronx de los sesenta/setenta: «Todos los reyes romanos tempranos en la madrugada / bajando de la montaña, distribuyendo el maíz / son traficantes y entrometidos / compran y venden / destruyeron tu ciudad / te destruirán también / Son lujuriosos y traicioneros, decididos a todo». El de Minnesota evidencia así que nada ha cambiado desde tiempos de Tarquinio “el soberbio”, séptimo y último rey romano que se encumbró como arquetipo de déspota, puesto que ciertos males (codicia, avaricia, corrupción) parecen endémicos al ADN humano.
De nuevo el blues y la civilización romana también sirven a Dylan para reivindicar su propia figura. Es el caso de “Crossing the rubicon”, uno de los temas que componen su último disco hasta la fecha, Rough and rowdy ways (Columbia Records, 2020). La imagen de Julio César al cruzar el río que separaba la Galia Cisalpina de Italia, en el 49 a.C, mientras pronunciaba la célebre «alea iacta est» (la suerte está echada), es uno de los acontecimientos más señalados de la Edad Antigua. Un desafío al Senado y a las directrices de la República romana (que prohibía a los generales entrar en Italia con tropas armadas), que provocó el inicio de la guerra civil que enfrentó a César contra Pompeyo y, más tarde, acabaría por dinamitar la República romana. Un episodio que le sirve para trazar un paralelismo con su propia historia, un perpetuo órdago a las directrices vitales, musicales, que Dylan siempre se ha negado a obedecer para lograr su particular gesta; es un César del rock and roll: «Crucé el Rubicón el día catorce / del mes más peligroso del año / en el peor momento en el peor lugar / Me levanté temprano para poder saludar a la Diosa del Amanecer / Pinté mi carro, abandoné toda esperanza / Y crucé el Rubicón». Temas universales como el paso del tiempo, el balance sobre lo vivido y la presencia cada vez más alargada de la muerte también afloran en esta composición donde aparece un guiño al imaginario wéstern y entronca con la propia mitología fundacional estadounidense, donde los ríos son escenario de batallas entre indios y vaqueros, un imprescindible en la construcción de la leyenda norteamericana: «El Rubicón es el Río Rojo / ¿cómo puedo canjear el tiempo? / el tiempo tan ociosamente gastado / ¿cuánto más puede durar esto? / Haré viuda a tu esposa / Y las hojas del otoño se han ido / encendí la antorcha y miré hacia el este / y crucé el Rubicón».
Pero esta influencia no se limita a menciones en ciertas letras. El poso trasciende lo meramente anecdótico para empapar su propia escritura. En las canciones de Dylan las fronteras entre literatura y música son difusas, son historias que, como el propio músico destacó en el citado discurso de aceptación del Nobel, «fueron destinadas a ser escuchadas: en concierto, grabadas o como sea que la gente escuche canciones estos días. Vuelvo una vez más a Homero, que dice, “canta en mí, oh, musa, a través de mí cuenta la historia”». El poeta griego o su homólogo romano, Ovidio, marcan notoriamente el estilo narrativo dylanita, con composiciones que alcanzan el grado de epopeyas modernas, donde sus protagonistas emprenden viajes sin fecha de regreso, se enfrentan a todo tipo de desafíos y se someten a la voluntad de los dioses. Uno de los ejemplos más claros “A hard rain’s a-gonna fall” (The Freewheelin’, 1963), donde Dylan no solo preserva la oralidad del relato homérico, sino que la redimensiona con un diálogo entre la persona que se queda —«Oh, ¿dónde has estado, mi hijo de ojos azules? / Oh, ¿dónde has estado mi querido jovencito?»— y el héroe que emprende un viaje dispuesto a descubrir mundo, convertido en un Ulises contemporáneo: «Me he topado con la ladera de doce montañas brumosas / He caminado y me he arrastrado por seis carreteras torcidas / He pisado el medio de siete bosques tristes / He estado frente a una docena de océanos muertos / He estado diez mil millas en la boca de un cementerio / Vi a un bebé recién nacido rodeado de lobos salvajes / Vi una carretera de diamantes sin nadie en ella / vi una rama negra con sangre que seguía goteando». Los lugares transitados, lo contemplado, lo escuchado o la gente hallada por el camino, se suceden a través de una enumeración imágenes tan reales como surrealistas, como la propia mitología, para terminar con una profecía casi oracular: «conoceré bien mi canción antes de empezar a cantarla / y es duro, es duro, es duro / va a caer una fuerte lluvia». Ese poso errante alcanzaría posteriormente su punto álgido con “Like a Rolling Stone”, tema con el que saltó esas barreras implantadas por los puristas del folk y con el que dio su propio golpe de estado musical, ese giro eléctrico a su carrera que revolucionaría la música popular al dotar de profundidad poética y temática al pop o al rock, donde hasta el momento predominaban letras simplistas.
La misma esencia destila “Changing of the guards” (Street legal, 1978). Aunque la influencia bíblica resulta evidente con constantes menciones al ideario judeocristiano que invadiría su inminente trilogía cristiana, Dylan actúa como un oráculo —«La paz vendrá / con tranquilidad y esplendor sobre las ruedas del fuego / pero no nos traerá recompensas cuando sus falsos ídolos caigan»— que se anticipa al futuro y no puede escapar de las alusiones a la liturgia clásica: «Se afeitaron la cabeza / estaba dividida entre Júpiter y Apolo». El inicio en alto, los coros góspel y el estribillo exclusivamente musical donde predomina un solo de saxo, contribuyen a acentuar la épica de la canción, casi a modo de revelación divina.
Pero, como ocurre con Homero, Dylan es ante todo un cronista de su tiempo, la segunda mitad del convulso S.XX. Un papel que afianza en su último trabajo hasta la fecha, Rough and rowdy ways (Columbia Records, 2020), donde además de la ya citada “Crossing the rubicon”, destaca la búsqueda de la inmortalidad en “Key west” o «Mother of muses», donde juega a emular a Ovidio e invoca a Calíope, musa de la poesía épica, impulsado por una melodía que parece mecida por la lira, el instrumento por excelencia de los poetas. La pieza que mejor evidencia ese poso homérico es “Murdered most foul”, una epopeya con tintes de elegía debido al aroma a despedida, de casi diecisiete minutos, que repasa la historia norteamericana desde el asesinato de Kennedy en 1963, hasta la actual decadencia en la era trumpista, mientras menciona diferentes acontecimientos, personajes o canciones (un total de setenta y seis).
Dylan es Homero, narrador para mantener vivo el fuego de la historia a través de sus canciones. Otras veces, César le posee y cruza rubicones sonoros; se convierte en Ulises, el héroe dispuesto a atarse al mástil e impedir que su barco se hunda bajo los seductores cánticos de las sirenas. No hay hogar al que volver ni Penélope que le espere mientras teje; su Ítaca es la carretera. Las mismas musas que utilizaron a Homero, hicieron lo propio con Dylan. Esos cantos ya resisten, como las piedras que, desde hace siglos, mantienen en pie la Acrópolis o el Foro, como ese pasado al que nunca hay que dejar de mirar y admirar. Solo así se garantiza el futuro.